Pocas veces vi caras tan desilusionadas como esas cuatro. Me hubiera sentido mejor pegándole a una viejita. Al fin y al cabo, nos habían dado su casa, la habitación de sus hijos, su computadora, sus bicicletas, Jo cocinaba todos los días riquísimos huevos fritos con panceta para el desayuno, pollos magníficos al horno al mediodía y siempre había algún bizcochuelo o galletas recién horneadas al regresar a la tarde. Trevor padre nos acercaba con el auto a donde quisiéramos ir como si fuera nuestro padre. Mejor que cada uno de nuestros tres padres. Y nosotros éramos tan ingratos, tan malas personas que no íbamos a ir a la iglesia con ellos.
Olguín, Sergio S.: Vivir en Springfield, Madrid, Siruela, 2008. (Las Tres Edades, 164), pág. 42.