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Ajo arriero

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Se sentaron a la mesa y, por fin, Raúl comió el tan deseado ajo arriero.

-Abuela, no es un plato que sea sofisticado, ya lo sé, pero me muero por el ajo arriero…

-Pues como no vengas más a menudo te quedas sin él… ¿Sabéis? El año pasado Blas, mi Blas, vuestro tío, vino unos días al pueblo y se trajo a un superior, pero más campechano que un ocho. No paraba hablar maravillas de todo. Les hice también ajo arriero… y yo creo que no he visto nunca a nadie disfrutar tanto con un plato de pobres, aunque ahora el bacalao está por las nubes…

-¡Vaya con el superior! –Raúl siguió la broma- ¡Menos mal que estoy aquí! ¡No me vaya a quedar sin mi ración!

-¿Cómo se prepara, abuela? –preguntó Luisa.

-Me enseñó mi madre, que también se llamaba Luisa como tú, era más refinada que yo, pero sabía cocinar, ya lo creo… Ya os lo he dicho antes. Cuando tuvieron que dejar las casa de la capital se vinieron conmigo. Mi padre lo pasó peor, pero la abuela Luisa se adaptó estupendamente y me ayudó mucho con los chicos, sobre todo con Andrés, que era un demonio… Ay qué ver, mi madre, que era una señora, acabó comadreando con las vecinas del pueblo como una más y mi padre que presumía de campechano se dejó vencer en un rincón… porque se le había caído el mundo encima.

-¿Y cómo se hace el ajo arriero, abuela?

A. Sáiz, preparant ajo-arriero

A. Sáiz, preparant ajo-arriero

-Ahora os lo digo, pero sin paciencia nada de nada. No es como ahora que zas vas y compras cuatro avíos congelados de esos y a comer. Nada nada. Se cogen unas patatas, se hierven y se pelan. Se añaden dos huevos duros, uno o dos crudos, unos ajos bien machacados, bacalao desalado y desmigado… Lo ligáis todo, un poco de sal y a darle vueltas con aceite de oliva. Cuando quedé así como lo veis, pues se puede comer. Era el plato de Semana Santa y yo lo preparaba con frecuencia. Ahora hacía tiempo, pero a ti, Raúl te gustaba mucho de pequeño… y mira que es un plato poco sofisticado, pero te lo comías con unas ganas… Os haré otro día el gazpacho que al abuelo le gusta mucho y, cuando venga vuestro padre, el morteruelo, para que se chupe los dedos, a ver si mejora.

-¡Es que Raúl es un tragón! –soltó Marta.

-¡Tragona tú!, que estás todo el día con las chuches y venga pedir a mamá…

-Bueno, pero tú me las quitas.

-Os haré otro día el gazpacho –intervino conciliadora la abuela- que al abuelo le gusta mucho y, cuando venga vuestro padre, el morteruelo, para que se chupe los dedos, a ver si mejora.

-Sí, abuela, y esas rosquillas…

-¡Y luego dice que el tragón soy yo! –siguió porfiando Raúl, aunque más por hacer rabiar a su hermana que por otra cosa.

-¡Abuela!, ¡di qué pare!

 

           

SÁIZ RIPOLL, Anabel (2008): Como un girasol, Cuenca, Diputación Provincial, pp. 95-107

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En la sobremesa de María (receptes i més)          

         

 

 

 

 

Suquet de peix

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El comedor estaba absolutamente perfumado por el aroma de, de…

Suquet de Peix –dijo orgulloso don Ramón descubriendo una enorme perola de aluminio llena de un líquido blancuzco en el que flotaban trozos de patata y lo que parecía pescado.

-¿Y eso qué es? –pregunté.

-La cumbre de la comida marinera en el golfo de León –afirmó Boris tomando asiento.

-Un plato de pescadores. Pescado blanco y de roca a poder ser, cocido al dente en una picada de sus hígados, almendras, ajo y perejil y patatas viejas ahogadas –susurró casi místico don Ramón.

-¿Y me gustará? –cuestioné arrugando la nariz, pues aquello de los hígados aplastados con ajo y perejil me había cortado un poco al apetito.

-Llorarás de emoción –dijo Boris acercando su plato a la perola para que le sirvieran.

Exageraba un poco. No lloré de emoción, pero repetí tres veces.

-Qué, ¿te ha gustado? –me interrogó el patrón sirviéndose por cuarto vez.

-Mucho. No sabía que al pescado se le podía sacar tan buen sabor –reconocí.

-Es que los de tierra adentro trabajáis bien la carne, pero lo que es el pescado… ¿A ver, cuántas variedades de cefalópodos crees que hay? –me interrogó el patrón.

-Pues… El pulpo, el calamar y la sepia. Tres –afirmé orgulloso de mi cultura.

Boris se echó a reír.

-Mira, hijo –me dijo el patrón rodeándome la espalda con uno de esos brazos que parecía una pierna -, solo de consumo común en España, la clase cefalópoda, orden dibranquia, suborden decápoda, tiene cuatro familias: logínidos, en la que están el calamar común, el calamar gigante y el calamarín; ommastrephidos, con las pota y el volador; sepiólidos, que incluye al globito, al choco, la jibia, el castaño y el chopito; y en orden octópoda, el pulpo común, el pulpo almizclado y el pulpo blanco. Trece variedades, Federico, trece.

-Vale –admití-, pero tierra adentro ya nos llegan limpios, cortados, congelados y muchas veces precocinados.

-Eso es lo terrible de estos tiempos de prisas: se ha perdido el placer de preparar la comida –se quejó el patrón-. Te voy a explicar la receta para que algún día la puedas cocinar- añadió, y a continuación me la detalló con pelos y señales y salivando de solo pensar en ella, el muy bruto, que acababa de devorar cuatro platos.

 

ROMEU, Carles: Llamadme Federico. Madrid, SM, 2000, pp. 35-35

 

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Un dinar especial…

Comida con los Faraday

Escalopes rellenos

Escalopes rellenos

 

 

 

Domingo, 4 de julio, comida con los Faraday. Mamá lo había apuntado en un post-it que había pegado en la nevera, junto a los imanes y la nota de la compra. Para Selene era una amenaza insoslayable.

Y por fin había llegado.

Las dominicales comidas con los Faraday representaban una de esas raras ocasiones en que las tres generaciones conspiraban, deponiendo sus respectivos egos, en la cocina. Dos o tres horas de laboreo culinario en que hija, madre y abuela se repartían menesteres y compaginaban gustos y aderezos.

Eso, en teoría. A la postre siempre venía mamá. Ella gobernaba el timón, Esta vez había escogido un menú que a la abuela no se le antojaba muy apropiado para aquellas fechas calurosas. De primero, pochas con carabineros. De segundo, escalopes rellenos. De postre, crema de Idiazábal.

-Las pochas no casan con estos calores –refunfuñó la abuela-. Haríamos mejor preparando un gazpacho manchego como Dios manda.

-¡Oh, cállate, mamá, por favor!

Selene debía hacer acopio de valor para soportar aquellas sesiones. Eran terroríficas por muchos motivos. La fatiga no era ni mucho menos el peor de ellos. Lo realmente insufrible era la tensión, que se apoderaba de la cocina, a los quince minutos, como estratos de tupidas telarañas, volviéndolo pegajoso, asfixiante.

-¿Hemos comprado el vino, mamá? Ah, no, qué tonta soy. El señor Faraday se encarga de eso. Hija, ¿has pelado los carabineros? Reserva los cuerpos. Mamá, pica una cebolla, un puerro y un diente de ajo. Hay que rehogarlo en aceite. Eso. Así. ¡Cuidado, mamá! ¡Sólo diez minutos! ¡Baja ese fuego! ¿Ya están las cabezas de los carabineros, Sele? Bien. Échalos a la cazuela. ¡Mamá, eso más que rehogado está achicharrado!

Claudín, Fernando: A cielo abierto, Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 91-93.

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