Piero les avisó enseguida de que el almuerzo estaba preparado. Era muy frugal, compuesto de pan, queso, aceitunas y una sopa no demasiado sabrosa en la que se habían hervido juntos diversos vegetales. El único cubierto con que contaban era un cucharón de madera para servir la sopa en los cuencos en que habían de beberla y un cuchillo de aspecto imponente para cortar el pan y el queso. Leonardo les informó de que no tomaban vino a mediodía para poder trabajar mejor por la tarde y les ofreció a cambio un vaso de leche.
-No es buena cosa hartarse de comida y perder así la lucidez del pensamiento –les dijo, mientras almorzaban-. Hay que estar preparado para el esfuerzo, porque Dios vende todas las cosas valiosas al precio de la fatiga que cuesta conseguirlas. Las personas que sólo se dedican a hartarse en la mesa no son luego capaces de producir más que estiércol. ¡Estiércol! Eso es lo único útil que fabrica mucha gente: sólo dejan tras de sí retretes llenos, nada más. No comprenden que no hay cosa mortal que dure, pero en cambio el arte sí.
Savater, Fernando: El gran laberinto, Ariel, Barcelona, 2005, p. 147.