De ensueños y oasis

JOAN NOGUÉ Las sociedades humanas han configurado sus paisajes a partir de su vinculación con el agua

A lo largo de los siglos las sociedades humanas han transformado y convertido los primigenios entornos naturales en paisajes culturales. De una manera u otra y con una presencia ora hegemónica, ora menos preeminente, lo cierto es que el agua ha dejado su impronta en la inmensa mayoría de paisajes y en todas las latitudes. Pensemos sólo, por un momento, en la presencia destacada de puentes y acueductos a nuestro alrededor, en los paisajes del regadío, en las vegas y huertas, en los fértiles deltas, en los campos de arroz inundados, pero también en los paisajes industriales tradicionales, con sus innumerables elementos patrimoniales vinculados a la explotación histórica del agua como recurso energético (presas, diques, esclusas, molinos, batanes, herrerías, azudes, colonias industriales), así como en la infinidad de ciudades, de todos los tamaños, que han nacido y crecido a la vera de un río y cuyos paisajes urbanos más característicos y conocidos están vinculados al mismo, desde Londres hasta Roma y París, pasando por Zaragoza, Sevilla, Toledo o Girona.

Las sociedades humanas han configurado sus paisajes a partir de su vinculación con el agua y, por ello mismo, esta es clave para leerlos e interpretarlos. Esta relación es, si cabe, aún más evidente en aquellos ecosistemas en los que el agua escasea, como en los mediterráneos. En efecto, en la cuenca mediterránea, con sequías estivales y agua nunca sobrante, se ha desarrollado históricamente una de las culturas del agua más sofisticadas e interesantes de
la Tierra. La compleja estructura y delicado equilibrio de los milenarios paisajes agrarios mediterráneos tiene mucho que ver con el legado de la cultura árabe y, más concretamente, de sus ricas y variadas infraestructuras hidráulicas, compuestas por canales, acequias, azudes de derivación, pozos, qanats, aljibes, balsas, redes de minas, norias y un largo etcétera.

Desde mi punto de vista, sin embargo, hay que ir un poco más al sur, en pleno desierto, para encontrar el paradigma del paisaje del agua: el oasis. Aunque parezca una contradicción, es precisamente en un medio tan duro, extremo y seco donde encontramos la más preciosa y sofisticada construcción de un paisaje del agua. El oasis es fruto del ingenio humano y todo en él está pensado milimétricamente para aprovechar hasta la última gota de agua y recrear, así, el paraíso en el infierno. Como explica Pietro Laureano en la excelente obra La piramide rovesciata. Il modello dell´oasi per il pianeta Terra (1995), en el oasis se plantan y se cuidan las palmeras una a una, se fertilizan con abonos orgánicos y se riegan con agua drenada a través de galerías que recogen la más minúscula partícula de humedad de la arena, consiguiendo, al final de todo el proceso, un entorno sombreado en el que se condensa el vapor y, a resguardo del sol y del viento, se multiplican los microorganismos y otros componentes biológicos cruciales para la formación del humus, de la tierra fértil. He ahí no sólo la creación humana de un microclima, sino también un inteligente ejemplo de sostenibilidad y una muestra exquisita de formación de un paisaje del agua que es, también, un jardín. El oasis representa un virtuoso circuito de autopropulsión y autoregeneración en uno de los medios físicos más severos del planeta.

Ahora bien, no ha sido sólo el uso del agua lo que ha configurado un paisaje determinado, sino también el disfrute de la misma. Los seres humanos han manipulado y se han servido del agua no solamente por razones utilitarias y de supervivencia, sino también por motivaciones de otro tipo, de carácter más bien hedonista y de búsqueda del placer y del goce estético. Han aprendido a explotar el extraordinario potencial estético, plástico, sensorial – e incluso sensual- de la misma. El agua puede llegar a generar una extraordinaria sinfonía de colores, de olores, de sonidos y de texturas, como se puede apreciar en infinidad de paisajes y ya no digamos en jardines, como en el de
la Alhambra de Granada.

Las sociedades humanas han aprendido a lo largo de los siglos a saborear la tranquilidad y la sensación de relax que produce el sonido cambiante y a la vez monótono del agua en la fuente de un jardín, o el murmullo constante de los ríos con algo de pendiente. Y han complementado estas placenteras sensaciones con las conocidas virtudes terapéuticas del agua, ya señaladas de manera magistral por Hipócrates y revividas siglos más tarde por el higienismo y el termalismo, práctica esta última que dio lugar a un peculiar tipo de paisaje del ocio que aún hoy goza de muy buena salud (nunca mejor dicho). Por otra parte, contemplar cómo fluye el agua es ya un valor en sí mismo. El agua corre, se mueve, fluye, serpentea y, al hacerlo, por contraste, fija el espacio circundante y temporaliza la existencia. Quizá por ello, una de las imágenes preferidas de Gaston Bachelard, autor del libro L´eau et les rêves (1956), es precisamente el agua fluente, imagen muy distinta, en el plano existencial, de la propia de los humedales, estanques, lagos, lagunas o deltas. En este caso la fascinación humana por la fluidez se transforma en atracción por la inmovilidad, la profundidad, el abismo, lo misterioso, lo oculto.

Hemos comentado ya en este artículo el papel relevante del agua en su estado líquido a la hora de conformar paisajes, pero no es nada despreciable la magia que infunde a los mismos su estado gaseoso. La niebla posee un halo romántico y misterioso y un potencial plástico y simbólico tan extraordinario que precisaría de un artículo entero para esbozarlo. Y ya no digamos las nubes, esa masa etérea y vaporosa que crea todo tipo de formas en el cielo y que tanto ha influido en la historia de la pintura de paisajes y en la de la fotografía y el cine. ¿Y los paisajes del hielo? Ahí están, presentes en nuestro imaginario colectivo con la misma fuerza que el desierto u otros paisajes con similar carga simbólica y, hoy, cuando es irrefutable su deshielo, convertidos en símbolo de la lucha contra el calentamiento global y el cambio climático.

En definitiva, hablar de paisaje es hablar del agua. Esta lo condiciona físicamente y, a su vez, le confiere un sinfín de significados y valores que acaban generando un peculiar sentido del lugar. Habría que tenerlo presente en la resolución de los conflictos territoriales vinculados al agua. En muchos de ellos no estamos sólo ante la pugna por el control de un recurso escaso, ni ante actitudes insolidarias, sino ante un conflicto de imaginarios. Sin ir más lejos, el grito desesperado “lo riu és vida”, que procede de
la Catalunya atravesada por el Ebro, tiene mucho que ver con las especiales relaciones afectivas, simbólicas y de identificación de la gente del área con el paisaje configurado por el río. Bachelard no podía sentarse “al lado de una corriente de agua sin caer en un profundo ensueño, sin rememorar mi felicidad juvenil”. A los habitantes de estas tierras les sucede lo mismo.

Article publicat al suplement “Culturas” del diari La Vanguardia el 6 d’agost de 2008

2 comentaris

  • Rosa (15 anys)

    Que buen artículo, el paisaje se construye con la manipulación del territorio para favorecer la productividad, con el agua como principal hilo conductor. La referencia a La Piramide Rovesciata. Ojalá este libro tuviera una traducción al castellano o al inglés..para que fuese mas difundido.

    Saludos.

    Rosa.

  • Sònia Ruiz (15 anys)

    Hola Rosa,

    Gracias por tu comentario. Sólo decirte que Joan Nogué publicó el año pasado 2009 un libro “Entre paisajes” donde recogió una buena selección de sus artículos publicados en el suplemento “Culturas” de La Vanguardia. En este bloc se publicó un articulo haciendo eco de esta publicación.http://blocs.xtec.cat/geografia/?p=246

    Un saludo

    Sonia

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