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Uns àpats ben singulars

Serp abans de ser rostida

Serp abans de ser rostida

¿Comer? Yo no. Ni hablar. A lo largo de mi vida había comido patas de cerdo, sangre de pato y estómago de vaca, pero no pensaba comerme ninguna serpiente. Ni hablar.

Sarah Dew trajo una cazuela llena de agua del barril de lluvia. Myra Jane echó unas verduras, unas patatas mustias y la serpiente troceada.

-Estofado –me dijo sonriendo.

-¿Qué más coméis por aquí? –le pregunté con la esperanza de que hubiera algo más que serpiente estofada y torta de cerdo.

-Sobre todo liebre, perrillos de las praderas, pez gato, gallina con salvia… cualquier cosa que Pa o los chicos encuentren por ahí. En primavera cultivamos algunas verduras y cosas antes de que llegue el calor y se seque todo y se fastidie. En otoño hay ciruelas y uvas silvestres, y cerezas. Y siempre tenemos judías.

¡Me iba a morir de hambre! ¿Cómo se podía vivir a base de serpientes y perrillos de las praderas? ¿Sin cerdo asado con pasas? ¿Sin col agria? ¿Sin torta de especias o limonada fresca o rollitos de col rellenos? Me gruñó el estómago y suspiré.

El señor Clench llegó cerca de la hora de la cena.

-Huele estupendamente –dijo-. Siempre puedo confiar en que mis chicas me preparen una cena digna de un rey.

Se relamió y me dirigió una gran sonrisa mientras se sentaba a la mesa sobre el barril de clavos. Sarah Dew le dio un cuenco de estofado y yo retiré una taza llena para la señora Clench. Los demás se colocaron alrededor de la cazuela y compartieron el estofado con una única cuchara. Las primeras veces que me llegó la cuchara no quise comer, pero, finalmente, me sentí tan hambrienta por el olor, los ramilletes de heno que había retorcido y las atenciones a la mamá, que tomé la cuchara y tragué una buena cantidad de estofado de serpiente. Estaba caliente y no sabía demasiado mal. No era como las kietbasa ni el cerdo asado pero era algo mejor que los viejos sándwiches secos de jalea. Hubo silencio en el refugio hasta que se terminó la última gota.

CUSHMAN, Karen (2004): Rodzina, Barcelona, EntreLIbros, pp. 120-121.

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El tren dels orfes

rodzina

Cuando el tren se detuvo a la hora de la cena, los pasajeros de otros vagones, lo bastante afortunados como para llevar dinero en el bolsillo, bajaron a cenar. La cantina resplandecía con sus alegres luces en medio de una oscuridad cada vez más profunda. Los olores de carne frita y de tortas horneadas se escaparon de la cocina y vinieron directos al vagón de los huérfanos. Nosotros, los huérfanos, nos amontonamos en los asientos que daban al comedor, pegamos las narices a los cristales y aspiramos.

-Si estuviera allí –dijo Spud desde el banco que estaba frente al mío-, tomaría lucio hervido con salsa de rábanos picantes y zopa de zanahorias.

-Y rosbif para mí –dijo Sammy, saltando sobre su asiento.

-No, salchichas de cerdo –dijo Joe.

-Y pan blanco con mantequilla –añadió Chester-, y pollo asado.

-Y torta –me susurró Lacey-, mucha torta.

El señor Szprot llegó en ese momento con nuestra cena. Sándwiches de jalea, por supuesto, y patatas frías que sacaba de esas grandes cestas que parecían no tener fin.

Mickey Dooley miró su sándwich y comentó:

-Si tuviéramos jamón, podríamos comer jamón y huevos…

-¡Cierra esa bocaza irlandesa, Dooley! –chilló uno de los chicos mayores.

-… si tuviéramos huevos –completó Mickey riéndose.

-¡A callar, bribones! –ordenó el señor Szprot-. La señora doctora y yo tenemos que bajar un momento del tren. Los pequeños están dormidos y los mayores van a salir también. ¡Tú, polaca, vigila a estos de aquí, que se estén quietos y que no bajen del tren!

Sospeché que la doctora y el señor Szprot iban a la cantina para tomar filetes y cerveza.

-Parece que ellos no se conforman con sándwiches de jalea –dije en cuanto se fueron.

-Apuesto que comen ternera asada y col –dijo Spud.

-Y torta de chocolate –añadió Chester.

-¡Y helado! –remató Joe dando saltos.

 p. 48-49.

 

CUSHMAN, Karen (2004): Rodzina, Barcelona, EntreLIbros, p

 

Tinc moltíssima fam

patatas-asadas

Estaban comiendo patatas cuando los conocí. Acababa de enterrar a mamá y de dejar nuestra casa en Honore Street y no tenía donde ir. Caminando por un frío y ventoso Chicago, vestida con un chaquetón demasiado pequeño y calzada con unas botas demasiado grandes, vi una hoguera en el portal de una iglesia de Michigan Avenue, una hoguera rodeada por un montón de niños, grandes, pequeños e intermedios, pero todos sucios, necesitados y hambrientos. Había un chico que llevaba hojas de periódico envueltas sobre los pies en lugar de zapatos y que se parecía un poco a mi hermano Toddy.

-¿Te importaría decirme? –le pregunté- dónde puedo conseguir algo de comer? Tengo muchísima hambre.

Algunos de los chicos me hicieron burla, pero el que se parecía a Toddy dijo:

-¡Ven! ¡Siéntate a la mesa!

Me puse en cuclillas a su lado y él sacó una patata de las brasas.

-¡Eh! –dijo un chico que después resultó ser Sammy- ¡Fíjate en ésa! No tiene pinta de estar muriéndose de hambre, y yo podría aprovechar esa patata mucho mejor.

-De eso nada, es mía –dijo otro. Después supe que se llamaba Joe; intentó agarrarla-. Trae aquí, nariz de patata.

-¡Ya está bien, so golfos! –exclamó el que se parecía a Toddy poniendo la patata en mis manos. Olía tan bien y estaba tan calentita que no sabía si comérmela o seguir sosteniéndola. Al final hice un poco de cada cosa.

Ojalá hubiera tenido entonces una patata, calentita y crujiente, recién sacada de la lumbre. O una taza de sopa con pollo…

 pp. 16-17

CUSHMAN, Karen (2004): Rodzina, Barcelona, EntreLIbros,

Huevos fritos con panceta

huevos-fritos-con-bacon

Pocas veces vi caras tan desilusionadas como esas cuatro. Me hubiera sentido mejor pegándole a una viejita. Al fin y al cabo, nos habían dado su casa, la habitación de sus hijos, su computadora, sus bicicletas, Jo cocinaba todos los días riquísimos huevos fritos con panceta para el desayuno, pollos magníficos al horno al mediodía y siempre había algún bizcochuelo o galletas recién horneadas al regresar a la tarde. Trevor padre nos acercaba con el auto a donde quisiéramos ir como si fuera nuestro padre. Mejor que cada uno de nuestros tres padres. Y nosotros éramos tan ingratos, tan malas personas que no íbamos a ir a la iglesia con ellos. 

 

Olguín, Sergio S.: Vivir en Springfield, Madrid, Siruela, 2008. (Las Tres Edades, 164), pág. 42.

 

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Un bife texà

bife

El restaurante era de mejor nivel que los que solíamos ir en esos días. Formaba parte de un complejo que incluía hotel, estación de servicio y un pequeño shopping para los que visitaban el lugar. La mayoría de los que andaban por ahí parecían escapados de una película de vaqueros. Usaban sombreros como Clint Eastwood y caminaban cansinamente, tal vez por causa del sol que a esa hora pegaba fuerte. Como ratones de dibujitos animados que no quieren despertar al gato, cruzamos rápido y en puntas de pie la ruta 40 y nos metimos en el restaurante.

El atractivo de The Big Texan era su bife de 72 onzas, un poco más de dos kilos de pura carne vacuna texana. Si uno era capaz de comerse tamaño bife en menos de una hora, la consumición era gratuita.

-Yo me lo como en veinte minutos –dijo Ezequiel, a quien yo había visto devorar con una dedicación asombrosa los asados que hacía su tío.

Como el hombre de la recepción pensó que dudábamos, nos ofreció una ganga: si uno de nosotros se comía ese bife, todo lo que se consumiera en la mesa iría sin cargo. Era lo que necesitábamos escuchar para tomar asiento en esa parrilla a la texana. Tenía un salón enorme y fresco con mesas en reservados, muchos mozos y demasiados turistas. Definitivamente, estábamos fuera de lugar con nuestro aspecto de tipos sucios, rotosos y cansados de recorrer mil y pico kilómetros en menos de dos días. Al menos, al cabo Polonio no se lo veía en ninguna de las mesas.

Cuando Ezequiel pidió el bife de 72 onzas fue anunciado por micrófono y la gente aplaudió. Lo único que nos faltaba: convertirnos en número vivo. Una moza nos contó que desde 1960 más de treinta mil personas lo habían intentado. Sólo unas seis mil habían logrado la hazaña. Nos aconsejaba comer lentamente, ya que había una hora de tiempo para consumirlo.

OLGUÍN, Sergio S.: Vivir en Springfield, Madrid, Siruela, 2008. (Las Tres Edades, 164), pp. 159-164.

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