-Perdóname –musitó la señora Bartolotti, que, de repente, se había acordado del helado de frambuesa-. ¡Dios mío! –exclamó-, el helado se está derritiendo.
Sacó el helado de la bolsa, corrió a la cocina y volcó el contenido del paquete en una fuente de cristal. Sacó un bote del armario de la cocina, en el cual había barquillos largos y delgados. Clavó los barquillos en el helado. Quedaba muy bonito, parecía un erizo con púas muy largas. La señora Bartolotti le llevó a Konrad, al cuarto de estar, la fuente con el erizo de helado.
-Mira –le dijo-, te gustará. Está muy bueno.
-¿También, cuando no es verano, se comen helados? –preguntó Konrad.
-Claro que sí –dijo la señora Bartolotti-. Siempre se puede comer helado. A mí me gustan especialmente en invierno. Cuando como helados con más gusto, es cuando nieva.
-Pero. ¿No se come el helado sólo de postre? –preguntó Konrad.
-Perdóname, cariño –exclamó la señora Bartolotti-, olvidé por completo que debes de tener hambre. Te haré un bocadillo de jamón y un huevo pasado por agua con un pepino. ¿Te parece?
-No tengo hambre –explicó Konrad-. La ducha de disolución nutritiva alimenta para veintiséis horas. Sólo era que yo no estaba seguro de si se podía comer helado con el estómago vacío.
-¡Caramba!, ¿por qué preguntas continuamente qué se debe o qué no se debe hacer?
-Porque un chico de siete años tiene que preguntarlo –dijo Konrad.
-Pero yo no tengo ni idea de lo que un chico de siete años debe o no debe hacer –gritó, desesperada, la señora Bartolotti.
-Entonces no comeré hoy helado –dijo Konrad- y mañana te enteras a qué horas se debe comer el helado, ¿te parece?
La señora Bartolotti aceptó, pero no tenía la más ligera idea de a quién podría preguntar. Sobre todo, estaba bastante desconcertada y, de puro desconcierto, se comió todo el helado con los barquillos y empezó a sentir tirones en el estómago y ardores en el esófago.
Konrad permaneció durante todo el tiempo sentado frente a ella, mirándola comer. Algunas veces la señora Bartolotti se interrumpía y le ponía a Konrad una cucharada de helado o un barquillo bajo la nariz y le preguntaba si no quería, al menos, probarlo, pero Konrad sacudía la cabeza.
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NÖSTLINGER, Christine (1993): Konrad o el niño que salió de una lata de conservas, Madrid, Santillana, Alfaguara Juvenil,