Grisón se sentó en la mesita que le había preparado Robert, como lo hacía todos los días de clase, y sacó de un papel grasiento su bocadillo que hoy era de chicharrones. Era tan grande, que Grisón lo tuvo que atacar por diferentes puntos antes de poder apreciarlo en su conjunto. Mezclado con naranjada, sabía a queso. Llegaron unos clientes para almorzar. Anaís anotaba los pedidos y después servía, ya que Robert sólo se ocupaba de los vinos.
Después de comerse un plátano, Grisón salió al sol. Dio la vuelta a la plaza y se dirigió hacia el callejón para ver el agujero de cerca. Rafistole había puesto unos tablones para señalar que allí había una obra importante. Grisón dio media vuelta. Delante de la escuela, junto al ayuntamiento, Raclot jugaba a las canicas con Jocrisse, que estaba desplumando vergonzosamente. Unas chicas se divertían, algo más lejos, saltando de un lado a otro de las gomas elásticas.
SAUTEREAU, François (1985): Un agujero en la alambrada, Madrid, SM, El Barco de Vapor, 12, pág. 35.