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Suquet de peix

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El comedor estaba absolutamente perfumado por el aroma de, de…

Suquet de Peix –dijo orgulloso don Ramón descubriendo una enorme perola de aluminio llena de un líquido blancuzco en el que flotaban trozos de patata y lo que parecía pescado.

-¿Y eso qué es? –pregunté.

-La cumbre de la comida marinera en el golfo de León –afirmó Boris tomando asiento.

-Un plato de pescadores. Pescado blanco y de roca a poder ser, cocido al dente en una picada de sus hígados, almendras, ajo y perejil y patatas viejas ahogadas –susurró casi místico don Ramón.

-¿Y me gustará? –cuestioné arrugando la nariz, pues aquello de los hígados aplastados con ajo y perejil me había cortado un poco al apetito.

-Llorarás de emoción –dijo Boris acercando su plato a la perola para que le sirvieran.

Exageraba un poco. No lloré de emoción, pero repetí tres veces.

-Qué, ¿te ha gustado? –me interrogó el patrón sirviéndose por cuarto vez.

-Mucho. No sabía que al pescado se le podía sacar tan buen sabor –reconocí.

-Es que los de tierra adentro trabajáis bien la carne, pero lo que es el pescado… ¿A ver, cuántas variedades de cefalópodos crees que hay? –me interrogó el patrón.

-Pues… El pulpo, el calamar y la sepia. Tres –afirmé orgulloso de mi cultura.

Boris se echó a reír.

-Mira, hijo –me dijo el patrón rodeándome la espalda con uno de esos brazos que parecía una pierna -, solo de consumo común en España, la clase cefalópoda, orden dibranquia, suborden decápoda, tiene cuatro familias: logínidos, en la que están el calamar común, el calamar gigante y el calamarín; ommastrephidos, con las pota y el volador; sepiólidos, que incluye al globito, al choco, la jibia, el castaño y el chopito; y en orden octópoda, el pulpo común, el pulpo almizclado y el pulpo blanco. Trece variedades, Federico, trece.

-Vale –admití-, pero tierra adentro ya nos llegan limpios, cortados, congelados y muchas veces precocinados.

-Eso es lo terrible de estos tiempos de prisas: se ha perdido el placer de preparar la comida –se quejó el patrón-. Te voy a explicar la receta para que algún día la puedas cocinar- añadió, y a continuación me la detalló con pelos y señales y salivando de solo pensar en ella, el muy bruto, que acababa de devorar cuatro platos.

 

ROMEU, Carles: Llamadme Federico. Madrid, SM, 2000, pp. 35-35

 

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Un dinar especial…

Comida con los Faraday

Escalopes rellenos

Escalopes rellenos

 

 

 

Domingo, 4 de julio, comida con los Faraday. Mamá lo había apuntado en un post-it que había pegado en la nevera, junto a los imanes y la nota de la compra. Para Selene era una amenaza insoslayable.

Y por fin había llegado.

Las dominicales comidas con los Faraday representaban una de esas raras ocasiones en que las tres generaciones conspiraban, deponiendo sus respectivos egos, en la cocina. Dos o tres horas de laboreo culinario en que hija, madre y abuela se repartían menesteres y compaginaban gustos y aderezos.

Eso, en teoría. A la postre siempre venía mamá. Ella gobernaba el timón, Esta vez había escogido un menú que a la abuela no se le antojaba muy apropiado para aquellas fechas calurosas. De primero, pochas con carabineros. De segundo, escalopes rellenos. De postre, crema de Idiazábal.

-Las pochas no casan con estos calores –refunfuñó la abuela-. Haríamos mejor preparando un gazpacho manchego como Dios manda.

-¡Oh, cállate, mamá, por favor!

Selene debía hacer acopio de valor para soportar aquellas sesiones. Eran terroríficas por muchos motivos. La fatiga no era ni mucho menos el peor de ellos. Lo realmente insufrible era la tensión, que se apoderaba de la cocina, a los quince minutos, como estratos de tupidas telarañas, volviéndolo pegajoso, asfixiante.

-¿Hemos comprado el vino, mamá? Ah, no, qué tonta soy. El señor Faraday se encarga de eso. Hija, ¿has pelado los carabineros? Reserva los cuerpos. Mamá, pica una cebolla, un puerro y un diente de ajo. Hay que rehogarlo en aceite. Eso. Así. ¡Cuidado, mamá! ¡Sólo diez minutos! ¡Baja ese fuego! ¿Ya están las cabezas de los carabineros, Sele? Bien. Échalos a la cazuela. ¡Mamá, eso más que rehogado está achicharrado!

Claudín, Fernando: A cielo abierto, Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 91-93.

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