Hay momentos que te marcan para el resto de tu vida…¿menuda afirmación más típica acabo de hacer, no? Pues sí, ayer estuve reflexionando sobre ese lugar común, ese tópico tan usado pero poco sentido con sinceridad. Son momentos muy puntuales y generalmente poco apreciables puesto que te hacen sentir algo difícil de narrar, algo novedoso y extremadamente profundo. Pocas son las personas que se atreven a reflexionar e intentar buscar una razón, un cómo o un porqué ante tal sentimiento que se atreve a recorrer tu desnudo cuerpo como si fuera suyo… pocas.
Hará ya unos tres años cuando uno de los muchos atardeceres que afortunadamente pude vivir allí, en los Estados Unidos, se convirtió en algo inefable, inalcanzable para el ojo humano. Concretamente, un atardecer en la zona más céntrica de Boston, al lado del puerto. Un cielo para recordar puesto que ofrecía una luz cálida y rojiza que daba vida.
Cada luz de cada farola, cada tiesto en la acera ligeramente torcido, cada ladrillo maltrecho, cada mirada desconocida, cada banco vacío, cada timbre de bici, cada claxon inoportuno, cada ráfaga de viento que conseguía cruzarse entre la gente, cada tacón pisando impetuoso, cada olor minucioso, cada aplauso boquiabierto, cada nube pintada… hacían de mí una simple pieza diminuta e insignificante para el resto del mundo.
La luz empezaba a desvanecer, sin embargo, conforme iba pasando el tiempo, había más gente. Más gente viendo los espectáculos teatrales/musicales en la calle, pidiendo mesa en algún restaurante, más gente paseando con su pareja de la mano, más gente sentada viendo el sol esconderse… y pensar que justo en ese instante, estaba a tan solo dos calles de sentir algo tan duro y a la vez tan ligero y prácticamente indivisible que marcaría en mi piel algo tan eterno…
Seguí andando, como sin rumbo, como si una fuerza superior quisiera que yo sintiera tal sensación, guiándome hasta esa calle, hasta ese semáforo que jamás olvidaré. Y de repente, allí, justo al lado del semáforo se encontraba un hombre tirado sobre unos cartones. No tendría más de 50 años. Tenía la mirada perdida, las manos muy secas y maltrechas, su pelo yacía alborotado y parecía triste.
No pude evitar quedarme mirando ante las escalofriantes palabras escritas en el cartón que sostenían sus apenadas manos:
”PUNCH ME, PLEASE” “JUST FOR 0,50$”.
Sus ojos oscuros no dejaban de mirar el suelo. La gentada de mi alrededor pareció evadirse.
Y sin darme cuenta escuché, simultáneamente, el fervor de la gente gritando, riendo y aplaudiendo con el de unas discretas monedas golpeándose entre si pidiendo ayuda en un pequeño vaso de café.
Todo tan rápido pero a la vez tan sentido…
Laura Morales Moreno