Category Archives: Compromís social

El Salvador i las pupusas

pupusas

Una pupusería (o, por lo menos, la pupusería Margoth) es como un bar de esos que ponen en las ferias, pero sin jamones ni chorizos colgando por todas partes. Hay largas mesas de madera, grandes bancos donde sentarse, y un mostrador al final, donde se piden las pupusas a una empleada. Esperamos a que Guillermo encargara media docena de pupusas variadas. También trajo café para los tres, aunque yo prefería cocacola. Me miró mal, pero le dije que por mucho que la cocacola sea el símbolo más evidente del imperialismo capitalista yanqui, yo no voy a privarme del placer de beberla. Además, eso de cenar a las siete de la tarde tomando café del que llaman americano (es decir, café aguado), se me hacía demasiado raro para ser mi primer día.

Las pupusas están mejor que las hamburguesas. Para que ye hagas una idea aproximada, una pupusa es un redondel parecido al pan de pita libanés, sólo que más duro y un poco tostado, porque se asan sobre una plancha. Saben al maíz con que amasan, y pueden estar rellenas de (atención, ahora te voy a dar una lección de “salvadoreñismo”): queso, queso con loroco, chicharrón o revuelto. Te preguntarás qué es el loroco. Yo también lo pregunté y ahora te digo lo mismo que me contestaron a mí, que no me sacó de ninguna duda, por cierto: “El loroco es la flor de una planta”. Cuando vea uno, te informaré de otros detalles, como de qué color es o a qué sabe. También pregunté qué era el chicharrón. Nacho se echó a reír. “Pero si de eso también hay en España”, Aida. Me lo explicó Diana: “Son como pellejos de cerdo fritos”. Las revueltas llevan todo lo anterior además de habichuelas (en realidad se llaman frijoles). Probé una de éstas. Me dijeron que son las mejores, y es verdad. Estaba guay. Las pupusas se aliñan con una ensalada de col –ellos la llaman curtido- que suele estar sobre la mesa, como el quetchup o la mostaza en las hamburgueserías. Así que, ya ves, ir a comer pupusas es como apuntarse a clases de vocabulario, gastronomía y cultura general. Nacho opina que la gastronomía es lo que primero de ata a una tierra extraña. Puede ser. Pero yo necesito unos días más para acostumbrarme a tantos sabores raros.”

 Santos, Care (2000): La ruta del huracán. Barcelona: Alba, pp. 37-39.               

 

 

 

 

 

 

 

Tajine i te a la menta

La niña colombiana

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“A unos cuarenta y cinco minutos antes de llegar a Marakech se detuvieron a comer en el pequeño pueblo Benguerir, situado en la Ville de l`Avenir.
Descendieron del viejo autobús y entraron en un restaurante que estaba situado casi al final del pueblo. Tenía las mesas de madera cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos y la suave brisa que entraba por las ventanas abiertas levantaba las blancas cortinas de encaje. Todavía era un poco temprano para comer, pero Mustapha, el chófer del autocar, pidió una tajine de ciruelas con sésamo y almendras.
-Supongo que debe ser un plato ligerito –le dijo Sara en francés al conductor.
-Pues no del todo, es un plato de carne y verduras que se cocina en el mismo recipiente de barro., en el tajine, y se cubre con esta tapadera cónica también de barro.
-Debe de estar bueno -le respondió Sara.

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BAELL, Gustavo (2001): La niña colombiana. Buenos Aires: Laertes, pp. 116-118

Un dinar molt especial

A cielo abierto 

Se sentaron a comer. Todo el mundo alababa la cocina de mamá, el celo con que lo preparaba todo. La mesa, invariablemente, estaba dispuesta con todo lujo de detalles. Guisaba y presentaba sus platos como si todos los días se celebrara una fiesta.

-Hoy he cocinado a base de manzana el primer plato –dijo, con la expresión intranquila. Selene se preguntó cuánto tiempo habría empleado en preparar todo aquello. Mamá dormía seis horas y aun así siempre estaba apurando su tiempo, como si fuera a terminársele definitivamente al cabo de tres días.

Los estilizados recipientes humeaban como las chimeneas y torres de refrigeración de una central térmica.

-Tiene una pinta buenísima, mamá.

La abuela hizo la señal de la cruz y le agradeció a Jesucristo los alimentos. Mamá y Selene asintieron a sus oraciones y también trazaron la cruz entre la frente y el pecho, apresuradamente.

El gratinado de manzana hacía funcionar automáticamente las papilas gustativas. A Selene se le llenó la boca de saliva.

-¿Qué lleva? –inquirió.

Mamá agradeció su interés con un fruncimiento de sus labios leñosos.

-Tres manzanas Golden, un vaso de nata líquida, trecientos gramos de jamón cocido, cuatro cucharadas de queso Ementhal rallado, mantequilla, sal y nuez moscada.

-Muy rico –opinó la abuela, arrastrando entre los dientes con deleite el contenido de su cuchara.

-Me alegro –los ojos de mamá centelleaban.

-¿Qué hay de segundo, mamá?

-Huevos a la mostaza.

Selene suspiró. Era uno de sus platos preferidos. Se sabía de memoria la receta. Si se hacía para cuatro personas, debía llevar seis huevos, vinagre, cuatro lonchas de jamón serrano, cuatro rebanadas de pan de molde y aceite para freírlo. Para la salsa: cuatro cucharadas de aceite, media cebolla, un diente de ajo, un puerro, una zanahoria, una cucharada de harina, un cuarto de litro de caldo de pollo, dos cucharadas de mostaza, sal y pimienta.

En el último examen de matemáticas Selene tuvo una leve amnesia que le impidió recordar lo estudiado. Las únicas palabras que aparecieron en su mente, y con toda nitidez, fueron las de la receta de los huevos a la mostaza.

-De postre hay helado de tomate, Sele.

-¿Le pondrás azúcar glas?

-Pues claro, hija.

Mamá estaba animada. La abuela sonreía con complicidad. Selene se dijo que después de todo tal vez el enojo de mamá se había esfumado. Por ello se concentró en dar rienda suelta a su gula.

A la abuela se le cayó el tenedor. Una pequeña porción del gratinado fue a parar a la alfombra. ¡Oh, no, Dios! Selene cerró los ojos. Mamá dio un respingo. Los músculos de sus hombros, que el vestido de tirantes no ocultaba, se tensaron como resortes. Su rostro adquirió una expresión hierática.

Siguieron comiendo. Selene no se atrevió a levantar la vista durante un rato. Sin embargo, el fuego de la mirada de mamá podía sentirse.

Claudín, Fernando: A cielo abierto. Madrid, Anaya, 2000, (Espacio Abierto, 80), pp. 35-38