Category Archives: Autors Literatura Juvenil

Honduras y el mondongo

 

Baleada
Baleada

Baleadas, poporolos, mondongos, tajaditos, arepas, tacachos. También Roque se reía, “Que alguien me lo explique, porfa”,  he suplicado yo. “El pobre sólo tenía hambre y sed”, me han contado, “el mondongo es una receta muy popular en Honduras, una especie de plato nacional, que se hace con estómago de vaca de verdura; Salvavidas es una marca de cerveza, Con un nombre muy apropiado, por cierto”. No me han entrado ganas de probar el mondongo después de esta definición. “Yo prefiero las tajaditas o las baleadas”, ha dicho Irving. “¿Y eso qué es?” “Las tajaditas son como los tostones; las baleadas, como las quesadillas”. Se me ha puesto cara de interrogante. “¿Aún no lo entiendes?”, Irving se divertía con mi ignorancia. Pues no, eso no era ninguna explicación y no tenía la menor gracia que se estuviera riendo de mí. “Una cosa es parecida a las arepas, pero más fina. Lo otro es exactamente lo mismo que el tacacho, sólo que sin trocear”. “Te toma el pelo”, ha dicho Roque. Vaya, como si yo no lo hubiera notado. Dejando aparte que a nadie le gusta que le tomen el pelo, debo reconocer que me tenía alucinada la cultura latinoamericana de Irving.

Santos, Care (2000): La ruta del huracán. Barcelona: Alba, pp. 109-111

Un bife texà

bife

El restaurante era de mejor nivel que los que solíamos ir en esos días. Formaba parte de un complejo que incluía hotel, estación de servicio y un pequeño shopping para los que visitaban el lugar. La mayoría de los que andaban por ahí parecían escapados de una película de vaqueros. Usaban sombreros como Clint Eastwood y caminaban cansinamente, tal vez por causa del sol que a esa hora pegaba fuerte. Como ratones de dibujitos animados que no quieren despertar al gato, cruzamos rápido y en puntas de pie la ruta 40 y nos metimos en el restaurante.

El atractivo de The Big Texan era su bife de 72 onzas, un poco más de dos kilos de pura carne vacuna texana. Si uno era capaz de comerse tamaño bife en menos de una hora, la consumición era gratuita.

-Yo me lo como en veinte minutos –dijo Ezequiel, a quien yo había visto devorar con una dedicación asombrosa los asados que hacía su tío.

Como el hombre de la recepción pensó que dudábamos, nos ofreció una ganga: si uno de nosotros se comía ese bife, todo lo que se consumiera en la mesa iría sin cargo. Era lo que necesitábamos escuchar para tomar asiento en esa parrilla a la texana. Tenía un salón enorme y fresco con mesas en reservados, muchos mozos y demasiados turistas. Definitivamente, estábamos fuera de lugar con nuestro aspecto de tipos sucios, rotosos y cansados de recorrer mil y pico kilómetros en menos de dos días. Al menos, al cabo Polonio no se lo veía en ninguna de las mesas.

Cuando Ezequiel pidió el bife de 72 onzas fue anunciado por micrófono y la gente aplaudió. Lo único que nos faltaba: convertirnos en número vivo. Una moza nos contó que desde 1960 más de treinta mil personas lo habían intentado. Sólo unas seis mil habían logrado la hazaña. Nos aconsejaba comer lentamente, ya que había una hora de tiempo para consumirlo.

OLGUÍN, Sergio S.: Vivir en Springfield, Madrid, Siruela, 2008. (Las Tres Edades, 164), pp. 159-164.

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Jarabe de rosas

Jarabe de rosas

Jarabe de rosas

El medallón perdido 

 

La silueta de Sebastián se recortaba en el ventanal de mi habitación. Venía con su inseparable taza de té. Cuando se acercó, vi que el líquido que bebía no era marrón como siempre, sino de un intenso rojo, casi tanto como el sol que se estaba escondiendo en aquellos momentos.

-¿Quieres probarlo? –me preguntó-. A ver si adivinas lo que es.

Así, de pronto, pensé que sería sangre de algún animal diluida en agua, por el color, de modo que debí poner tal cara de asco, que enseguida me sacó de mi súbita náusea. Tenía ese don, su presencia y sus palabras siempre te tranquilizaban, contasen lo que contasen-

-Es jarabe de rosas- afirmó Sebastián.

Lo miré con rostro asombrado.

-¿Jarabe de rosas? –pregunté, entre extrañado e incrédulo-, ¿las rosas se beben?

-Sí –me contestó mi tío-. Se destilan sus pétalos, se cuecen con azúcar y luego se añade agua para beberlas, fría o caliente. Pero no creas que este jarabe se puede hacer con cualquier tipo de rosas, sólo con unas muy especiales que tienen un perfume muy intenso. Pruébalo.

ALCOLEA, ANA: El medallón perdido. Madrid. Anaya, 2009, (Espacio Abierto, 93), pp. 54-56.

 

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L’alimentació masai (Kènia)

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¡Socorro! –gritó Susana, despertándolos a todos.

Nadie tuvo que preguntar qué pasaba, pues era evidente lo que la había aterrorizado. Estaban rodeados de numerosos indígenas que los observaban con una mezcla de curiosidad y recelo.

Beatriz vio que estaban vestidos como Kamba, el joven que las había salvado del león. Las mujeres tenían el pelo rapado al cero, y sus brazos estaban cubiertos con filas de anillas de cobre. Los hombres llevaban collares de cuentas de colores y voluminosos pendientes, y estaban armados con escudos, lanzas, sables y cuchillos. Un rebaño de bueyes, vacas y ovejas acompañaba a la tribu.

Los indígenas traían consigo numerosos barriles que contenían leche.

-Masai –dijo Boranto-. Tribu más tem-mida en Kenia. Fue-ertes, muy fue-ertes.

El masai más anciano, un indígena de piel acartonada por el sol y surcada de arrugas, se destacó del grupo, se golpeó el pecho con la empuñadura de cuero de la lanza y dijo, con voz tonante:

Olaiguenani.

-¿Qué ha dicho? –preguntó don José.

-Él jefe, líd-der, daktari –dijo Boranto.

-Dile que necesitamos ayuda –lo conminó don José.

-¡Pero mí no hab-blar masai, daktari!

-Quizá él hable suajili. Anda, díselo.

 

Claudín, Fernando: El embrujo de Chalbi, Madrid, Anaya, 2004, (Espacio Abierto, 109), pp. 41-44.

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El Salvador i las pupusas

pupusas

Una pupusería (o, por lo menos, la pupusería Margoth) es como un bar de esos que ponen en las ferias, pero sin jamones ni chorizos colgando por todas partes. Hay largas mesas de madera, grandes bancos donde sentarse, y un mostrador al final, donde se piden las pupusas a una empleada. Esperamos a que Guillermo encargara media docena de pupusas variadas. También trajo café para los tres, aunque yo prefería cocacola. Me miró mal, pero le dije que por mucho que la cocacola sea el símbolo más evidente del imperialismo capitalista yanqui, yo no voy a privarme del placer de beberla. Además, eso de cenar a las siete de la tarde tomando café del que llaman americano (es decir, café aguado), se me hacía demasiado raro para ser mi primer día.

Las pupusas están mejor que las hamburguesas. Para que ye hagas una idea aproximada, una pupusa es un redondel parecido al pan de pita libanés, sólo que más duro y un poco tostado, porque se asan sobre una plancha. Saben al maíz con que amasan, y pueden estar rellenas de (atención, ahora te voy a dar una lección de “salvadoreñismo”): queso, queso con loroco, chicharrón o revuelto. Te preguntarás qué es el loroco. Yo también lo pregunté y ahora te digo lo mismo que me contestaron a mí, que no me sacó de ninguna duda, por cierto: “El loroco es la flor de una planta”. Cuando vea uno, te informaré de otros detalles, como de qué color es o a qué sabe. También pregunté qué era el chicharrón. Nacho se echó a reír. “Pero si de eso también hay en España”, Aida. Me lo explicó Diana: “Son como pellejos de cerdo fritos”. Las revueltas llevan todo lo anterior además de habichuelas (en realidad se llaman frijoles). Probé una de éstas. Me dijeron que son las mejores, y es verdad. Estaba guay. Las pupusas se aliñan con una ensalada de col –ellos la llaman curtido- que suele estar sobre la mesa, como el quetchup o la mostaza en las hamburgueserías. Así que, ya ves, ir a comer pupusas es como apuntarse a clases de vocabulario, gastronomía y cultura general. Nacho opina que la gastronomía es lo que primero de ata a una tierra extraña. Puede ser. Pero yo necesito unos días más para acostumbrarme a tantos sabores raros.”

 Santos, Care (2000): La ruta del huracán. Barcelona: Alba, pp. 37-39.               

 

 

 

 

 

 

 

Tajine i te a la menta

La niña colombiana

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“A unos cuarenta y cinco minutos antes de llegar a Marakech se detuvieron a comer en el pequeño pueblo Benguerir, situado en la Ville de l`Avenir.
Descendieron del viejo autobús y entraron en un restaurante que estaba situado casi al final del pueblo. Tenía las mesas de madera cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos y la suave brisa que entraba por las ventanas abiertas levantaba las blancas cortinas de encaje. Todavía era un poco temprano para comer, pero Mustapha, el chófer del autocar, pidió una tajine de ciruelas con sésamo y almendras.
-Supongo que debe ser un plato ligerito –le dijo Sara en francés al conductor.
-Pues no del todo, es un plato de carne y verduras que se cocina en el mismo recipiente de barro., en el tajine, y se cubre con esta tapadera cónica también de barro.
-Debe de estar bueno -le respondió Sara.

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BAELL, Gustavo (2001): La niña colombiana. Buenos Aires: Laertes, pp. 116-118

Dia de Mercat del S. XV (Toledo)

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En el zoco y en las callejuelas estrechas y enmarañadas de alrededor, los puestos exhibían sus mercaderías. En un mismo espacio se mezclaban los ricos trajes con los niños descalzos, los mendigos con los soldados, los lujos y el oro con los perros sarnosos. Rebosaba el aire de una mezcla de olores a especias traídas de Oriente, a perfumes caros como el almizcle y la mirra, pero también a sudor acre, a excrementos animales y humanos. Olía a comidas y frituras rancias, a verduras podridas y carne muerta. Pero a las dos mujeres, lejos de parecerles desagradable, les gustaba aquella algarabía; era el mercado, el zoco, el bazar, que convocaba a gentes de cualquier condición y estado. Por todas partes surgían rostros morenos, blancos brazos, cabellos rubios o rojizos y ensortijados, manos viejas, manos jóvenes; rostros de gesto altivo o dulce, caras de viejas dueñas, bocas desdentadas, pieles maquilladas por los polvos de arroz. Se elevaban juntas las voces de los mercaderes, el regateo de los compradores, los gritos de unos, los susurros lisonjeros de otros, bramidos, ladridos, llamadas y cantos… mezclados en una melodía festiva que se filtraba entre el río de gentes, animando a la compra, adulando, regateando, seduciendo…

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Álvarez, Luz (2008): Alba de Montnegre. Madrid. Bruño, pp. 40 i ss.

Documental sobre un mercat català realitzat per l’ESCAC

Els Manel toquen en directe Gent normal, una versió de Common People ( Pulp) a un mercat de Barcelona:
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El fabulós viatge australià

El viaje de Omoh (La supervivencia en alta mar)

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Un día, Omoh aprovechaba el rato de descanso de después de comer para tomar el sol en la cubierta. Un enorme pájaro marino, una fragata, según había aprendido, se posó sobre la quilla de una barca de socorro puesta boca abajo, en la que Omoh estaba apoyado.

-¡Hola, negrito!

La voz de la Fragata era como una carcajada, desagradable y chillona.

-Hola –respondió Omoh, que ya no se sorprendía de nada.

El pájaro hinchaba el pecho y mostraba una enorme papada, en forma de globo, de un rojo intenso. Omoh pensó que debía de tener alguna enfermedad, pero después supo que se trataba de un macho y, normalmente, las fragatas macho se exhiben de este modo para atraer a las hembras. En este caso, no había hembras en los alrededores. La Fragata, simplemente, se daba importancia.

Terradas, Jaume (2002): El viaje de Omoh, Barcelona: Anaya, (Sopa de libros, 69), pp. 85-87

Para leer texto completo: El viaje de Omoh

Guía de lectura

Foto: Kane (2010) .  It’s already tomorrow here in Australia

L’aventura a Mongòlia

Mongòlia

Gengis sacudió la cabeza en señal de conformidad. Su amo lo desensilló, le secó el cuerpo y resolvió ir de caza. La cecina que llevaba en el hatillo podría proporcionarle alimento más adelante, pero ahora lo mejor era ir en busca de una pieza que le calmara el hambre. Bebió un sorbo del pellejo de cabra lleno de sabrosa leche de yegua y preparó el arco y las flechas.
Se puso un gorro negro en la cabeza para protegerse del ardiente sol de la estepa y se concentró en la cacería. Con el sigilo de un experto cazador, se arrastró entre las matas bajas de la llanura y con el arco listo y el ojo fijo en la punta de la flecha, se dispuso a esperar. El silencio era total, el sol caía a plomo sobre la meseta de Mongolia. El cielo, el más límpido y claro cielo del mundo, deslumbró los ojos diminutos y brillantes de Ochir. La espera podía ser eterna, pero los mongoles nunca tienen prisa. El tiempo les pertenece y ni siquiera la profunda soledad que sienten inmersos en las vastas llanuras es capaz de quebrantar su férreo espíritu. A lo lejos, Gengis pacía junto a una diminuta charca que una lluvia reciente, de las siempre escasas en su país, había originado.

Gengis sacudió la cabeza en señal de conformidad. Su amo lo desensilló, le secó el cuerpo y resolvió ir de caza. La cecina que llevaba en el hatillo podría proporcionarle alimento más adelante, pero ahora lo mejor era ir en busca de una pieza que le calmara el hambre. Bebió un sorbo del pellejo de cabra lleno de sabrosa leche de yegua y preparó el arco y las flechas.
Se puso un gorro negro en la cabeza para protegerse del ardiente sol de la estepa y se concentró en la cacería. Con el sigilo de un experto cazador, se arrastró entre las matas bajas de la llanura y con el arco listo y el ojo fijo en la punta de la flecha, se dispuso a esperar. El silencio era total, el sol caía a plomo sobre la meseta de Mongolia. El cielo, el más límpido y claro cielo del mundo, deslumbró los ojos diminutos y brillantes de Ochir. La espera podía ser eterna, pero los mongoles nunca tienen prisa. El tiempo les pertenece y ni siquiera la profunda soledad que sienten inmersos en las vastas llanuras es capaz de quebrantar su férreo espíritu. A lo lejos, Gengis pacía junto a una diminuta charca que una lluvia reciente, de las siempre escasas en su país, había originado.

Martínez, Oya (1997) : Ochir, León: Everest, pp. 14-18.

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 Para leer más: Ochir

Fotos: Hendriksen,  Hans (2009) .  Mongolia, Mongolië, Mongolei Travel Photography of Naadam Festival.58

PnP! (2006) .  080706-150715-Khongoryn Els-Gobi Desert-Mongolia