El medallón perdido
La silueta de Sebastián se recortaba en el ventanal de mi habitación. Venía con su inseparable taza de té. Cuando se acercó, vi que el líquido que bebía no era marrón como siempre, sino de un intenso rojo, casi tanto como el sol que se estaba escondiendo en aquellos momentos.
-¿Quieres probarlo? –me preguntó-. A ver si adivinas lo que es.
Así, de pronto, pensé que sería sangre de algún animal diluida en agua, por el color, de modo que debí poner tal cara de asco, que enseguida me sacó de mi súbita náusea. Tenía ese don, su presencia y sus palabras siempre te tranquilizaban, contasen lo que contasen-
-Es jarabe de rosas- afirmó Sebastián.
Lo miré con rostro asombrado.
-¿Jarabe de rosas? –pregunté, entre extrañado e incrédulo-, ¿las rosas se beben?
-Sí –me contestó mi tío-. Se destilan sus pétalos, se cuecen con azúcar y luego se añade agua para beberlas, fría o caliente. Pero no creas que este jarabe se puede hacer con cualquier tipo de rosas, sólo con unas muy especiales que tienen un perfume muy intenso. Pruébalo.
ALCOLEA, ANA: El medallón perdido. Madrid. Anaya, 2009, (Espacio Abierto, 93), pp. 54-56.