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La comida del sabbath

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Una vez en casa de su abuelo, los dos primos procedieron a lavarse las manos y los pies. Esther y la madre de Samuel se los lavaban a su marido, al abuelo y a los tíos, en tanto que la madre de Leví y la mujer de Marcos lo hacían con los invitados, y les ungían los pies con perfumes, pues era costumbre que las mujeres realizaran esta tarea. El lavatorio de pies y manos era un ritual obligado antes del almuerzo, pero los sábados se hacía con una mayor ceremonia, ya que, al no tener que ir a trabajar, la comida era mucho más relajada que la del resto de la semana, y la sobremesa solía prolongarse hasta la caída de la tarde, cuando aparecían las primeras estrellas.

A continuación, se sentaron en unos almohadones en torno a la mesa, y el abuelo pidió al padre de Samuel que realizara la bendición de los alimentos y las oraciones de acción de gracias. Luego, él mismo fue poniendo sobre el pan ácimo pedazos de pollo asado en la víspera –ya que en el sabbath no se podía cocinar- y repartiéndolo entre los comensales, mientras su mujer escanciaba el vino en las copas. En el centro de la mesa había vasijas de distintos tamaños con lentejas, mantequilla, queso, higos y frutos secos, y en medio, uno que contenía la salsa en la que podían mojar el pan por turnos.

Al finalizar la comida, las mujeres se retiraron al gineceo mientras los hombres permanecían charlando en uno de los patios de la hacienda.

MENÉNDEZ-PONTE, María (2010): Si lo dicta el corazón, Madrid, SM, (Los libros de María, 4), (p. 21).

 

 

Què menjava un anacoreta?

 

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Mi tía Hermenegilda, la de Babilafuente, que vivió más de cien años, llegó a conocer al raro anacoreta poco antes de que muriera, y afirmaba que era de increíble frugalidad y de vida tan mortificada y piadosa, que servía de ejemplo a cuantos lo frecuentaban.

Sustentábase casi exclusivamente de frutos secos, que le hacían llegar dos veces a la semana por medio de un cucurucho de papel, en el que iban introduciéndolos poco a poco. Aseguraba que las raciones eran tan exiguas que daba pena, pero que el clérigo se negaba a ingerir otra cosa, salvo algo de queso, si el día que le tocaba era fiesta de guardar, y algunas frutas escarchadas por Pentecostés. Solo bebía agua una vez al día, y tan poca que más parecía gorrión que hombre hecho y derecho, como decían que era los que le trataron antes de encerrarse.

 

FERNÁNDEZ-PACHECO, Miguel: Siete historias para la Infanta Margarita, Madrid, Siruela, 2001. Las Tres Edades, 84, p. 132.

 

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