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Afirmar que la arquitectura solo existe por la necesidad de construir es un truismo. Mi filosofía personal es que somos constructores, incluso aunque nos acerquemos al tema desde el punto de vista del diseño. A pesar de las crisis locales, formamos parte de un mercado global en expansión. Se espera que la construcción mundial crezca en torno a un 67%, desde los actuales 7,2 billones de dólares hasta los 12 en 2020, en un plazo de tiempo tras el cual las economías de los países emergentes supondrán el 55% de la cuota total de mercado, frente al 46% de hoy. Hace dos años, China superó a Estados Unidos como el mayor mercado de construcción, y se prevé que esta tendencia a crecer continúe al menos durante una década.

Los desafíos de la economía global son formidables. Muchos temen que la globalización dé lugar a una sociedad homogénea en la que todo acabará pareciendo lo mismo. En el contexto de la arquitectura, resulta vital que todos los edificios o espacios públicos que creemos respondan al sentido del lugar, a las tradiciones de la cultura local y al clima. Sin embargo, la conectividad de la que disfrutamos hoy día puede aprovecharse para combatir algunos de los desequilibrios que lastran nuestro mundo; la globalización podría ser entonces una fuerza benéfica.

La globalización no es, así, algo nuevo; de una manera u otra, siempre ha estado con nosotros. La diferencia es que hoy, gracias a los avances en las comunicaciones y la tecnología, estamos mejor conectados que nunca. El reto actual consiste, por tanto, en aprovechar el poder de esta comunidad internacional cada día más próspera para mejorar la vida de los más necesitados. Esto requiere una globalización concebida en otro sentido: la combinación de la voluntad política, el uso de los recursos, el diseño y la técnica con el fin de abordar estas cuestiones en todo el mundo a la vez.