“Hubo en España una guerra que como en todas las guerras, la ganase quién ganase, la perdieron los poetas”. Alfredo Amestoy, Pablo Guerrero.
Las obras de arte se fraguan con el tiempo, con mucho tiempo. Lo sé porque mi hijo tuvo que migrar hacia otros lugares, rincones que le permitieran hacer lo que bien sabe hacer y aquí no pudo. No le dimos el buen apellido que le pudiera ingresar en la aún viva, selecta y simpática corriente de los “bobo” (bourgeois bohème), casi siempre reservada a los que más tienen. Eso de “hacerse a sí mismo” se ha quedado sólo para los westerns y para tantas artistas, la mayoría humildes, que van salpicando la existencia con maravillosos detalles entusiastas, malgrait les bobo.
Dicen las voces maestras que el fulgor de la obra llega como una chispa, sin avisar, cuando menos lo esperas. Como el rayo, después de muchas horas de tiempo acumuladas y tras largas y acaloradas discusiones -en silencio o no-, de harturas y deseos de despedida, de huida hacia adelante o hacia atrás, hacia nuevos caminos con sugerentes fuentes que nos ayuden a reencontrarnos con algún duende desaparecido en el cuento de la vida.
El arte es como unos pasos de baile puestos en liza en la infinidad del salón de los sentidos, busca desentrañar el misterio de la creación. Mientras algunas formas artesanas, pudiera parecer, que recaen en la responsabilidad de las manos, su alma habita en el corazón. Los griegos le llamaban aire.
Guiseppe Pelliza da Volpedo legó un fenomenal contraste, un panal de gustos pictóricos: “El cuarto estado”: trazos, color, la composición, el sentimiento que traduce son golpes del mundo acompañando a seres con semblantes preocupados hacia una dura cuesta. Con seriedad pero, al tiempo, serenos y firmes, representan el camino de la humildad que huye de una vida sin futuro para forjarse, en nuevo intento, con otras expresiones. El marco representa un paisaje cristalizado por una historia injusta, con borrosas imágenes de campesinos de sobria fortuna en su solemne pobreza, ¿Qué le dirá esa mujer descalza al hombre que avanza decidido? La huelga es esa arrebatadora escena nacedora de nieblas, vestida de lástimas que estalla en las gentes y las atrapa en una honda admiración, como una noche de verbena donde mozos y mozas despiertan al mundo.
Sin embargo, el punto que encumbra a una obra viene a menudo, y felizmente, de la mano de otras complicidades. Es con Bertolucci que se amplía el regalo de los sentimientos a través del gusto, una suerte de acto íntimo gozado en mutualidad, en eso que las místicas llamaron el éxtasis. Novecento es un nido de colosales interpretaciones que nos dice sobre la rebeldía, la prudencia; el pensamiento agitado, preso en la jaula del poder junto a un pájaro conmovido que busca la ansiada libertad. El final de una época, la muerte de un siglo, caduca decadencia que a pesar de todo, derrocha una enorme fuerza amorosa, a veces callada, otras arrebatadora, también oscura. La fidelidad de la amistad, la amargura del odio, el dolor de la muerte… Mierda, tierra, paja, saliva, sangre, pan-leche-vino…
En esas emociones elaboradas se da cita, eufórica, la utopía de un film implacable que jamás sería el mismo sin su tercer ingrediente. La música de Ennio Morricone es el arte de los sonidos que acaricia con suave calma las caras áridas, rudas, de los personajes que van camino a conocer especies desconocidas ansiando una revolución de lo común. Es el manto que abriga la gran pantalla, rigor narrativo y musical. Canciones para una huelga, emocionado tributo en liturgia melódica.
Un suspiro largo se escapa tras ese adagio sublime que en un in crescendo rescata retales del final de mi infancia, pues en ella supe de esas brechas cuando mi padre también cruzó los brazos, abriéndolos goyescamente frente al poder junto a otros pequeños, nadies, que se unían. Me sigue cautivando este país de personas bajitas, de camisa a cuadros y pantalón bien ceñido a la cintura, que tras el peine del tiempo observa cuánto hemos avanzado aunque, aún, piensan, queda mucho por hacer. Siento un respeto enorme por las luchadoras sencillas, esas que además de defender lo suyo con audacia infinita, ayudan a las criaturas con mal dormir, como el lúpulo que se abraza a la cintura del prójimo sin agobiar. Con el escepticismo del buen hacer que ya Aristóteles tildó de virtud. Su preocupada honradez alcanza hoy en día, y no me extraña, niveles insospechados. La felicidad mutua es el objeto de la virtud, adonde les lleva la aventura, desafiando cualquier intento de poner en duda la belleza, atrapando cualquier cortador de radicalidad o rebeldía, entre versos sencillos que dejan estela de olor en el sendero más tenue o nostálgico.
No hace mucho acudí al debate de un grupo de personas admirables que me invitaron a participar en una reflexión auténtica sobre los valores en transición. Sus discusiones crecen como esas especies vegetales que viven junto a otras sin parasitarlas, en una abrazo consentido donde huésped y anfitrión llegan a entenderse (epifitas, forofitos). Asistí a una declaración de compromisos, zarandeada por la sabiduría lateral de los contrasentidos. Una musicalidad enfrentada al poder ya demasiado conocido, que se acuesta con la entropía y se olvida que un día fueron grandes, porque no han dormido aún en la copa de un árbol. La clase obrera, que nunca ha dejado de existir, ha parido y reivindicado otras clases: la indignada, la feminista, la pobre, también la callada.., algunas muy manipuladas por las sutiles garras de la avaricia. La conquista de los derechos ya no son sólo laborales, ni siquiera gubernamentales, los caminos del respeto y de la calma son también estandartes de un nuevo mundo escultórico donde otros dioses enseñan a sobrevivir con el pacifismo y la ecología a cuestas.
Los relevos tienen el peligro de ser dolorosos, recuerdan a veces al mayor drama shakesperiano. El testigo es ese tubo liso y hueco de 30 cm que se traspasa sin detenerse. A ciegas. Se avisa con un grito: “mano”. Esa señal, hará que uno y otro brazo se estiren, uno adelante, el otro hacia atrás, en curso, para entregarlo, para recibirlo. Qué acto de sabiduría, llegar a la meta con el desafío en la mano, culminando por esa belleza cooperativa: Impulso-zancada-vuelo-desaceleración… Pasión.
Esos amigos siguen ahí, empecinados con las circunstancias extremadamente delicadas, superando muchos obstáculos. Respiro dignidad en sus pasos.
Como en el Novecento de Bertolucci-da Volpedo- Morricone, el testigo se transmite a través de muchas voces. Un cambio que, como todos los cambios, no son fáciles; es más, son duros, muy duros. Se expresan atareadas en el retablo humano de una historia dolorida, pues aún quedan asuntos terribles por vencer.
De ahí dependen las obras de arte, de la honradez que habita en todas partes, pero que no siempre se deja ver, pues crece, enrojada, en la intimidad de sus grupos. Los más frívolos le llaman cambio de cromos, pero es el testimonio el que necesariamente ha de darse cuando es preciso avanzar. Sólo que esos relevos son más delirantes de lo que querríamos, pueden hacernos odiar. Pienso que sigue siendo cierto que cuando las izquierdas se unen las penas de la incertidumbre son menos. Ahí asistí a la entrega de un testigo, para querernos más. Arte puro.
Francesc Reina
Març de 2016