Durante el recreo, sobre todo los días que llueve, mi hermana siempre consigue golosinas, cromos o, incluso, trozos enormes de desayuno (bocadillos más buenos que los de mamá, que siempre son de pavo y queso de bola), porque se los dan los niños y las niñas a cambio de que les enseñe la herida. Cuando lo hace voy yo y, como ya se la he visto muchas veces, vigilo que nadie mire sin que Aixa quiera. Los dos nos reímos de las caras de miedo y de asco que ponen y, una vez, incluso Joaquín, que es mayor porque es repetidor, se mareó cuando Aixa le enseñó la pierna cortada y tuvieron que llevárselo a la enfermería. Mientras se toca las cicatrices ella les dice que ahora ya no le duele, que sólo le pica un poco, y contesta sonriendo a todas las preguntas que le hacen; pero un día, en casa, me contó que sintió un dolor muy fuerte y al acordarse le cayeron algunas lágrimas, pocas. Nunca más la he visto llorar. Me parece que es por eso que a ella ya no le dan miedo las inyecciones y, en cambio, yo todavía muchas veces lloro si me tienen que pinchar y prefiero tomarme un jarabe, por muy amargo que sea. Quien inventó las minas antipersona no tuvo una idea brillante, pero quien inventó las inyecciones tampoco.
TORRAS, Meri (1999): Mi hermana Aixa, La Galera-Círculo de Lectores, Barcelona, pp. 21-23.