La reina dio una palmada para indicar que la conferencia había finalizado, se puso en pie y caminó seguida de su marido hacia el comedor.
Si los cardenales tienen su bocado, que debe ser muy sabroso por la fama que gastan, la comida de los reyes es suculenta, bien servida y apetitosa nada más verla en las fuentes, y si la regáis con sus buenos caldos de vino, aquello sabe a gloria.
Y hablando de vinos, un día vi una cosa triste. Eduardo Valentín, un cristiano nuevo de Zamora, fue juzgado y ajusticiado en la plaza mayor. Había sido contratado por el arcediano don Juan Rodríguez de Fonseca para proveer de vino a nuestra expedición a las Indias. Algo más de un centenar de toneles, protegidos con cuero crudo y bien sellados, llegaron a Cádiz y los almacenaron para embarcarlos en su momento. Pero el señor de Fonseca es un cura zorro; mandó un catador y el vino estaba aguado. Sí, en esta tierra de Dios, donde el vino puede ser hasta pobre y pelón, pero nunca aguado, habían tenido la mala uva de adulterarlo sin misericordia.
El catador se dio el lujo de probar uno a uno todos los toneles, y ninguno, siquiera por vergüenza, estaba como mandan los cánones.
Prendieron al infeliz Eduardo Valentín, le hicieron un juicio inmediato. Alegó que por su enfermedad no podía probar bebidas espirituosas y que seguramente a él también le engañaron.
Nadie le creyó; demostraron que empinaba el codo como pocos y fue condenado a morir en la horca.
Villanes, Carlos: Memorias del segundo viaje de Colón, Madrid, Anaya, 2006, (Espacio Abierto, 118), pp. 17-18.