Aquel día, en Katthul tenían la sopa de carne para comer. Lina había echado la sopa en la sopera de flores y todos estaban sentados a la mesa tomándola, especialmente Miguel. Le gustaba la sopa, y se oía cuando él la tomaba.
-¿Por qué tienes que sorber así? –le preguntaba su mamá.
-Porque si no, no se sabe que es sopa –decía Miguel.
En realidad él decía así: “Si un, un se sabu que es sopu”. Pero ahora no nos interesa eso del dialecto de Samaland.
Todos comieron tanto como pudieron hasta que la sopera estuvo vacía. Solamente quedaba un sorbito en el fondo. Ese sorbito se le antojó a Miguel y la única manera de conseguirlo era meter toda la cabeza en la sopera y sorberlo. Eso hizo Miguel y oyeron muy claramente cómo sorbeteaba allí dentro. Pero después Miguel tenía que sacar la cabeza de nuevo y, fíjate, no podía. Se había quedado atascado. Entonces Miguel se asustó y se levantó de la mesa y allí estaba él con la sopera, como un casco, en la cabeza. Llegó al extremo de taparle los ojos y las orejas. Miguel tiraba del cacharro y gritaba. Lina estaba muy preocupada.
-Nuestra preciosa sopera –decía-. Nuestra preciosa sopera de flores. ¿Dónde pondremos ahora la sopa?
Mientras Miguel estuviera dentro de la sopera, no se podría echar la sopa en ella. Eso era lo que ella comprendía, aunque de ordinario no comprendía mucho.
LINDGREN, Astrid (2010): Las aventuras de Miguel el Travieso, Barcelona, Juventud, p. 13-14.