A cielo abierto
Se sentaron a comer. Todo el mundo alababa la cocina de mamá, el celo con que lo preparaba todo. La mesa, invariablemente, estaba dispuesta con todo lujo de detalles. Guisaba y presentaba sus platos como si todos los días se celebrara una fiesta.
-Hoy he cocinado a base de manzana el primer plato –dijo, con la expresión intranquila. Selene se preguntó cuánto tiempo habría empleado en preparar todo aquello. Mamá dormía seis horas y aun así siempre estaba apurando su tiempo, como si fuera a terminársele definitivamente al cabo de tres días.
Los estilizados recipientes humeaban como las chimeneas y torres de refrigeración de una central térmica.
-Tiene una pinta buenísima, mamá.
La abuela hizo la señal de la cruz y le agradeció a Jesucristo los alimentos. Mamá y Selene asintieron a sus oraciones y también trazaron la cruz entre la frente y el pecho, apresuradamente.
El gratinado de manzana hacía funcionar automáticamente las papilas gustativas. A Selene se le llenó la boca de saliva.
-¿Qué lleva? –inquirió.
Mamá agradeció su interés con un fruncimiento de sus labios leñosos.
-Tres manzanas Golden, un vaso de nata líquida, trecientos gramos de jamón cocido, cuatro cucharadas de queso Ementhal rallado, mantequilla, sal y nuez moscada.
-Muy rico –opinó la abuela, arrastrando entre los dientes con deleite el contenido de su cuchara.
-Me alegro –los ojos de mamá centelleaban.
-¿Qué hay de segundo, mamá?
-Huevos a la mostaza.
Selene suspiró. Era uno de sus platos preferidos. Se sabía de memoria la receta. Si se hacía para cuatro personas, debía llevar seis huevos, vinagre, cuatro lonchas de jamón serrano, cuatro rebanadas de pan de molde y aceite para freírlo. Para la salsa: cuatro cucharadas de aceite, media cebolla, un diente de ajo, un puerro, una zanahoria, una cucharada de harina, un cuarto de litro de caldo de pollo, dos cucharadas de mostaza, sal y pimienta.
En el último examen de matemáticas Selene tuvo una leve amnesia que le impidió recordar lo estudiado. Las únicas palabras que aparecieron en su mente, y con toda nitidez, fueron las de la receta de los huevos a la mostaza.
-De postre hay helado de tomate, Sele.
-¿Le pondrás azúcar glas?
-Pues claro, hija.
Mamá estaba animada. La abuela sonreía con complicidad. Selene se dijo que después de todo tal vez el enojo de mamá se había esfumado. Por ello se concentró en dar rienda suelta a su gula.
A la abuela se le cayó el tenedor. Una pequeña porción del gratinado fue a parar a la alfombra. ¡Oh, no, Dios! Selene cerró los ojos. Mamá dio un respingo. Los músculos de sus hombros, que el vestido de tirantes no ocultaba, se tensaron como resortes. Su rostro adquirió una expresión hierática.
Siguieron comiendo. Selene no se atrevió a levantar la vista durante un rato. Sin embargo, el fuego de la mirada de mamá podía sentirse.
Claudín, Fernando: A cielo abierto. Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 35-38