El paisaje más bonito del mundo

Describir un paisaje es una de las tareas más difíciles que se me ocurre, no por el hecho de que se me dé mal escribir,  sino por verme obligada a tener que escoger uno de entre todos los que he visto.

He tenido la gran suerte de tener  unos padres que compartían un mismo hobby  con el mismo entusiasmo: viajar. Mis ojos han podido contemplar desde paisajes puramente tropicales como el de las selvas perdidas de Costa Rica, pasando por la congelada Plaza Roja de la capital rusa, hasta las despampanantes luces de una noche en Pequín.

Todos estos paisajes crearon una sensación indescriptible en mi que procuraré mantener en ella hasta el fin de mis días. Pero fue un miércoles por la mañana, cuando me di cuenta de que no hacía falta coger un avión para ver un fantástico paisaje,  ¡Incluso ni salir de casa!

Como de costumbre me levanté a las siete en punto para ir al instituto. Ya no hacía tanto frío, de hecho, hacía un día tan esplendido que dejaba claro que estábamos muy cerca del verano. Pasé por delante del enorme ventanal de la habitación de mis padres y no pude evitar quedarme boquiabierta. A través de los arcos que dibuja la fachada de la casa vi un cielo azul con ni tan solo una minúscula nube.

A la derecha de la imagen, el cielo azul acababa justo donde empezaban unas enormes montañas verdes que solo dejaban un diminuto espacio a una casita blanca, que, desde lejos, parecía no estar habitada. Al lado izquierdo del paisaje, había un mar calmado que delimitaba con un horizonte que formaba una perfecta línea recta.  Aunque el mar parecía ser inmenso, las casitas de la población tapaban una parte de él. Todas ellas compartían colores similares: blanco, marrón, granate, naranja y algún que otro amarillo.

Mayoritariamente los edificios eran bajos exceptuando el campanario de la iglesia donde hacía dos minutos habían sonado las siente en punto. Otro edificio que resaltaba entre los demás era el teatro.  Sin duda, edificio más bonito de todo el pueblo. Este lo formaban dos elementos;  uno era una nave cuadriculada sin tejado y el otro una enorme cúpula que, en ese momento brillaba con los primeros rayos de sol.

A medias de mi meticulosa examinación del paisaje, me fijé en una enorme palmera. Era tan alta que parecía tocar el mismísimo cielo y me prometí a mí misma ir a verla algún día y así comprobar si mi teoría sobre ella se cumplía.

Este paisaje me transmitió tranquilidad y, a la vez, mucha energía. Me di cuenta de que Vilassar es un pueblo realmente precioso y que yo era muy afortunada por vivir en él.

Andrea

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