El arte de pasear

JOAN NOGUÉViajar y pasear no es exactamente lo mismo. El viaje suele implicar no sólo el desplazamiento a una cierta distancia a través de cualquier medio de transporte, sino también un mínimo de logística y preparación tendentes a reducir en lo posible los inevitables imprevistos. El paseo, en cambio, se suele realizar a pie o, a veces, en un medio de transporte de velocidad muy limitada (a caballo o en bicicleta, por ejemplo) y, en él, uno no se aleja demasiado del punto de partida inicial. Se puede pasear en entornos familiares o en espacios desconocidos, pero en ninguno de los dos casos se asocia el paseo a riesgo alguno.Se ha escrito muchísimo sobre la historia del viaje y de los viajeros, hasta el punto que los denominados libros de viaje,capaces de cubrir metros lineales de estanterías en librerías y bibliotecas, representan un género literario con mayúsculas. Nadie discute a estas alturas la enorme relevancia del viaje en el proceso de adquisición de una conciencia geográfica del mundo. Sin embargo, esta preeminencia del viaje, imbuido aún hoy de una cierta aureola mítico-legendaria, ha dejado el paseo y su historia en un segundo nivel, olvidando demasiado a menudo que la experiencia geográfica – y paisajera-de la modernidad está también estrechamente ligada al paseo, como se puso de manifiesto en las excelentes jornadas sobre Paseantes, viaxeiros e paisaxes celebradas hace unos meses en el Centro Galego de Arte Contemporánea, en Santiago de Compostela, y cuyas ponencias se acaban de publicar en un magnífico volumen coordinado por María Luisa Sobrino Manzanares y Federico López Silvestre.A finales del siglo XVIII aparecen los primeros intentos de establecer una relación teórica y práctica entre el paseo y el territorio y sus paisajes o, dicho de otra manera, entre el acto de pasear y el complejo proceso de aprehensión del entorno por parte del individuo. El paseo se convierte entonces – y por primera vez- en un objeto de reflexión filosófica y ello incidirá, sin ningún género de dudas, en una nueva forma de relacionarse con el territorio y de vincularse con sus paisajes, ya sean urbanos o rurales, una relación monopolizada hasta aquel momento por el modelo pautado por las representaciones pictóricas del paisaje.Este renovado interés por el paseo da lugar, por aquellos años, a la publicación de la obra Las ensoñaciones del paseante solitario (1776-1778), de Jean-Jacques Rousseau, a las alusiones a los paseos literarios en obras como Werther (1802), de Goethe, y, muy especialmente, a la aparición del libro El arte de pasear,también de 1802, de Karl Gottlob Schelle. Este librito, un tratado filosófico sobre el paseo en toda regla, supone la emergencia de una nueva estética de los placeres ligados a dicha actividad, según la cual las condiciones físicas del itinerario seguido repercuten directamente en las experiencias vividas por el paseante. En palabras de Federico López Silvestre, a partir de ahora – es decir, del despuntar de la modernidad-, el paisaje será más el fruto de un recorrido que de una instantánea, más una experiencia que una cosa o una idea, lo que pone en entredicho el énfasis tradicional en la relación entre el paisaje y el punto de vista, auspiciado por el canon pictórico paisajístico. El paisaje no puede apreciarse ni descubrirse, se arguye, sin el estado de ánimo receptivo que genera el paseo. El filósofo francés Jacques Leenhardt considera en este sentido que Schelle, con su libro, ofrece por primera vez una fenomenología de la sensibilidad paisajística basada en una estética del paseo que requiere, para que haya placer, la convergencia de un sentimiento, por un lado, y de un entorno que ofrece una contrapartida apropiada al mismo, por otro. La noción de paisaje se construiría, pues, a partir de una serie diferenciada y continuada de apropiaciones del espacio natural o social, perspectiva sin duda singular para la época y no muy alejada de la defendida hoy por muchos autores, como Mathieu Kessler en su ensayo El paisaje y su sombra (1999) o Glòria Soler en L´estiueig a Catalunya, 1900-1950 (1995).Después de Schelle han aparecido otras muchas aportaciones en torno al paseo como experiencia estética y forma de apropiación del paisaje, muy especialmente el urbano. La figura del flâneur de Baudelaire, que Walter Benjamin explotará en sus Pasajes,es un hito fundamental en esta línea. El arte, la literatura y el cine se han inspirado una y otra vez, a lo largo de los dos últimos siglos, en el paseante y el paseo, como desearía mostrar al lector si dispusiera de espacio suficiente. Valga, como botón de muestra, la última película de José Luis Guerin, En la ciudad de Sylvia.Sí quiero destacar, en los párrafos que siguen, un paseo algo peculiar, pero ya presente en los inicios de la modernidad entre artistas e intelectuales. Se trata del paseo como experiencia estética y forma de aprehensión del territorio tal como lo concibió Schelle, pero con acentuadas dosis de denuncia y crítica social, explícita o implícita. Me refiero, por ejemplo, a los paseos dadaístas de principios del sigloXXa los paisajes urbanos banales, anodinos y amorfos, como aquella primera visita dadaísta a Saint Julien-le-Pauvre, un descampado en los alrededores de París, que tuvo lugar una lluviosa tarde del 14 de abril de 1921. A los paseos dadaístas (que cincuenta años más tarde Fluxus recuperará en los Free Flux-Tours para visitar los túneles del tren, los urinarios y los lugares despreciables del Soho), les seguirán las deambulaciones surrealistas por espacios vastos y deshabitados, buscando en ellos la dimensión inconsciente del territorio. Y, en la década de 1950, las derivas situacionistas – con Guy Debord a la cabeza- buscarán una forma alternativa de habitar la ciudad apoyándose en un método psicogeográfico.Esta particular tradición del paseo urbano, a menudo impregnada de una crítica explícita por el desolado estado de estos paisajes, sigue hoy vigorosa. Curiosamente, en estos singulares paseos están coincidiendo más que nunca artistas, geógrafos, arquitectos y urbanistas. Así sucede en el proyecto europeo Post-it city,centrado en el estudio de las ocupaciones temporales del espacio público y en la necesidad de reinterpretar la ciudad contemporánea de manera alternativa a la lectura derivada del skyline oficial; en la iniciativa Transurbancia, impulsada por Francesco Careri en Roma; y, en la región metropolitana de Barcelona, en experiencias tan interesantes como Rieres/ Rambles (Roaming Ultrabarcelona),propuesta basada en un recorrido a pie a lo largo de tres días por los espacios periféricos de la Barcelona metropolitana o, más recientemente, en el taller Límites,impulsado por el colectivo Sitesize en el marco de las actividades del Observatorio Nómada Barcelona.De una forma u otra, lo cierto es que, a diario, millones de personas, aunque no reflexionen sobre ello, practican el paseo, ya sea en el centro de la ciudad, en su periferia, o en el campo. Y cuando el paseo individual se convierte en itinerario socializado, surge el camino. Éste no es más, en última instancia, que una socialización del paseo. Como bien decía Perejaume en las jornadas de Santiago y en una línea muy parecida a la que transmite la obra de autores como Francis Alÿs, Tony Smith, Richard Long o Erwin Wurn, con los años, los seres humanos nos hemos perfeccionado como sujetos e instrumentos de camino, como paseantes, en definitiva. Quizá sea verdad, entonces, que es en el camino y actuando como paseantes donde mejor podemos reconocer aquello que nos hace humanosArticle publicat al suplement de Cultura del diari La Vanguardia el 30 de gener de 2008

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