-¿Os habéis escapado? –pregunté como un estúpido.
-Bueno. Algo así. Pero sólo por un rato, para traerte esto –dijo Miguel enseñándome una bolsa llena de comida-. Si tienes que estar aquí un tiempo, con un bocadillo no tendrás bastante…
Galletas, leche, pan, mermelada, magdalenas, queso… Me habían traído media despensa desde su casa. Los ojos se me estaban haciendo agua, como si quisieran llorar de alegría, y los dientes empezaron a mascar antes de introducir el primer trozo de comida en la boca.
-Empieza de una vez, que tienes que estar con un agujero en el estómago –me dijo Alicia adivinando mi urgencia.
No hacía falta que me animaran mucho, y tampoco tenía yo fuerzas para resistir por más tiempo sin probar aquellas maravillas. Me di tal atracón en dos minutos que creí que me iba a atragantar. Me entró el hipo y se recortó mientras comía. Alicia y Miguel me miraban con los ojos desorbitados, como si estuvieran viendo un fenómeno de la naturaleza, y se reían al mismo tiempo.
-¡Qué bárbaro! Si llegamos un poco más tarde, se hubiese comido la verja –dijo Miguel.
-Puedes estar seguro –contesté yo con el estómago repleto, feliz como pocas veces en mi vida.
PÁEZ, Enrique (34 2010): Abdel, Madrid, SM, (El Barco de Vapor, 76), p. 82-83.