Paisajes con desodorante
JOAN NOGUÉ – 21/09/2005
El olfato puede resultar tanto o más sugerente que la vista a la hora de percibir o recordar un lugar y captar su significado profundo
Hemos relacionado históricamente el paisaje geográfico con el sentido de la vista, pero el oído, el gusto, el olfato o el tacto pueden llegar a ser tanto o más potentes y sugerentes que el propio sentido de la vista a la hora de vivir o de imaginar un paisaje. La primacía de la visión sobre los demás sentidos se consagró en la cultura occidental durante el Renacimiento y, con el tiempo, llegó a convertirse en un rasgo característico de la modernidad y del racionalismo. Esta preponderancia casi absoluta de la vista en la tradición occidental a lo largo de los últimos siglos ha llegado a influir en nuestra forma de entender el paisaje, todavía hegemónica y muy alejada, por ejemplo, de la que ha dominado a lo largo de la historia en China y Japón. Menchu Gutiérrez se refería hace poco a ese abismo cultural de los sentidos a raíz de una anécdota protagonizada por el pintor chino Li Sixun, a quien el emperador Xuanzong envió al valle del río Jialing con el encargo de que reprodujera la belleza de aquel paisaje en las paredes de su palacio. El realismo de su obra causó una admiración generalizada, pero el emperador se quejó ante el pintor de que las cascadas que había pintado producían un sonido ensordecedor y no le dejaban dormir.A pesar de la primacía casi absoluta del sentido de la vista en el proceso de aprehensión del paisaje en la tradición occidental, siempre han existido intentos -minoritarios, eso sí- de reequilibrar la balanza. Corrientes filosóficas de amplia incidencia en ámbitos muy diversos lo han intentado una y otra vez. También desde la literatura y el arte… y bastante menos desde la arquitectura, el urbanismo y, en general, las disciplinas vinculadas a la ordenación territorial. Pocos son los cartógrafos que se han atrevido a pensar en la posibilidad de elaborar mapas de olores, sonidos, o texturas. El paisaje está hecho de elementos visibles y de otros no visibles, aunque igualmente idóneos -o más- cuando tratamos de captar el significado profundo del paisaje vivido, el genius loci que lo habita. De entre los sentidos no visibles, poco hincapié se ha hecho en los olores, pese a su papel relevante en la percepción del paisaje y, más aún, en el recuerdo de los paisajes vividos.En efecto, pocos sentidos como el olfato son capaces de evocar con tanta fidelidad y precisión momentos y lugares vividos. Pongamos el caso de los paisajes de la infancia, que todos tenemos en nuestro recuerdo y que nos acompañan, queramos o no, hasta el fin de nuestros días. Lo más probable es que, cuando los visitemos de nuevo, no sólo hayan cambiado de forma notable, sino que también nuestra mirada de adultos sea distinta, con lo que se hace muy difícil revivirlos, a veces reconocerlos, a través del sentido de la vista. Sin embargo, si han permanecido en el lugar los mismos o parecidos olores, aromas, incluso hedores, nuestro retorno al pasado a través del túnel del tiempo es inmediato e infalible. Lo mismo sucede paseando simplemente por la calle cuando, de pronto, un olor determinado nos traslada durante unos segundos a una escena vivida hace lustros, o a un lugar situado quizás a miles de kilómetros. La capacidad evocadora de los olores es inmensa y ello no ha pasado inadvertido a los ojos -a las narices- de los grandes escritores. Balzac disfrutaba reconstruyendo literariamente los olores de espacios tales como farmacias, tabernas o pensiones. Flaubert se deleitaba con los olores cotidianos y los concebía como potenciales instrumentos de oposición, de rebeldía, de desafío, como también hicieran más tarde Céline, Henry Miller o Günter Grass, por no citar a Patrick Süskind y a su excelente novela El perfume (1985), una verdadera sinfonía olfativa centrada en la figura de Jean-Baptiste Grenouille, perfumista y asesino algo siniestro atado de por vida a la magia de las fragancias y de las esencias. Nabokov en Lolita (1959), Aldous Huxley en Antic Hay (1949) y ya no digamos Kipling en su continua celebración de los exóticos paisajes de la India son otros tantos escritores que se han valido de una u otra forma del olor como recurso literario. La lista sería interminable, y más si nos situáramos en el terreno de la poesía.Si poseemos como seres humanos un sentido tan evocador, sutil e incluso sensual como es el olfato y si la diversidad paisajística del planeta no expresa sólo una extraordinaria riqueza cromática y visual, sino también aromática, ¿por qué nos empeñamos en desodorizar el mundo en que vivimos? El empleo generalizado de desodorantes (¡) de uso individual y de ambientadores neutros y homogéneos en los espacios públicos está generando unos paisajes urbanos olfativamente anodinos y uniformes. Por otra parte, en el campo, la proliferación y extensión de unos determinados cultivos como resultado de la política agraria comunitaria está homogeneizando los paisajes rurales europeos no sólo desde el punto de vista visual, sino también olfativo: olores, aromas y hedores parecidos se huelen de un extremo a otro del continente, lo que conlleva una monotonía e indiferenciación espacial cada vez más lamentables. Todo ello redunda en un progresivo empobrecimiento de nuestra capacidad olfativa y en una pérdida irreparable de los infinitos matices y sensaciones presentes en los paisajes ricos en olores, cada vez más circunscritos a unos pocos espacios, como los mercados. Nada que ver con la exuberante riqueza odorífica de la mayoría de paisajes rurales y urbanos africanos, asiáticos y latinoamericanos.Es comprensible que el urbanismo y el higienismo del siglo XIX comportaran una reacción perceptiva más bien negativa en relación con el sentido del olfato, que implicó su progresiva marginación en el espacio público en un proceso de infravaloración de este sentido ya iniciado unos siglos antes, como hemos apuntado más arriba. Lo que ya no es tan comprensible es que hoy, resueltos todos los problemas de salubridad e higiene públicas, sigamos empeñados en desterrar y proscribir del espacio público casi todos los olores y aromas, sustituyéndolos por unos pocos, insulsos e insustanciales. Algunos loables intentos de invertir esta tendencia a través de la jardinería y del paisajismo se han quedado a medio camino, porque no forman parte de una auténtica estrategia de re-odorización global de la ciudad y del paisaje. Como recuerda María Ángeles Durán, en nuestras sociedades contemporáneas el buen olor es el noolor y los olores políticamente correctos, los aceptados, se venden en los supermercados bajo licencia de marcas registradas. De esta forma, no sólo se acentúa la trivialización odorífica, sino que los lugares, los paisajes, pierden su identidad, porque se esfuma su aroma, su olor, su sensualidad. Cuando a los cosmonautas soviéticos les preguntaron qué echaron más en falta durante los 211 días que permanecieron en el espacio en 1982, respondieron al unísono: “Los olores de la ciudad, el aroma de las flores,…”.