Tag Archives: Carns

La carn de l`Uruguai

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“-En Uruguay tenemos cosas buenas y malas, pero indudablemente la carne pertenece al grupo de las cosas buenas –dijo Hilda con gran orgullo.

-Debe ser por los pastos –comentó Lenka.

-Es una de las razones. La carne es una de nuestras identidades nacionales y de reconocido prestigio en todo el mundo. Desgraciadamente en muchos países se mezcla la carne con componentes químicos para que aguanten más tiempo o se alimenta a los animales con tratamientos poco naturales. Así que…a comer toda la carne y tú Lenka ven a oler este intenso olor de las verduras a la brasa. Están sabrosísimas.

Cuando acabaron de comer se tendieron sobre la hierba y bajo un viento ligero y fresco siguieron hablando.”

 

BAELL, Gustavo (2001): La niña colombiana. Buenos Aires: Laertes, pág. 107.

Sopa de badoc

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Va començar amb una riallada irònica.

-Que has menjat sopa de badoc o què, per dinar?

-Buff –va rondinar-. No, carn indonèsia, però no estava gens malament… pfff… i dos plàtans…

-Avui jo tampoc he menjat res d`assenyat i ara tinc una gana que em cargolo, no podríem fer alguna cosa?

-Oh i tant –va dir recuperant de nou la parla-. Beguda i entrepans segur que en trobem. I per cert, que jo sóc un especialista preparant tes.

-Ah, però jo faig els millors entrepans de Suècia –va dir contenta.

-I nosaltres tenim la millor melmelada d`Escadinàvia a la nevera.

-I jo vaig batre el rècord mundial de decoració de tovallons: els cigne, el sé fer amb els ulls clucs!

-Si tu fas els entrepans i doblegues els tovallons, jo faré te i obriré el pot de melmelada. Apa vine…

Van córrer cap a la cuina.

Una hora després seien l`un davant de l`altra a la taula de la cuina.

-Mmmm, ara ho entenc, que guanyessis el premi suec de preparar entrepans. Molts bons. Mmm –va fer mentre s`eixugava unes molles de la boca-. Però pel que fa al cigne, no m`acaba de fer el pes. Sembla més aviat un… un… sí, un tovalló arrugat!

-Aquests tovallons no van bé –va respondre amb la boca plena de melmelada-. I el color tampoc. No puc fer cignes vermells!

  

NILSSON, Per: Si truca l`Anna. Barcelona, Columna, 2001, Columna Jove, 160, pp. 86-87

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Un dinar especial…

Comida con los Faraday

Escalopes rellenos

Escalopes rellenos

 

 

 

Domingo, 4 de julio, comida con los Faraday. Mamá lo había apuntado en un post-it que había pegado en la nevera, junto a los imanes y la nota de la compra. Para Selene era una amenaza insoslayable.

Y por fin había llegado.

Las dominicales comidas con los Faraday representaban una de esas raras ocasiones en que las tres generaciones conspiraban, deponiendo sus respectivos egos, en la cocina. Dos o tres horas de laboreo culinario en que hija, madre y abuela se repartían menesteres y compaginaban gustos y aderezos.

Eso, en teoría. A la postre siempre venía mamá. Ella gobernaba el timón, Esta vez había escogido un menú que a la abuela no se le antojaba muy apropiado para aquellas fechas calurosas. De primero, pochas con carabineros. De segundo, escalopes rellenos. De postre, crema de Idiazábal.

-Las pochas no casan con estos calores –refunfuñó la abuela-. Haríamos mejor preparando un gazpacho manchego como Dios manda.

-¡Oh, cállate, mamá, por favor!

Selene debía hacer acopio de valor para soportar aquellas sesiones. Eran terroríficas por muchos motivos. La fatiga no era ni mucho menos el peor de ellos. Lo realmente insufrible era la tensión, que se apoderaba de la cocina, a los quince minutos, como estratos de tupidas telarañas, volviéndolo pegajoso, asfixiante.

-¿Hemos comprado el vino, mamá? Ah, no, qué tonta soy. El señor Faraday se encarga de eso. Hija, ¿has pelado los carabineros? Reserva los cuerpos. Mamá, pica una cebolla, un puerro y un diente de ajo. Hay que rehogarlo en aceite. Eso. Así. ¡Cuidado, mamá! ¡Sólo diez minutos! ¡Baja ese fuego! ¿Ya están las cabezas de los carabineros, Sele? Bien. Échalos a la cazuela. ¡Mamá, eso más que rehogado está achicharrado!

Claudín, Fernando: A cielo abierto, Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 91-93.

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Un bife texà

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El restaurante era de mejor nivel que los que solíamos ir en esos días. Formaba parte de un complejo que incluía hotel, estación de servicio y un pequeño shopping para los que visitaban el lugar. La mayoría de los que andaban por ahí parecían escapados de una película de vaqueros. Usaban sombreros como Clint Eastwood y caminaban cansinamente, tal vez por causa del sol que a esa hora pegaba fuerte. Como ratones de dibujitos animados que no quieren despertar al gato, cruzamos rápido y en puntas de pie la ruta 40 y nos metimos en el restaurante.

El atractivo de The Big Texan era su bife de 72 onzas, un poco más de dos kilos de pura carne vacuna texana. Si uno era capaz de comerse tamaño bife en menos de una hora, la consumición era gratuita.

-Yo me lo como en veinte minutos –dijo Ezequiel, a quien yo había visto devorar con una dedicación asombrosa los asados que hacía su tío.

Como el hombre de la recepción pensó que dudábamos, nos ofreció una ganga: si uno de nosotros se comía ese bife, todo lo que se consumiera en la mesa iría sin cargo. Era lo que necesitábamos escuchar para tomar asiento en esa parrilla a la texana. Tenía un salón enorme y fresco con mesas en reservados, muchos mozos y demasiados turistas. Definitivamente, estábamos fuera de lugar con nuestro aspecto de tipos sucios, rotosos y cansados de recorrer mil y pico kilómetros en menos de dos días. Al menos, al cabo Polonio no se lo veía en ninguna de las mesas.

Cuando Ezequiel pidió el bife de 72 onzas fue anunciado por micrófono y la gente aplaudió. Lo único que nos faltaba: convertirnos en número vivo. Una moza nos contó que desde 1960 más de treinta mil personas lo habían intentado. Sólo unas seis mil habían logrado la hazaña. Nos aconsejaba comer lentamente, ya que había una hora de tiempo para consumirlo.

OLGUÍN, Sergio S.: Vivir en Springfield, Madrid, Siruela, 2008. (Las Tres Edades, 164), pp. 159-164.

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L’alimentació masai (Kènia)

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¡Socorro! –gritó Susana, despertándolos a todos.

Nadie tuvo que preguntar qué pasaba, pues era evidente lo que la había aterrorizado. Estaban rodeados de numerosos indígenas que los observaban con una mezcla de curiosidad y recelo.

Beatriz vio que estaban vestidos como Kamba, el joven que las había salvado del león. Las mujeres tenían el pelo rapado al cero, y sus brazos estaban cubiertos con filas de anillas de cobre. Los hombres llevaban collares de cuentas de colores y voluminosos pendientes, y estaban armados con escudos, lanzas, sables y cuchillos. Un rebaño de bueyes, vacas y ovejas acompañaba a la tribu.

Los indígenas traían consigo numerosos barriles que contenían leche.

-Masai –dijo Boranto-. Tribu más tem-mida en Kenia. Fue-ertes, muy fue-ertes.

El masai más anciano, un indígena de piel acartonada por el sol y surcada de arrugas, se destacó del grupo, se golpeó el pecho con la empuñadura de cuero de la lanza y dijo, con voz tonante:

Olaiguenani.

-¿Qué ha dicho? –preguntó don José.

-Él jefe, líd-der, daktari –dijo Boranto.

-Dile que necesitamos ayuda –lo conminó don José.

-¡Pero mí no hab-blar masai, daktari!

-Quizá él hable suajili. Anda, díselo.

 

Claudín, Fernando: El embrujo de Chalbi, Madrid, Anaya, 2004, (Espacio Abierto, 109), pp. 41-44.

Per llegir tot el text

 

 

 

 

 

Dia de Mercat del S. XV (Toledo)

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En el zoco y en las callejuelas estrechas y enmarañadas de alrededor, los puestos exhibían sus mercaderías. En un mismo espacio se mezclaban los ricos trajes con los niños descalzos, los mendigos con los soldados, los lujos y el oro con los perros sarnosos. Rebosaba el aire de una mezcla de olores a especias traídas de Oriente, a perfumes caros como el almizcle y la mirra, pero también a sudor acre, a excrementos animales y humanos. Olía a comidas y frituras rancias, a verduras podridas y carne muerta. Pero a las dos mujeres, lejos de parecerles desagradable, les gustaba aquella algarabía; era el mercado, el zoco, el bazar, que convocaba a gentes de cualquier condición y estado. Por todas partes surgían rostros morenos, blancos brazos, cabellos rubios o rojizos y ensortijados, manos viejas, manos jóvenes; rostros de gesto altivo o dulce, caras de viejas dueñas, bocas desdentadas, pieles maquilladas por los polvos de arroz. Se elevaban juntas las voces de los mercaderes, el regateo de los compradores, los gritos de unos, los susurros lisonjeros de otros, bramidos, ladridos, llamadas y cantos… mezclados en una melodía festiva que se filtraba entre el río de gentes, animando a la compra, adulando, regateando, seduciendo…

Para leer el texto completo, CLICA AQUÍ.

Álvarez, Luz (2008): Alba de Montnegre. Madrid. Bruño, pp. 40 i ss.

Documental sobre un mercat català realitzat per l’ESCAC

Els Manel toquen en directe Gent normal, una versió de Common People ( Pulp) a un mercat de Barcelona:
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L’aventura a Mongòlia

Mongòlia

Gengis sacudió la cabeza en señal de conformidad. Su amo lo desensilló, le secó el cuerpo y resolvió ir de caza. La cecina que llevaba en el hatillo podría proporcionarle alimento más adelante, pero ahora lo mejor era ir en busca de una pieza que le calmara el hambre. Bebió un sorbo del pellejo de cabra lleno de sabrosa leche de yegua y preparó el arco y las flechas.
Se puso un gorro negro en la cabeza para protegerse del ardiente sol de la estepa y se concentró en la cacería. Con el sigilo de un experto cazador, se arrastró entre las matas bajas de la llanura y con el arco listo y el ojo fijo en la punta de la flecha, se dispuso a esperar. El silencio era total, el sol caía a plomo sobre la meseta de Mongolia. El cielo, el más límpido y claro cielo del mundo, deslumbró los ojos diminutos y brillantes de Ochir. La espera podía ser eterna, pero los mongoles nunca tienen prisa. El tiempo les pertenece y ni siquiera la profunda soledad que sienten inmersos en las vastas llanuras es capaz de quebrantar su férreo espíritu. A lo lejos, Gengis pacía junto a una diminuta charca que una lluvia reciente, de las siempre escasas en su país, había originado.

Gengis sacudió la cabeza en señal de conformidad. Su amo lo desensilló, le secó el cuerpo y resolvió ir de caza. La cecina que llevaba en el hatillo podría proporcionarle alimento más adelante, pero ahora lo mejor era ir en busca de una pieza que le calmara el hambre. Bebió un sorbo del pellejo de cabra lleno de sabrosa leche de yegua y preparó el arco y las flechas.
Se puso un gorro negro en la cabeza para protegerse del ardiente sol de la estepa y se concentró en la cacería. Con el sigilo de un experto cazador, se arrastró entre las matas bajas de la llanura y con el arco listo y el ojo fijo en la punta de la flecha, se dispuso a esperar. El silencio era total, el sol caía a plomo sobre la meseta de Mongolia. El cielo, el más límpido y claro cielo del mundo, deslumbró los ojos diminutos y brillantes de Ochir. La espera podía ser eterna, pero los mongoles nunca tienen prisa. El tiempo les pertenece y ni siquiera la profunda soledad que sienten inmersos en las vastas llanuras es capaz de quebrantar su férreo espíritu. A lo lejos, Gengis pacía junto a una diminuta charca que una lluvia reciente, de las siempre escasas en su país, había originado.

Martínez, Oya (1997) : Ochir, León: Everest, pp. 14-18.

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 Para leer más: Ochir

Fotos: Hendriksen,  Hans (2009) .  Mongolia, Mongolië, Mongolei Travel Photography of Naadam Festival.58

PnP! (2006) .  080706-150715-Khongoryn Els-Gobi Desert-Mongolia