“El relojero de mi título ha sido tomado prestado de un famoso tratado escrito por William Paley, teólogo del siglo XVIII: Su “Natural Theology – or Evidences of the Existence and Attributes of the Deity Collected from the Appareances of Nature”, publicado en 1802, es la exposición más conocida del “Argumento del Diseño”, el argumento que más ha influido para demostrar la existencia de un Dios. (…) [Paley] sentía un respeto peculiar por la complejidad del mundo de los seres vivos, y observó que requería un tipo de explicación muy especial. En la única cosa en que se equivocó -y hay que admitir que se trataba de algo importante- fue en la explicación. El dio la tradicional respuesta religiosa al acertijo, pero la articuló de una manera más clara y convincente de lo que habían hecho todos hasta entonces. La verdadera explicación, sin embargo, era totalmente distinta y tuvo que esperar la llegada de uno de los pensadores más revolucionarios de todos los tiempos, Charles Darwin.
Paley comienza su Natural Theology con un famoso pasaje:
“Supongamos que, al cruzar un zarzal, mi pie tropieza con una piedra, y se me pregunta cómo esa piedra ha llegado hasta allí; probablemente podría contestar que, por lo que yo sabía, había estado allí desde siempre: quizá tampoco sería fácil demostrar lo absurdo de esta respuesta. Pero supongamos que había encontrado un reloj en el suelo, y se me preguntase qué había sucedido para que el reloj estuviese en aquel sitio; yo no podría dar la misma respuesta que antes, de que, por lo que yo sabía, el reloj podía haber estado allí siempre”.
Paley aprecia aquí la diferencia entre los objetos físicos naturales, como las piedras, y los objetos diseñados y fabricados, como los relojes. Continúa exponiendo que si en un zarzal encontráramos un objeto similar a un reloj, aunque desconociéramos cómo se podía haber producido su existencia, su precisión y la complejidad de su diseño nos forzarían a concluir
“que el reloj debió de tener un fabricante: que debió de existir, en algún momento y en algún lugar, un artífice o artífices, que lo construyeran con una finalidad cuya respuesta encontramos en la actualidad; que concibió su construcción y diseñó su utilización”.
Nadie podría contrariar razonablemente su conclusión, insiste Paley, aunque esto es lo que hace precisamente el ateo, cuando contempla las obras de la naturaleza, ya que:
“cada indicación de una idea, cada manifestación de diseño que existe en el reloj, existe en las obras de la naturaleza; con la diferencia, por parte de éstas, de ser tan excelsas o más, y en un grado que supera todo cálculo”.
(…) Aunque parezca todo lo contrario, el único relojero que existe en la naturaleza es la fuerza ciega de la física, aunque desplegada de una manera especial. Un verdadero relojero tiene previsión: diseña sus engranajes y muelles, y planifica las conexiones entre sí, con una finalidad en la mente. La selección natural, el proceso automático, ciego e inconsciente que descubrió Darwin, y que ahora sabemos que es la explicación de la existencia y forma de todo tipo de vida con un propósito aparente, no tiene ninguna finalidad en mente. No tiene mente ni imaginación. No planifica el futuro. No tiene ninguna visión, ni previsión, ni vista. Si puede decirse que cumple una función de relojero en la naturaleza, ésta es la de relojero ciego.”
DAWKINS, R. El relojero ciego, 1986