“Por la puerta de entrada a la casa de Juana se accedía directamente a una pequeña habitación cuadrada donde estaba el comedor y la cocina separados por un fino y pequeño tabique que no llegaba al techo.
Había una mesa redonda cubierta con un mantel de plástico y con sillas de hierro a medio pintar. Un pequeño sofá azul y un gran ventilador para refrescar el fuerte calor llenaba una de las paredes. Bajo la ventana, desde la cual se podía observar la bonita e iluminada plaza de la Catedral tenían una vieja televisión que funcionaba como si fuera su primer día.
Juana y su hija Luret les prepararon un delicioso plato “congri” que era una mezcla de pequeñas alubias negras con arroz, acompañado por una fresca cerveza cubana. Después, le siguió un sabroso filete de carne que lo habían ido a comprar para esa ocasión. Sólo comían Sara y Varinia pues Juana y su familia no podían permitirse comer ese tipo de carne. Su marido se encontraba sin trabajo desde que la URSS dejó de ayudar a Cuba tras el fin de la guerra fría y la caída del muro de Berlín. Sólo vivían del dinero que sacaban vendiendo las figuritas de yeso, y de las comidas que hacían en casa para los turistas.
BAELL, Gustavo (2001): La niña colombiana. Buenos Aires: Laertes, pág. 67