Ja em ve al cap una altra vegada l`ocellot negre, tinc com una angoixa a dins, un pes, però sé esborrar els pensaments dolents. La Teresa era tossuda en això que havia de posar-me al cap postaletes, paisatges bonics, pensar en el que més m`agradava. I jo veia l`àvia i la mare ballant, i ja oloro la terra molla, busco el moo`, un bolet molt gustós que sembla carn, i tinc traça a trobar-lo, i n`omplo el cistell per vendre`n a mercat; penso en quan ens trobàvem tots i explicàvem llegendes i menjàvem coques de panís; veig quan vaig trobar aquell ou de quetzal, que ni sabia de quin ocell era i amb les gallinetes e vaig posar; veig els color de la selva, del mercat d`Alto Tajuná, i veig la María Bendita i el pare, i ja ho veig tot…
BOGUNYÀ, M. Àngels: Les veus protectores.Barcelona. Baula. 2004, (La llum del far, 43), pàg. 13.
Durante el viaje de regreso, que hicimos juntos en su automóvil, yo conduciendo, me narró que su padre había sido entusiasta de la antigüedad romana y etrusca y que había muerto recientemente. Le pregunté por el sitio en que tenía en custodia a la Sibila o lo que pensaba que era la Sibila y me dijo que hacía varios años que se encontraba en una urna etrusca, en la biblioteca de su padre.
-¿La alimentan? –le pregunté.
Movió afirmativamente la cabeza.
-Si a eso puede llamarse alimento, unas gotas de agua con miel, como a los colibríes –dijo de manera un tanto reticente.
GARCÍA ESPERÓN, María: Sibila. México. Las Cuevas del Viento, 2007, pp. 72 y 73.
María Concepción, decía –de aquí en adelante, Conchita-, revolvía con la cuchara el plato hondo de talavera donde le habían servido la sopa.
¡Y qué sopa! Muy aguada, en la que entre zanahorias y jitomates deshilachados nadaban seres de apariencia sospechosa, ni pescados ni camarones, sino mezcla de ambos.
-Son acociles, niña –dijo Ceferina, su nana, a la que, como ustedes, ella también acababa de conocer.
(…)
Mientras revolvía la dichosa sopa de acociles con su cuchara, pensaba que se había vuelto loca porque en el centro del plato, donde había una preciosa flor amarilla, acostada de espaldas con los ojos cerrados y la cabellera desperdigada en forma también de flor… estaba una sirena.
GARCÍA ESPERÓN, María: Berenice, la sirena. Bogotá. Libros&Libros, 2010, pp. 10 y 11
Y como si la escuela no fuera todo un martirio, de paso hay que cargar este mochilón por más de cuatro cuadras. Si mi mamá supiera lo que significa todo esto entendería por qué me enfurruño.
Lo bueno es que al abrir la puerta los deliciosos aromas que salían de la cocina actuaron como antídoto.
Al percibirlos, automática los dolores y hasta los malos recuerdos se esfumaron. Tenía tanta hambre que me hubiera comido un búfalo.
¿Qué se llevará bien con el búfalo? ¿Una ensalada de verduras? No, porque conociendo a mamá le pondría chayote. ¡Hmmmm, ya sé, debe ir bien con puré de papas! Todo va bien con puré de papas o con papas fritas o con guacamole o hasta con simples y frescas rodajas de jitomate.
No esperé a que mamá comenzara, como siempre a dar órdenes y recordarme cosas que una “jovencita con buenos modales” hace automáticamente cuando llega a su casa y fui a cambiarme el uniforme y a lavarme las manos.
¡No había búfalo! Pero en cambio vi la sopera con una deliciosa y humeante sopa que nos esperaba sobre la mesa, un platón rebosante de pollo en salsa verde con papas en cubos y un chiquigüite que mantenía bien calientitas las tortillas. ¡Qué mexicanismo tan chistoso: chiquigüite!*
*Chiquigüite: cesto o canasto de mimbre en donde se conservan calientes las tortillas.
Sopa de lletres
MENDOZA, María Eugenia: Peligro en la Aldea de las Letras. México. Edición dela autora y coedición con la Secretaría de Educación Pública para Biblioteca de Aula 2009-2010
Los pensamientos se le agolparon en la cabeza. Annemarie recordó lo
que le había dicho su madre: “Si te detienen debes actuar como una
niñita inocente”.Miró a los soldados. Recordó cómo había mirado a los otros, asustada,
cuando la detuvieron en la calle.Kirsti no se asustó. Kirsti solo era... eso, una niñita inocente, enfadada
porque el soldado le tocó el pelo. No sabía lo peligroso que podía ser,
y al soldado le hizo gracia.Annemarie puso todo su empeño en comportarse como lo habría hecho
Kirsti.-Buenos días –les dijo con cautela.La miraron de arriba abajo en silencio. Los dos perros estaban inquietos
y alerta. Los soldados que sujetaban las correas llevaban unos guantes
gruesos.-¿Qué haces aquí? –le preguntó uno de ellos.Annemarie le mostró la cesta, con el trozo de pan bien visible.-Le llevo el almuerzo a mi tío Henrik. Lo ha olvidado. Es pescador.Los soldados miraban por encima de Annemarie y escudriñaban
Volaron los ingredientes, los utensilios, los cuencos, los aparatos. La abuela y ella, codo con codo, dándose caderazos, entre risas. En un santiamén la mesa blanca de hierro forjado se cubrió de salvamanteles, y los salvamanteles, de helados. Helado Melba, con su bizcocho Genovesa, melocotones al natural, almíbar, helado mantecado, un corrito de licor y almendras. Helado crema praliné de almendras y helado de leche merengada.
La abuela y ella atacaron los dos primeros, respectivamente. El tercero quedó en la reserva, aunque ambas le lanzaban codiciosos vistazos conforme iban consumiendo el suyo.
-El que acaba primero ayuda a su compañero –dijo la abuela, riendo entre dientes-. El egoísta no es feliz.
Selene prefirió no decir nada, para ahorrar tiempo. Llevaba dos cucharadas de ventaja. Pero la abuela aceleró en la recta final y rebañó la copa cuando a Selene aún le quedaba un grumo.
-¡Gané! –la abuela se desternilló de risa. Selene le disparó una mirada torva-. Está bien. Compartir es vivir –añadió la abuela, dividiendo el helado de leche merengada, que repartió entre ambas-. El que parte y reparte, se lleva… la mayor parte- apuntilló, riendo, al tiempo que deslizaba en su copa una porción considerablemente superior a la de Selene, que observaba ceñuda sus movimientos.
Todo era un pasatiempo que venía repitiéndose desde que Selene era niña y desde que la abuela también lo era, porque al parecer no había abandonado aún su etapa púber. Rieron. Y Selene se sintió consolada.
Domingo, 4 de julio, comida con los Faraday. Mamá lo había apuntado en un post-it que había pegado en la nevera, junto a los imanes y la nota de la compra. Para Selene era una amenaza insoslayable.
Y por fin había llegado.
Las dominicales comidas con los Faraday representaban una de esas raras ocasiones en que las tres generaciones conspiraban, deponiendo sus respectivos egos, en la cocina. Dos o tres horas de laboreo culinario en que hija, madre y abuela se repartían menesteres y compaginaban gustos y aderezos.
Eso, en teoría. A la postre siempre venía mamá. Ella gobernaba el timón, Esta vez había escogido un menú que a la abuela no se le antojaba muy apropiado para aquellas fechas calurosas. De primero, pochas con carabineros. De segundo, escalopes rellenos. De postre, crema de Idiazábal.
-Las pochas no casan con estos calores –refunfuñó la abuela-. Haríamos mejor preparando un gazpacho manchego como Dios manda.
-¡Oh, cállate, mamá, por favor!
Selene debía hacer acopio de valor para soportar aquellas sesiones. Eran terroríficas por muchos motivos. La fatiga no era ni mucho menos el peor de ellos. Lo realmente insufrible era la tensión, que se apoderaba de la cocina, a los quince minutos, como estratos de tupidas telarañas, volviéndolo pegajoso, asfixiante.
-¿Hemos comprado el vino, mamá? Ah, no, qué tonta soy. El señor Faraday se encarga de eso. Hija, ¿has pelado los carabineros? Reserva los cuerpos. Mamá, pica una cebolla, un puerro y un diente de ajo. Hay que rehogarlo en aceite. Eso. Así. ¡Cuidado, mamá! ¡Sólo diez minutos! ¡Baja ese fuego! ¿Ya están las cabezas de los carabineros, Sele? Bien. Échalos a la cazuela. ¡Mamá, eso más que rehogado está achicharrado!
Claudín, Fernando: A cielo abierto, Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 91-93.
Cuando llegó la Pascua del Cordero aumentaron las dudas y los temores de Juan.
Su padre lo instruía en la Ley de los judíos y en lo que apella fiesta del Pesaj significaba.
-El Pesaj es la fiesta de la libertad –le decía-. En ella recordamos la salida del pueblo de Israel de Egipto en donde estaba prisionero.
“Debemos pensar como si fuéramos nosotros los que ahora vagamos por el desierto camino hacia la tierra prometida –añadía con los ojos brillantes de entusiasmo.
“En la semana del Pesaj se festeja también la primavera, cuando los hombres están en relación estrecha con la naturaleza…”
Y mientras su padre le enseñaba, su madre y las criadas limpiaban cada rincón de la casa. Brillaba el suelo, el techo y las paredes.
Todo se hacía con sigilo y en secreto, con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Juan miraba inquieto hacia el tejado, esperando ver aparecer en cualquier momento el rostro torvo de Francisco de Toledo, mirando por la chimenea.
López Narváez, Concha (1997): El tiempo y la promesa. Madrid: Bruño. Pp. 32-40
Baleadas, poporolos, mondongos, tajaditos, arepas, tacachos. También Roque se reía, “Que alguien me lo explique, porfa”, he suplicado yo. “El pobre sólo tenía hambre y sed”, me han contado, “el mondongo es una receta muy popular en Honduras, una especie de plato nacional, que se hace con estómago de vaca de verdura; Salvavidas es una marca de cerveza, Con un nombre muy apropiado, por cierto”. No me han entrado ganas de probar el mondongo después de esta definición. “Yo prefiero las tajaditas o las baleadas”, ha dicho Irving. “¿Y eso qué es?” “Las tajaditas son como los tostones; las baleadas, como las quesadillas”. Se me ha puesto cara de interrogante. “¿Aún no lo entiendes?”, Irving se divertía con mi ignorancia. Pues no, eso no era ninguna explicación y no tenía la menor gracia que se estuviera riendo de mí. “Una cosa es parecida a las arepas, pero más fina. Lo otro es exactamente lo mismo que el tacacho, sólo que sin trocear”. “Te toma el pelo”, ha dicho Roque. Vaya, como si yo no lo hubiera notado. Dejando aparte que a nadie le gusta que le tomen el pelo, debo reconocer que me tenía alucinada la cultura latinoamericana de Irving.
Santos, Care (2000): La ruta del huracán. Barcelona: Alba, pp. 109-111