LA PESADILLA DE DARWIN

La idea de tractar aquest tema va sorgir mentre Sauper realitzava el documental Kisangani Diary – Loin de Rwanda sobre els refugiats hutus al Congo. “Alhora que un avió de càrrega aterrava amb 45 tones de cigrons d’Amèrica per alimentar els refugiats dels camps de l’ONU, un segon avió de la UE s’enlairava amb 50 tones de peix”, explica el cinesta.

Aquesta incoherència i el descobriment que els avions que portaven aliment per als refugiats també servien per portar armes cap a Àfrica li van empènyer a portar “aquest exemple del cinisme de la nostra època i de la globalització actual” a la pantalla a través del cas de Tanzània. Una realitat que, segons Sauper, podia haver gravat i representat igualment en altres països com Sierra Leone, Hondures, l’Irac, Nigèria o Angola i on el peix hauria pogut estar representat per altres recursos com diamants, bananes o petroli.

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La pesadilla de Darwin

Historias para no dormir

Érase una vez un país situado en la zona de los Grandes Lagos, una de las más hermosas del planeta, si hemos de hacer caso a Kapuscinski y su Ébano. Habituado a guerras tribales, hambrunas periódicas, gobiernos corruptos y SIDA pandémico, esta tierra maldecida por los Dioses creyó por un momento que la suerte se le ponía de cara cuando un extraño y descomunal pez empezó a colonizar el limítrofe lago Victoria, para regocijo de propios y (sobretodo) extraños.

El país se llamaba Tanzania y sus jerifaltes no querían saber nada de viejas rencillas entre hutus y tutsis. Habían aprendido de sus colegas occidentales a promocionarse, a “vender” los atractivos económicos de su tierra sin preocuparse de desagradables asuntos secundarios, como la miseria que reinaba entre sus conciudadanos o la altísima tasa de mortalidad infantil.

Como una bendición, pues, fue recibida la implantación de numerosas fábricas en la orilla del lago, encargadas del procesado y manipulación de tan preciado alimento. Un pescado que, además, comenzaba a gozar de una gran demanda en los mercados europeos y japoneses. La perca del Nilo, lo llamaban. «Auténtico oro en barras», les aseguraban analistas y observadores, que auguraban un vuelco en las desalentadoras estadísticas de crecimiento que manejaban.

La noticia se extendió como la pólvora por toda la región: de Tambora a Dodoma, de Mbogo a Morogoro. ¡Había trabajo! Bastaba con abandonar unas tierras de labranza que apenas cubrían las necesidades de subsistencia de una siempre numerosa familia africana y hacerse pescador, allá en Mwanza. Por fin iban a tener la oportunidad de demostrar su valía. Podrían ganar dinero, ofrecerles un futuro mejor a sus hijos. ¡Quién sabe si incluso podrían ir a la escuela y todo!

El todopoderoso Fondo Monetario Internacional alentaba la iniciativa privada, animando a empresarios y emprendedores en general, interesados en la explotación de una especie que indudablemente redundaría en infinitos beneficios para los habitantes del lugar. Cierto es que este animal —que parecía extraído de las profundidades abisales del Pacífico— había acabado con todas las demás especies autóctonas, debido a su increíble voracidad. El depredador —implantado en la zona hacía cuatro décadas no se sabía muy bien por quién— se había encontrado en una auténtica balsa de aceite: un genuino “comedor” donde podía servirse a su antojo, devorando bancos de sorprendidos pececillos incapaces de oponer resistencia alguna.

Dinero llama a dinero. Desde Europa, decenas de aviones despegaban cada día con destino africano, para volver cargados de suculentos filetes de la dichosa perca del Nilo. No parecía haber nada malo en aquella relación claramente simbiótica: los parabienes del capitalismo se demostraban una vez más. Si ofertas un producto de calidad, la demanda va a crecer. Y si además eres capaz de minimizar tus costes fijos (con un sueldo que, con todo, a los deprimidos africanos les parecerá una millonada), el negocio se antoja redondo.

Pero hete aquí que “algunos factores externos” comienzan a desarmonizar el conjunto. Resulta que el súbito incremento de la población masculina —la única válida para echarse a la mar y capturar ese pescado que las fábricas le arrebatarán de las manos por un precio irrisorio— provoca un flujo migratorio, en paralelo, de mujeres dispuestas a cubrir los “apetitos animales” de sus nuevos convecinos. Las comunas obreras quedan así constituidas por dos clases de explotados: la mano de obra (que trabaja durante el día) y las prostitutas (con una jornada eminentemente nocturna). Existe también un tercer tipo de desarrapado: los niños. Esos niños que nadie quiere, que nacen no se sabe muy bien cómo ni porqué y que vienen a amargarle a uno la vida cuando no ha cumplido ni los quince años. Hay que deshacerse de ellos, claro está. Abandonarlos a su suerte en las calles, donde se juntarán con otros de su misma estirpe anónima y lograrán así sobrevivir entre montañas de detritus, esnifadas de cola y sodomizaciones de compañeros mayores, igualmente drogados.

Quizás la cosa mejoraría si utilizasen condones. Pero el curita local lo tiene claro: eso no es seguro, hombre… ¡y además es pecado! Un analfabeto impartiendo clases de ética a otros analfabetos… de vez en cuando aparecen evangelistas con sed de conversión y les pasan películas —¡menudo acontecimiento!— donde uno al que llaman Jesús logra capturas olímpicas en un mar calmado…

Los aviones que aterrizan en la pista de un aeropuerto bacheado, sin controlador aéreo cualificado ni medios para retirar a algunos de los aparatos que han tenido menos suerte en alguna maniobra de aproximación, yéndose a estampar contra el asfalto; esos aviones rusos tan baratos, digo, vienen tripulados por gente que moja en alcohol y sexo la culpa de servir a unos intereses despreciables, que no comprenden pero intuyen…

Porque lo terrible no es que les robemos —literalmente— la comida que podría paliar la hambruna que padecen 2 millones de personas (aunque las autoridades bananeras se nieguen a reconocerlo, no vaya a ser que se frene el ímpetu inversor). Tampoco es lo más terrible saber que cocinan las sobras, aquello que los europeos tiramos al cubo de la basura. O el ver una de las imágenes más duras del año: niños pegándose por un puñado de arroz.

No. Lo más inconcebible —aunque intuido durante todo este cuento, pues en el mundo de ahí fuera el lobo feroz se jala a Caperucita después de beneficiársela, el flautista de Hamelin acaba de proxeneta con su legión de infantes, la Blancanieves haciendo la calle en pos de un príncipe por horas y lo de los siete enanitos con la Bella Durmiente … mejor ni te lo cuento— es que esos gigantescos aviones de carga no vienen sólo por el pescado. Eso sería sólo un expolio amoral y los occidentales con pasado colonialista estamos relativamente acostumbrados a rapiñar recursos naturales ajenos. Pero lo que hemos visto hasta ahora es únicamente el viaje de vuelta. Y conozco pocos transportistas —por tierra, mar o aire— que vuelvan de algún sitio… sin haber llevado algo en la ida.

En el viaje a África esos aviones no van vacíos, no. Traen armas, esas armas que importamos desde Europa para que se perpetúen las guerras, esas guerras que paradójicamente sus futuros contendientes parecen ansiar largamente, como única posibilidad de abandonar la miseria y alistarse en el ejército, donde los salarios son más dignos. A cambio, ¿qué pueden perder? ¿La vida? ¡¿Qué vida?!

Esas guerras que después trataremos de paliar con nuestras misiones humanitarias, nuestra verborrea de funcionario de Bruselas, nuestra hipocresía antiamericana… porque en este cuento, somos nosotros los malos. No hay republicanos fascistas ni familiares de Bush ni la sombra pérfida de Washington. Hay, eso sí, residuos colonialistas —mirando un mapa de África, sigue sorprendiendo la inquietante presencia francesa, ¿les he contado alguna vez que una de las causas del genocidio ruandés fue una disputa francófona? Mejor otro día, no se me vayan a deprimir—. Residuos de una Europa sonriente, encantada, dialogante. Podrida.

La pesadilla de Darwin nos baja del limbo con un golpe de culata (culata manufacturada en algún lugar no tan lejano… quizás en nuestro propio país). Es nuestra decisión pretender seguir creyendo que nada extraordinario ocurre o informarnos sobre una tropelía que —hasta ahora sin saberlo— ayudamos a consumar. Si quieren saber algo más sobre el tema, les invito a que visiten (ya no como oidores de un cuento, sino como conocedores de una realidad cruenta) la web www.notecomaselmundo.org. En ella descubrirán, sin ir más lejos, que en Mercabarna (Barcelona) se vendieron el año pasado 2 millones de kilos de perca del Nilo, la mayoría procedente de ese mismo lugar que vemos en la película. La venden en nuestros mercados y pescaderías, convenientemente filetada y etiquetada a veces como mero… a precios sorprendentemente (¿o no tanto?) asequibles.

No se pierdan este cuento de terror, escenificación cruenta de la batalla norte-sur, genuina guerra de los mundos, genuino exterminio. Pero sin un final alentador que llevarnos a la boca.

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