Category Archives: Claudín, Fernando

GELATS

Una competición muy dulce

helados

Volaron los ingredientes, los utensilios, los cuencos, los aparatos. La abuela y ella, codo con codo, dándose caderazos, entre risas. En un santiamén la mesa blanca de hierro forjado se cubrió de salvamanteles, y los salvamanteles, de helados. Helado Melba, con su bizcocho Genovesa, melocotones al natural, almíbar, helado mantecado, un corrito de licor y almendras. Helado crema praliné de almendras y helado de leche merengada.

La abuela y ella atacaron los dos primeros, respectivamente. El tercero quedó en la reserva, aunque ambas le lanzaban codiciosos vistazos conforme iban consumiendo el suyo.

-El que acaba primero ayuda a su compañero –dijo la abuela, riendo entre dientes-. El egoísta no es feliz.

Selene prefirió no decir nada, para ahorrar tiempo. Llevaba dos cucharadas de ventaja. Pero la abuela aceleró en la recta final y rebañó la copa cuando a Selene aún le quedaba un grumo.

-¡Gané! –la abuela se desternilló de risa. Selene le disparó una mirada torva-. Está bien. Compartir es vivir –añadió la abuela, dividiendo el helado de leche merengada, que repartió entre ambas-. El que parte y reparte, se lleva… la mayor parte- apuntilló, riendo, al tiempo que deslizaba en su copa una porción considerablemente superior a la de Selene, que observaba ceñuda sus movimientos.

Todo era un pasatiempo que venía repitiéndose desde que Selene era niña y desde que la abuela también lo era, porque al parecer no había abandonado aún su etapa púber. Rieron. Y Selene se sintió consolada.

 

Claudín, Fernando: A cielo abierto, Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp- 88-87.

 

 

 

 

 

 

Un dinar especial…

Comida con los Faraday

Escalopes rellenos

Escalopes rellenos

 

 

 

Domingo, 4 de julio, comida con los Faraday. Mamá lo había apuntado en un post-it que había pegado en la nevera, junto a los imanes y la nota de la compra. Para Selene era una amenaza insoslayable.

Y por fin había llegado.

Las dominicales comidas con los Faraday representaban una de esas raras ocasiones en que las tres generaciones conspiraban, deponiendo sus respectivos egos, en la cocina. Dos o tres horas de laboreo culinario en que hija, madre y abuela se repartían menesteres y compaginaban gustos y aderezos.

Eso, en teoría. A la postre siempre venía mamá. Ella gobernaba el timón, Esta vez había escogido un menú que a la abuela no se le antojaba muy apropiado para aquellas fechas calurosas. De primero, pochas con carabineros. De segundo, escalopes rellenos. De postre, crema de Idiazábal.

-Las pochas no casan con estos calores –refunfuñó la abuela-. Haríamos mejor preparando un gazpacho manchego como Dios manda.

-¡Oh, cállate, mamá, por favor!

Selene debía hacer acopio de valor para soportar aquellas sesiones. Eran terroríficas por muchos motivos. La fatiga no era ni mucho menos el peor de ellos. Lo realmente insufrible era la tensión, que se apoderaba de la cocina, a los quince minutos, como estratos de tupidas telarañas, volviéndolo pegajoso, asfixiante.

-¿Hemos comprado el vino, mamá? Ah, no, qué tonta soy. El señor Faraday se encarga de eso. Hija, ¿has pelado los carabineros? Reserva los cuerpos. Mamá, pica una cebolla, un puerro y un diente de ajo. Hay que rehogarlo en aceite. Eso. Así. ¡Cuidado, mamá! ¡Sólo diez minutos! ¡Baja ese fuego! ¿Ya están las cabezas de los carabineros, Sele? Bien. Échalos a la cazuela. ¡Mamá, eso más que rehogado está achicharrado!

Claudín, Fernando: A cielo abierto, Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 91-93.

Text sencer

 

 

 

L’alimentació masai (Kènia)

 el-embrujo-de-chalbi

¡Socorro! –gritó Susana, despertándolos a todos.

Nadie tuvo que preguntar qué pasaba, pues era evidente lo que la había aterrorizado. Estaban rodeados de numerosos indígenas que los observaban con una mezcla de curiosidad y recelo.

Beatriz vio que estaban vestidos como Kamba, el joven que las había salvado del león. Las mujeres tenían el pelo rapado al cero, y sus brazos estaban cubiertos con filas de anillas de cobre. Los hombres llevaban collares de cuentas de colores y voluminosos pendientes, y estaban armados con escudos, lanzas, sables y cuchillos. Un rebaño de bueyes, vacas y ovejas acompañaba a la tribu.

Los indígenas traían consigo numerosos barriles que contenían leche.

-Masai –dijo Boranto-. Tribu más tem-mida en Kenia. Fue-ertes, muy fue-ertes.

El masai más anciano, un indígena de piel acartonada por el sol y surcada de arrugas, se destacó del grupo, se golpeó el pecho con la empuñadura de cuero de la lanza y dijo, con voz tonante:

Olaiguenani.

-¿Qué ha dicho? –preguntó don José.

-Él jefe, líd-der, daktari –dijo Boranto.

-Dile que necesitamos ayuda –lo conminó don José.

-¡Pero mí no hab-blar masai, daktari!

-Quizá él hable suajili. Anda, díselo.

 

Claudín, Fernando: El embrujo de Chalbi, Madrid, Anaya, 2004, (Espacio Abierto, 109), pp. 41-44.

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Un dinar molt especial

A cielo abierto 

Se sentaron a comer. Todo el mundo alababa la cocina de mamá, el celo con que lo preparaba todo. La mesa, invariablemente, estaba dispuesta con todo lujo de detalles. Guisaba y presentaba sus platos como si todos los días se celebrara una fiesta.

-Hoy he cocinado a base de manzana el primer plato –dijo, con la expresión intranquila. Selene se preguntó cuánto tiempo habría empleado en preparar todo aquello. Mamá dormía seis horas y aun así siempre estaba apurando su tiempo, como si fuera a terminársele definitivamente al cabo de tres días.

Los estilizados recipientes humeaban como las chimeneas y torres de refrigeración de una central térmica.

-Tiene una pinta buenísima, mamá.

La abuela hizo la señal de la cruz y le agradeció a Jesucristo los alimentos. Mamá y Selene asintieron a sus oraciones y también trazaron la cruz entre la frente y el pecho, apresuradamente.

El gratinado de manzana hacía funcionar automáticamente las papilas gustativas. A Selene se le llenó la boca de saliva.

-¿Qué lleva? –inquirió.

Mamá agradeció su interés con un fruncimiento de sus labios leñosos.

-Tres manzanas Golden, un vaso de nata líquida, trecientos gramos de jamón cocido, cuatro cucharadas de queso Ementhal rallado, mantequilla, sal y nuez moscada.

-Muy rico –opinó la abuela, arrastrando entre los dientes con deleite el contenido de su cuchara.

-Me alegro –los ojos de mamá centelleaban.

-¿Qué hay de segundo, mamá?

-Huevos a la mostaza.

Selene suspiró. Era uno de sus platos preferidos. Se sabía de memoria la receta. Si se hacía para cuatro personas, debía llevar seis huevos, vinagre, cuatro lonchas de jamón serrano, cuatro rebanadas de pan de molde y aceite para freírlo. Para la salsa: cuatro cucharadas de aceite, media cebolla, un diente de ajo, un puerro, una zanahoria, una cucharada de harina, un cuarto de litro de caldo de pollo, dos cucharadas de mostaza, sal y pimienta.

En el último examen de matemáticas Selene tuvo una leve amnesia que le impidió recordar lo estudiado. Las únicas palabras que aparecieron en su mente, y con toda nitidez, fueron las de la receta de los huevos a la mostaza.

-De postre hay helado de tomate, Sele.

-¿Le pondrás azúcar glas?

-Pues claro, hija.

Mamá estaba animada. La abuela sonreía con complicidad. Selene se dijo que después de todo tal vez el enojo de mamá se había esfumado. Por ello se concentró en dar rienda suelta a su gula.

A la abuela se le cayó el tenedor. Una pequeña porción del gratinado fue a parar a la alfombra. ¡Oh, no, Dios! Selene cerró los ojos. Mamá dio un respingo. Los músculos de sus hombros, que el vestido de tirantes no ocultaba, se tensaron como resortes. Su rostro adquirió una expresión hierática.

Siguieron comiendo. Selene no se atrevió a levantar la vista durante un rato. Sin embargo, el fuego de la mirada de mamá podía sentirse.

Claudín, Fernando: A cielo abierto. Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 35-38