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Una visita a la nevera

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En cuanto pensó “nunca”, como es lógico, la horrible idea comenzó a hablarle.

“Tienes hambre –le dijo-. Tienes hambre y tu barriga está vacía como el tambor de la lavadora, fría como una llanura polar; tienes frío en todo el cuerpo, te sientes débil, muy débil, las piernas no te sostienen, se te nubla la vista. Si quieres salvarte, no te queda más que un recurso. ¡Levántate, ve a la cocina, llénate la barriga hasta hartarte!”.

Michele se resistió a aquella voz uno o dos minutos más, luchó contra ella con todas sus fuerzas; después, lento como un robot, se levantó, salió del dormitorio, cruzó el pasillo, se detuvo un instante delante de la puerta de la cocina y, después de lanzar un suspiro, la empujó con delicadeza.

Ella estaba allí, lo esperaba tranquilamente en un rincón. Michele la miró bien antes de acercársele: en la penumbra del cuarto se la veía tan brillante, tan blanca, tan alta, que en vez de una nevera parecía un inocente cachalote dormido en lo más profundo del océano. En el silencio reinante sólo se escuchaba su voz discreta:

-¿Zzz? ¡Bzzz bzzz! Zzzbzz.

Probablemente, para otras personas, aquellas palabras confusas no habrían sido más que el ronroneo de un motor medio envejecido, pero gracias a la larga amistad que lo unía con la nevera, Michele era capaz de entenderlas a la perfección.

-¿Has venido a verme? –le había dicho Neve-. ¡Qué estupendo! Anda, ven, come todo lo que tengo dentro, zámpate también la mantequilla y los huevos; verás que así el aburrimiento se marchará.

-¡No puedo hacerlo! –respondió Michele en voz baja acercándose a la puerta.

-¡Bzzzot, zzzrr! ¡No me vengas con tonterías! –le contestó la nevera.

-De verdad que no puedo… -insistió Michele con un murmullo inseguro.

-¿Zzz? ¿Y quién te lo impide?

“Mi mamá” se disponía a contestar Michele, pero antes de que lograra pronunciar la respuesta, su mano se había apoyado ya sobre el tirador y había tirado de él, y la enorme puerta blanca se había abierto.

¡Qué magnífico espectáculo! ¡Inolvidable! Su madre había hecho la compra semanal el día anterior, y todos los estantes, del primero al último, estaban llenos a rebozar de comida; Michele dio un paso atrás para contemplarlo mejor: sí, bajo aquella luz difusa, con aquellos paquetes y latas de infinidad de formas y tamaños, la nevera parecía de veras un gigantesco y generoso árbol de Navidad. Antes de lanzarse de cabeza sobre aquellos manjares, echó un vistazo al reloj de la pared. Faltaba aún media hora para que llegara su madre, tenía que darse prisa para cumplir con la misión.

Empezó por la mayonesa; agarró el tubito por un extremo y se lo metió en la boca; inspirando a todo pulmón, lo vació en menos de un minuto. Luego le tocó el turno a la lasaña del día anterior; estaba claro que no podía perder el tiempo buscando un tenedor, tampoco podía correr el riesgo de ensuciarse. Así pues, levantó la primera capa entre el pulgar y el índice, la envolvió en el dedo medio como si fuera un canito y se la metió en la boca. De esa manera, las tiras de lasaña desaparecieron una tras otra; le siguieron el requesón y el queso de rallar; desaparecieron la carne picada para las albóndigas y los flanes de chocolate; desaparecieron, una tras otra, las bebidas y la jarra de té frío; le siguieron el jamón y los rollitos de pollo; desaparecieron tres huevos, medio litro de leche y un resto de pizza.

En ese momento, Michele hizo una pausa y miró la hora: faltaban apenas diez minutos para que su madre regresara. Ante él, solitarios como supervivientes de una guerra, habían quedado sólo tres potes de yogur descremado y unas cuantas manzanas deshidratadas.

“Bien –pensó, mirando el panorama-, la verdad es que he hecho un buen trabajo”. Y tras un pequeño eructo de satisfacción, cerró la puerta de la nevera.

-Bzzol- lo saludó la nevera.

-¡Hasta pronto! –respondió él y, de puntillas, se dirigió a su cuarto. Una vez allí, se quitó los zapatos, se desabrochó los pantalones y se tendió sobre la cama.

Ya no sentía aquel frío vacío en la barriga, sino un calor muy grande, una tibia sensación que, desde el ombligo, irradiaba por todo su cuerpo. ¡Qué bien se estaba con la barriga llena! ¡El aburrimiento salía volando como las palomas cuando bates palmas, y el mundo entero parecía mullido, blando, dispuesto a acogerte!”.

 

 

-TAMARO, Susanna (1995): El caballero Corazón de Melón, Barcelona, Grijalbo Mondadori, pp. 10-14.

 

Para saber más de Susanna Tamaro

Celebración de la Pentecostés

 

El día de la fiesta de Pentecostés, muy de mañana, toda la familia de Samuel se dirigió, junto con el resto de los vecinos, a ofrecer a Dios los primeros frutos recogidos de la cosecha. El padre, por su condición de sacerdote del Templo, era quien dirigía la ceremonia, esperando a la gente en el altar construido para tal ocasión. La comitiva iba encabezada por un buey con los cuernos recubiertos de oro y una guirnalda de olivo sobre la testuz, y los niños lo precedían haciendo sonar sus flautas. El abuelo y el tío llevaban dos roscas de ocho litros de flor de harina, cocidas con levadura tal como prescribía el Levítico, y los demás miembros de la familia portaban al hombro distintos cestos con los frutos recogidos: higos, granadas, almendras, olivas, sandías, melones y manzanas, así como diversos vegetales.

 

MENÉNDEZ-PONTE, María (2010): Si lo dicta el corazón, Madrid, SM, (Los libros de María, 4), p. 30.

 

 

El Greco. Pentecostés

El Greco. Pentecostés

Los indios crow

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Llegó la quinta luna llena y, con ella, los primeros vientos fríos. Repletos los sacos de frutos y semillas y secadas las carnes de los animales cazados, los crow recogieron sus pieles, sus tipis y los palos que sostenían las tiendas, preparándose para el viaje.

Antes de partir, cada familia dejó en el centro de donde había plantado su tipi un puñado de frutos y semillas y una ofrenda de carne y de pescado, como agradecimiento a la Madre Tierra por haberles dejado utilizar su suelo y tomar su agua.

También agradecieron al Espíritu del Bosque que les hubiera permitido recolectar frutos, recoger resinas o quemar leña.

Y dieron las gracias al Gran Espíritu porque los peces se hubieran dejado pescar y los ciervos se hubieran dejado cazar.

Por último, en una danza en la que participaron de ancianos a niños, se alegraron por haber pasado en las montañas cinco lunas más, deseando estar de regreso cuando las nieves se hubiesen retirado y los grandes animales del bosque se hubieran saciado de la comida que les correspondía.

Después de todo eso, el pequeño grupo de indios crow emprendió su viaje anual hacia las grandes praderas.

 

GÓMEZ, Ricardo (2006): Ojo de Nube, Madrid, SM, Barco de Vapor, 186, p. 20-21

¿Y la salchicha?

 

 

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La mamá de Miguel empezó enseguida a poner la mesa. Le cayeron algunas lágrimas sobre la ensalada de arenques cuando la llevaba en las manos, pero la puso en la mesa juntamente con los rollos de carne, las chuletas de cerdo y las tartas de queso y todo lo demás. La señora Petrell se relamía. Aquello parecía prometedor. Pero todavía no había visto la salchicha y eso la inquietó.

De pronto, la mamá de Miguel dijo:

-Lina, se nos ha olvidado la salchicha. ¡Corre enseguida a buscarla!

Lina salió corriendo. Todos estaban esperando con ansiedad, y la señora Petrell asentía:

-Sí la salchicha. Nos sabrá riquísima en medio de esta pesadumbre.

 

LINDGREN, Astrid (2010): Las aventuras de Miguel el travieso, Barcelona, Juventud, p. 55.

 

La cabeza en la sopera

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Aquel día, en Katthul tenían la sopa de carne para comer. Lina había echado la sopa en la sopera de flores y todos estaban sentados a la mesa tomándola, especialmente Miguel. Le gustaba la sopa, y se oía cuando él la tomaba.

-¿Por qué tienes que sorber así? –le preguntaba su mamá.

-Porque si no, no se sabe que es sopa –decía Miguel.

En realidad él decía así: “Si un, un se sabu que es sopu”. Pero ahora no nos interesa eso del dialecto de Samaland.

Todos comieron tanto como pudieron hasta que la sopera estuvo vacía. Solamente quedaba un sorbito en el fondo. Ese sorbito se le antojó a Miguel y la única manera de conseguirlo era meter toda la cabeza en la sopera y sorberlo. Eso hizo Miguel y oyeron muy claramente cómo sorbeteaba allí dentro. Pero después Miguel tenía que sacar la cabeza de nuevo y, fíjate, no podía. Se había quedado atascado. Entonces Miguel se asustó y se levantó de la mesa y allí estaba él con la sopera, como un casco, en la cabeza. Llegó al extremo de taparle los ojos y las orejas. Miguel tiraba del cacharro y gritaba. Lina estaba muy preocupada.

-Nuestra preciosa sopera –decía-. Nuestra preciosa sopera de flores. ¿Dónde pondremos ahora la sopa?

Mientras Miguel estuviera dentro de la sopera, no se podría echar la sopa en ella. Eso era lo que ella comprendía, aunque de ordinario no comprendía mucho.

 

LINDGREN, Astrid (2010): Las aventuras de Miguel el Travieso, Barcelona, Juventud, p. 13-14.

Dia normal al campament… o no?

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Dia normal al campament. Hem nedat, hem pres el sol, hem jugat al baló, hem trobat un crani i hem sopat espaguetis, com sempre. Víctor s`ha manifestat amb una pancarta davant del barracot que fa de cuina i ha exigit que li canviaren la dieta. “Com va escriure E.E. Cummings”, deia el rètol, “hi ha una merda que no em menjaré”. El cuiner, molt amoïnat per la crítica, li ha donat una tallada de vedella torrada i una puntada de peu al cul. “Tin, un filet de primera per al senyor E. E.”, li ha dit. Crec que els monitors haurien d`haver intervingut i expulsat el cuiner. No hi ha dret que ens tracten així: la carn estava cremada. Silvestre, sempre amatent amb els amics, ha agafat la vedella i l`ha tirat contra el terra.

-No hem pagat vint-i-cinc mil pessetes perquè ens donen un tros de carbó –ha cridat.

-Era el meu tros de carbó –li ha contestat Víctor-. Estic fart de tu, m`entens, mofeta?

I tot seguit ha pres la carn de terra i l` ha estampat contra els espaguettis de Silvestre. L`impacte ha esguitat de tomata tres companys del campament, un gèmini, un Àries i un Libra, els quals, juntament amb Silvestre, han introduït el cap de Víctor en el perol de la pasta i l`han deixat gitat, tan llarg com és, damunt la taula. Aleshores Lídia ha tirat el seu plat sobre la cara de Silvestre i una Taure agressiva amb ascendent Sagitari ha aprofitat la confusió per a llançar el bol de tomata al cuiner. A l`acte s`ha improvisat una disputa entre acampadors i monitors el resultat de la qual ha estat que tot el campament se n`ha anat al llit empastifat d`espaguetis i que els monitors, malgrat tot, han guanyat la baralla: demà haurem de fer una marxa de deu quilòmetres com a càstig.

 

ALAPONT, Pasqual (1996): Quin sidral de campament!, Barcelona, Cruïlla, Gran Angular, 79, pp. 54-55.

 

Més informació

M`agraden els supermercats!!!

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M`agraden els supermercats, com més grans millor. O sigui, que m`agraden els hípers, els mega, els mamuts, els supermonstres. És un rotllo quan hi vaig amb els pares, perquè no paren de ratllar-me que cal fer una dieta equilibrada i m`atabalen amb la teoria sobre la necessitat de menjar molta verdura i d`alternar peix, ous i carn d`una manera equilibrada i raonable. Resultat: que al final sortim sempre amb un carro avorridíssim, encara que, això sí, tan equilibrat que m`estranya que no hi hagi a la porta una representació d`algun organisme oficial per atorgar-nos la medalla d`or europea al consum responsable.

Si fos per mi, ho tindria sempre claríssim: ompliria el carro de iogurts de diferents gustos, cocacoles, corn flakes, donuts, galetes, gelats, pizzes congelades i patates fregides. I apa, a viure! Que hi falta carn? Molt bé: doncs posem-hi unes quantes hamburgueses envasades, d`aquestes que van en paquets de dues i amb un plàstic per sobre. O unes salsitxes de Frankfurt envasades al buit. Peix. Uns quants trossos de lluç arrebossat, d`aquest quadrat que ja ve congelat. No, si ja dic jo que la vida seria molt més fàcil si no manessin els grans.

Quan vaig al súper m`agrada passejar pels llargs corredors plens de prestatges amb llaunes de beguda a banda i banda. És un paisatge que em fa feliç. Quan estic deprimit i baix de forma, és una cosa que em renova. Si pogués, vindria al súper amb els patins de línia i lliscaria amunt i avall sabent que sóc en territori amic. Llaunes, iogurts, galetes, congelats, corn flakes… Aquest és el meu món! Fins i tot allò que no m`agrada llueix en un súper. Està tan ben posat als prestatges, tan ben il·luminat, amb el preu ben clar i sovint amb megaofertes temptadores. “Agafin`n tres i emporti-se`n quatre”. Gangues, autèntiques gangues, tot i que la mare sempre diu que són enganyifes i que no es pensa deixar enredar. Ho confesso: si fos per mi, viuria només del meravellós món de les ofertes. Et sents tan bé quan menges una cosa i saps que l`has pagat a la meitat del preu oficial.

M`agraden els súpers perquè tenen un aire net i asèptic, com el menjar d`avió, que a mi m`encanta i que el pare sempre diu que és un fàstic. Segur que ho fa per fer-se veure. O perquè és gratis. Li deu semblar que queda molt millor dir que és deliciós un menjar pel qual ha pagat 5.000 pessetes per barba. A ell, si no li posen litres d`alguna salsa amb nom en francès i un plat decorat com si fos un quadre no està content. Si a sobre hi afegeixes un vi francès ja és el deliri. Segur que té el mateix gust que un vi d`aquí, però allò de veure l`etiqueta en francès l`excita d`una manera especial.

Els súpers, per a mi, són infinitament millors que els mercats, on trobes els enciams i les pastanagues bruts i plens de terra com si els acabessin de collir de l`hort i on les venedores criden d`una manera escandalosa. Als súpers tos és diferent. Hi ha més llum, els empleats van uniformats i somriuen i hi ha una renglera de caixes registradores que fan una música segle XXI total. El meu cel, definitivament, s`assembla molt a un súper. M`hi quedaria a viure.

 pp. 97-99.

MORET, Xavier (1999): La vida és rara, Barcelona, Cruïlla, Gran Angular, 105,

De lo que le sucedió a una mujer llamada doña Fantástica

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El conde sabía que Patronio era un hombre sabio y que pronto buscaría un cuento con el que aconsejarle, así que le dejó contar…

-Hubo, señor, una mujer llamada doña Fantástica, más bien pobre que rica, que un día iba al mercado llevando una olla de miel.

 

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Yendo por el camino comenzó a pensar que en el mercado vendería esa olla de miel, y que con el dinero obtenido compraría una partida de huevos de la cual nacerían gallinas, y que cuando éstas hubieran crecido las llevaría al mercado y compraría ovejas, de las que al cabo del tiempo vendería la lana, la carne y los corderos, de modo que sería más rica que ninguna de sus vecinas.

Luego pensó que con aquella riqueza que obtendría casaría a sus hijos e hijas y les daría buenas dotes, y que iría por la calle rodeada de yernos y nueras, que pasearían con sus hijos de la mano, mientras oía a las gentes celebrar su buena suerte y elogiar su trabajo, con los cuales había podido prosperar desde la situación de pobreza en la que estaba.

Y se sintió tan feliz que rió de tanta alegría y, al reírse, se dio un golpe con la mano en la frente, con lo que la olla de miel cayó al suelo y se partió en pedazos. Cuando vio la olla rota comenzó a llorar y a lamentarse como si hubiera perdido a la vez miel, gallinas ovejas, corderos, dotes, yernos, nueras y nietos. Así que por celebrar anticipadamente lo que no había conseguido, no logró nada de lo que quería.

El conde volvió a sus cuentas y libros, pensando en un refrán que venía al caso de esa fábula:

                        En las cosas ciertas confiad

                        Y en las fantásticas evitad.

 

GÓMEZ, Ricardo (versión y adaptación) (2009): “De lo que sucedió a una mujer llamada doña Fantástica”, en El Conde Lucanor, de Don Juan Manuel, Zaragoza, Edelvives, pp. 60-62.

 

El Conde Lucanor, edición de Juan Vicedo. Biblioteca Cervantes

 

Imágenes de Javier Zabala

Dinar de casament de Felip II i Maria Tudor

Dirck Crabeth: «Felipe II y María Tudor ante la Eucaristía» (1557)

Dirck Crabeth: «Felipe II y María Tudor ante la Eucaristía» (1557)

 El rey, que vestía un terno de color claro, sombrero de plumas y manto de tisú de oro, esperó en el altar a doña María, vestida también de blanco y pedrería y tocada con cofia de encaje. En el altar, los novios hablaron afablemente entre sí, don Felipe le dirigía sonriente las pocas palabras que había aprendido en inglés. La comida, de muchas viandas y abundante cerveza, se amenizó con un baile que acercó a la nobleza inglesa y española; así conoció el conde de Feria a la que luego sería su esposa lady Juana Dormer. Los demás nos entregamos al jabalí asado y a la bebida. Luego el obispo de Winchester subió a bendecir el lecho nupcial, pidiendo al Señor la alegría de la fecundidad para la prosperidad de los reinos .

 

SANZ, Blanca (1999): Aquellas costas de Inglaterra, Barcelona, Emecé Editores,  p. 105.

 

 

 

 

 

 

Uns àpats ben singulars

Serp abans de ser rostida

Serp abans de ser rostida

¿Comer? Yo no. Ni hablar. A lo largo de mi vida había comido patas de cerdo, sangre de pato y estómago de vaca, pero no pensaba comerme ninguna serpiente. Ni hablar.

Sarah Dew trajo una cazuela llena de agua del barril de lluvia. Myra Jane echó unas verduras, unas patatas mustias y la serpiente troceada.

-Estofado –me dijo sonriendo.

-¿Qué más coméis por aquí? –le pregunté con la esperanza de que hubiera algo más que serpiente estofada y torta de cerdo.

-Sobre todo liebre, perrillos de las praderas, pez gato, gallina con salvia… cualquier cosa que Pa o los chicos encuentren por ahí. En primavera cultivamos algunas verduras y cosas antes de que llegue el calor y se seque todo y se fastidie. En otoño hay ciruelas y uvas silvestres, y cerezas. Y siempre tenemos judías.

¡Me iba a morir de hambre! ¿Cómo se podía vivir a base de serpientes y perrillos de las praderas? ¿Sin cerdo asado con pasas? ¿Sin col agria? ¿Sin torta de especias o limonada fresca o rollitos de col rellenos? Me gruñó el estómago y suspiré.

El señor Clench llegó cerca de la hora de la cena.

-Huele estupendamente –dijo-. Siempre puedo confiar en que mis chicas me preparen una cena digna de un rey.

Se relamió y me dirigió una gran sonrisa mientras se sentaba a la mesa sobre el barril de clavos. Sarah Dew le dio un cuenco de estofado y yo retiré una taza llena para la señora Clench. Los demás se colocaron alrededor de la cazuela y compartieron el estofado con una única cuchara. Las primeras veces que me llegó la cuchara no quise comer, pero, finalmente, me sentí tan hambrienta por el olor, los ramilletes de heno que había retorcido y las atenciones a la mamá, que tomé la cuchara y tragué una buena cantidad de estofado de serpiente. Estaba caliente y no sabía demasiado mal. No era como las kietbasa ni el cerdo asado pero era algo mejor que los viejos sándwiches secos de jalea. Hubo silencio en el refugio hasta que se terminó la última gota.

CUSHMAN, Karen (2004): Rodzina, Barcelona, EntreLIbros, pp. 120-121.

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