Al bajar a la sala donde se centraba la vida en esas horas, el estudiante encontró a varios hombres que desayunaban lo que la patrona había preparado para todo aquél que había pagado también una razón de algo caliente. Algunos de los que allí se sentaban eran verdaderos especímenes dignos de estudio individual y personalizado: estaba aquel clérigo recién llegado de las Indias que parecía que comía con la barbilla, tan corta era la distancia que separaba la boca del mentón. Siempre estaba leyendo, siempre rutando las palabras latinas que sus cansados ojos desvelaban, siempre intentando memorizar lo que en el libro ponía. Un poco más lejos se encontraba aquel noble caballero venido a menos que seguía portando capa y espada, mientras que a aquélla se la comían las ratas de su cuartucho y éste se cubría de la herrumbre imperdonable que supone la falta de uso. El estudiante estaba convencido de que, por esta misma razón, su estómago estaría también oxidado. El caballero intentaba ganarse el favor de una de las camareras por medio de piropos y, cuando ella se acercaba, el pícaro aprovechaba y le robaba hábilmente algunos de los trozos de pan que llevaba en la bandeja la pobre incauta. En una mesa del fondo unos cuantos estudiantes como él mascaban unos trozos de pan y, seguidamente, cortaban más trozos para mojarlos en el huevo frito que les había servido. El estudiante decidió no pararse a observar ya que era tarde, tenía que descubrir lo que todavía era extraño para él en la ciudad y además necesitaba urgentemente dinero.
Ballester, Blanca: Dos gramos de plomo, León, Everest, 2001. (IV Premio Leer es Vivir), pp. 10-11.