UNA ESPAÑA SIN ESPEJOS [Joan B. Cuya i Clarà, El País, 18-10-2014]

Artur Mas es un zombi que ha perdido el juicio”. “Si no fuera porque en Euskadi nos mataban, yo diría que esto de Cataluña es peor”. “ETA es un aliado de Mas”. El proyecto independentista es “el sueño de una Gran Andorra”, paraíso de evasores fiscales y blanqueadores de dinero negro. Manifestarse pacíficamente por las calles el Once de Septiembre equivale a “conmemorar una guerra civil”. La demanda soberanista catalana “supone un ultraje” para las demás autonomías. Los grupos partidarios de la consulta constituyen una “anticosmopolita coalición de agropecuarios y antisistema”. El “desafío por parte de los independentistas” sólo pretende “tapar las vergüenzas de una de las autonomías más corruptas, Cataluña”.

Las frases que llenan el párrafo anterior son sólo un mínimo florilegio de descalificaciones lanzadas, a lo largo de las últimas semanas, contra la pretensión —rotundamente mayoritaria en las instituciones democráticas catalanas— de celebrar una votación consultiva acerca del futuro estatus político de Cataluña. Unas frases no recolectadas en ambientes extremistas y marginales, sino dichas o escritas por lo más granado de la clase política y de la intelectualidad españolas del año 2014.

De 2014, sí, cuando se investiga un caso de fraude y malversación masivos en la base aérea de Getafe; y existe una denuncia por la gestión económica del Hospital Militar Gómez Ulla; y cada día conocemos detalles más escandalosos alrededor del asunto de lastarjetas negras de Caja Madrid y de Bankia; y sabemos que el líder histórico del SOMA-UGT, Fernández Villa —el hombre del pañuelo rojo al cuello y el puño en alto, junto a Alfonso Guerra, en Rodiezmo— ocultó al fisco 1,4 millones de euros; y crecen el fraude de los ERE y el de los fondos de formación para parados en Andalucía; y siguen coleando los casos Gürtel, y Fabra, y Cotino, y Bárcenas, y Palma Arena, y Nóos, y…

No, no se preocupen, no voy a atrincherarme en el y tú, más. Y, desde luego, no creo que los escándalos citados quiten ni un ápice de gravedad al caso Palau, al caso Pujol o a las derivaciones que uno u otro puedan tener, y que deben ser investigadas hasta las últimas consecuencias. Pero el hecho de que, mientras los estallidos de la corrupción lo sacuden todo (realeza, Fuerzas Armadas, partidos, sindicatos, instituciones financieras, administraciones públicas…), haya quien presente la Cataluña autónoma como la cueva de los 40 ladrones me parece muy sintomático de un problema sobre el que sí quisiera reflexionar un poco: el aparente embotamiento, la parálisis de la capacidad autocrítica de intelectuales y políticos españoles ante el así llamado “desafío catalán”.

Bien está que, frente a dicho reto, se busquen las contradicciones del bloque soberanista, y se hurgue en las evidentes debilidades del proceso preparatorio del 9-N, y se subrayen las consecuencias negativas de una eventual independencia, etcétera. Pero, ¿no sería también saludable que algunas cabezas pensantes, desde la defensa de la unidad de España, reflexionasen seriamente sobre cómo y por qué ha llegado Cataluña al estado de opinión presente?

Cuando digo “seriamente”, me refiero a dejar de lado imaginarios e imposibles lavados de cerebro, a no obsesionarse con la supuesta capacidad adoctrinadora de una Televisió de Catalunya cuya cuota de pantalla alcanza a lo sumo el 14%, y a examinar con rigor la gestión jurídica, política, discursiva y cultural que el establishmentespañol ha hecho, a lo largo de las últimas tres décadas y media, de la pluralidad identitaria del Estado. Desde la LOAPA hasta las reacciones y respuestas ante el nuevo Estatuto catalán entre 2005 y 2010, para entendernos. Ya puestos, tal vez esos intelectuales críticos podrían mirarse al espejo de la historia contemporánea de España y tratar de descubrir en ella alguna lección provechosa para el escenario actual.

Por mi parte —espero que puedan perdonarme la osadía—, me permitiré aventurar alguna hipótesis muy personal. Para no retrotraerme a siglos que conozco menos, mi impresión es que, desde los albores de 1800, la cultura política española sólo ha concebido los conflictos de poder a los que hubo de enfrentarse en términos de victoria o derrota. La transacción, el fifty-fifty, el compromiso —ese concepto que, en alemán (Augsleich), sostuvo la estabilidad de la Europa danubiana durante el medio siglo anterior a la Gran Guerra, por ejemplo— resultan extraños, y objeto de menosprecio, en el acervo político hispano. Eso sí: es una incapacidad para el compromiso provista siempre de sólidas bases jurídicas y constitucionales.

La Constitución de Cádiz de 1812 definía “la Nación española” como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”; los absolutistas, por su parte, consideraban a Fernando VII soberano omnímodo “de las Españas y de las Indias”. Sin embargo, ni una legalidad ni la otra pudieron impedir que, en los tres lustros siguientes a la promulgación de la Pepa, la gran mayoría de los presuntos españoles del hemisferio americano dejasen de serlo para convertirse en ciudadanos de una serie de repúblicas independientes. Bien es cierto que Madrid tardó décadas en aceptarlo y en reconocerlas.

La monarquía británica, en cambio, obró de un modo bien distinto. Aleccionada por el fracaso de la receta del todo o nada frente a la rebelión de las Trece Colonias de América del Norte, a lo largo del siglo XIX se apresuró a conceder amplísimos autogobiernos a sus criollos de las colonias de poblamiento europeo (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, el Cabo…), desactivando así las ansias de independencia de tales territorios y conservando hasta hoy mismo a la mayor parte de ellos —y a muchos otros— en el seno de la Commonwealth.

Significativamente, no ha existido jamás ni siquiera a nivel de proyecto una Commonwealth, una Mancomunidad hispánica de naciones. La España oficial no extrajo de la pérdida de la América continental ninguna lección útil y, cuando eclosionó el problema cubano, lo afrontó con la misma y desastrosa fórmula: inflexibilidad jurídica y firmeza retórica: el artículo 89 de la Constitución de 1876 consideraba a Cuba una “provincia de Ultramar”, parte inalienable de la nación; y el presidente Cánovas proclamó enfáticamente que España defendería Cuba “hasta el último hombre y la última peseta”. Los resultados del envite son de sobra conocidos.

Sí, ya sé que Cataluña no es Cuba, ni el virreinato del Río de la Plata. No estoy comparando las situaciones respectivas, sino los reflejos profundos del Estado español cuando se le plantean problemas de soberanía. Y ni siquiera soy original en eso: hace casi un siglo, en diciembre de 1918, un peligrosísimo separatista de nombre Francisco Cambó reprochaba en sede parlamentaria al Gobierno —a los gobiernos españoles de la Restauración— “querer prescindir por completo de las soluciones que en el mundo han tenido los pleitos de libertad colectiva”, llegando “a la triste conclusión de que un pleito de libertad colectiva no tenía solución jurídica, como nunca lo han tenido, por desgracia, en España”.

Desde luego, Cambó no pensaba en Escocia. Y ni siquiera se le había pasado por las mientes el caso de Gibraltar, ese microproblema de libertad colectiva que la España oficial no ha sabido resolver en tres siglos. Primero, porque trató de arreglarlo a base de cañonazos y asedios; luego, con verjas, candados y tapones fronterizos; siempre, con el objetivo último de ver a los gibraltareños rendidos y saliendo de uno en uno, con el carné en la boca. Lo dicho: victoria o derrota, sin términos medios. ¿Acaso hemos olvidado ya la épica reconquista de Perejil?

No, la inmensa mayoría de los catalanes que quieren ejercer la soberanía no odian a España ni lo español. Pero se sienten, especialmente desde el año 2000, maltratados moral y materialmente por un Estado —por un sistema jurídico-político— que perciben como ajeno, cuando no hostil, a su identidad y a sus intereses. Y, tras la sentencia que en 2010 disipó tantas ilusiones, no creen haber recibido de aquel Estado otra cosa que desdenes, humillaciones y amenazas.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

El siglo de ‘los abajo firmantes’ [Santos Juliá]

 

Santos Juliá narra en su nuevo ensayo la historia reciente de España a través de los manifiestos de intelectuales, desde el desastre del 98 hasta el inicio de la crisis actual

De izquierda a derecha:. El ministro de Trabajo, Largo Caballero, Unamuno y el titular de Hacienda, Indalecio Prieto, durante la manifestación del Primero de Mayo de 1931.

 

[Tereixa Constenla, EL PAÍS, 27-3-2014]

Entre la carta que Unamuno escribió en noviembre de 1896 para apelar a la clemencia de Cánovas del Castillo a favor de un anarquista predestinado a pagar por otros y el manifiesto de Convocatoria Cívica, presentado en el Ateneo de Madrid en julio de 2013 en defensa de “otro camino” para salir de la crisis y fortalecer la democracia, hay una cuerda de la que ha tirado Santos Juliá para escribir su nuevo ensayo:Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas(Galaxia Gutenberg).

Desde aquel extremo decimonónico nada, ni siquiera las etapas de mordaza democrática (las dos dictaduras y la guerra), ha roto la cuerda que lleva del desastre político del 98 al desastre económico de 2008. Así que Juliá reconstruye las convulsiones del pasado reciente a partir de 446 escritos (manifiestos, cartas, artículos, declaraciones…) que representan una voz colectiva y que aspiran a influir sobre las acciones de gobierno. “La primera vez que se sustantiva en un documento público la palabra intelectual es en la carta de Unamuno. En Francia ocurre en torno al caso Dreyfus, cuando se da la primera manifestación colectiva de los intelectuales. El equivalente español será con la Generación del 14, aquí se da una pequeña gran guerra de palabras entre aliadófilos y germanófilos”, expone el historiador. “Nos hacemos solidarios de la causa de los aliados, en cuanto representa los ideales de la justicia, coincidiendo con los más hondos e ineludibles intereses políticos de la nación”, voceaban desde la revista España en julio de 1915 Ortega y Gasset, Pérez Galdós, Romero de Torres, Unamuno, Machado, Falla o Pittaluga. “Afirmando la neutralidad del Estado español, se complacen en manifestar la más rendida admiración y simpatía por la grandeza del pueblo germánico, cuyos intereses son perfectamente armónicos con los de España” replicaban cinco meses después desde Abc Benavente y Vázquez de Mella, entre otros.

Hasta este intercambio de puyas públicas, y con pocas excepciones (en Cataluña), los intelectuales se habían expresado de forma individual. Cada integrante de la Generación del 98 lloró y reflexionó por su cuenta. Pero la carrera de El Llanero Solitario se extingue con ellos. A partir de la Primera Guerra Mundial lo colectivo se impone. Se registran alianzas que hoy asombrarían como la que observa Juliá durante la dictadura de Primo de RiveraLo insólito fue que los intelectuales, que no habían manifestado oposición ni levantado lamento alguno por las libertades perdidas ni por el Parlamento cerrado, se mostraron de pronto muy numerosos y unidos en defensa de la lengua catalana, que el dictador había proscrito de actos y documentos oficiales y cuyo uso en las escuelas de primera enseñanza había prohibido”.

En los treinta florecen los llamamientos políticos de pensadores. Desde las filas conservadoras, adormecidas hasta entonces, emergen voces como la del escritor José María Pemán que, en 1932, ataca al gremio: “En lugar de enfrentarse valientemente con la masa y aprovechar su nombre y su prestigio para imponerle sus ideas selectas, limitadoras de los excesos, el intelectual lo que ha hecho es decorar con su prestigio y con su nombre las ideas mediocres que la masa le imponía a él”. En aquel marco internacional de pugna (también teórica) entre fascismo y comunismo, España aporta su singular grano de arena. “El peso de los intelectuales católicos será muy importante, con corrientes muy combativas que defienden el exterminio del adversario. Esto le da un carácter a la guerra que hace que no solo se pueda reducir al fascismo/antifascismo, sino también al ser o no católico”, explica Juliá. La derecha exalta la nación. La izquierda, el pueblo. “Este levantamiento criminal de militarismo, clericalismo y aristocratismo de casta contra la República democrática, contra el pueblo, representado por su Gobierno del Frente Popular, ha encontrado en los procedimientos fascistas la novedad de fortalecer todos aquellos elementos mortales de nuestra historia…”, sostienen en La Voz el 30 de julio de 1936, entre otros, Gómez de la Serna, Chacel, Buñuel, Halffter o Dieste.

La dictadura de Franco trasladó las protestas al exilio. Juliá aprecia dos etapas. Hasta 1953 los desterrados reclaman un retorno de la República de la mano de los aliados. “Eso pierde fuerza a medida que se convencen de que no tendrá viabilidad”, señala el autor de Historias de las dos Españas, el libro de 2004 que motivó su inicial recopilación de escritos que con el tiempo alimentarían el actual ensayo. Las revueltas estudiantiles de 1956 confirman la inflexión, como delata esta firma: “Nosotros, hijos de los vencedores y los vencidos”. “La mirada ya no se dirige a los aliados, sino al interior. Empieza la teoría de los puentes y, a partir de los sesenta, proliferan los manifiestos firmados por gente que está dentro y fuera que plantean demandas concretas”, indica Juliá. Comienza “la lucha firmada”, en palabras de Javier Pradera. Uno de los ejemplos tempranos es una carta de mayo de 1962, a raíz de una huelga minera, suscrita por Menéndez Pidal, Cela, Laín Entralgo, Aleixandre, Gil-Robles, Bergamín, Marías, Sastre, Saura, Torrente Ballester o Ridruejo.

La democracia mantuvo el vigor del sujeto colectivo, aunque se perciben cambios. “Se acrecienta la importancia de la gente del mundo del espectáculo o trabajadores de la cultura, que ya había comenzado a finales del franquismo. En un mismo manifiesto podemos encontrar juntos a Sara Montiel y Aranguren, o a Cela y Ana Belén”. Culmina ese momento con el Manifiesto por el Cambio de 1982, el último en el que las diferencias partidistas no dividían en bandos a los intelectuales. Luego llegaron decepciones (el ingreso en la OTAN, la continuidad del terrorismo de ETA, las cuestiones territoriales, la guerra de Irak…) y revoluciones tecnológicas (Internet). “Del intelectual-profeta se pasa al observador comprometido con valores universales. Con la Red se multiplican los manifiestos. Puede provocar una banalización y ruido, pero es un elemento movilizador como nunca ha habido, como vimos con la defensa de la sanidad pública en Madrid. Aumenta la conciencia crítica, muy importante para la consolidación de la democracia del futuro. El intelectual ya no tiene púlpito pero sí un lugar en el escenario”.

 

75è aniversari dels bombardejos de Barcelona

Las bombas no se pueden olvidar. Quizá no se registra el día y la hora exacta, pero su recuerdo es imborrable. “Fue el mismo día que otra bomba cayó en la plaza Nova, frente a la catedral… Yo estaba sola en casa, en la calle de la Rosa, porque mi madre había ido al lavadero…”. Mercè Romero tenía 8 años y estaba sola en casa cuando sonó la alarma. “Unos vecinos me llevaron al sótano de un bar que servía de refugio; cuando salimos, la casa frente a la nuestra se había derrumbado, era una montaña de ruinas que había que escalar para salir… Nuestro piso, en el número 6, quedó muy tocado, tuvimos que irnos…”. Era el 30 de enero de 1938 y el bombardeo sobre el casco viejo de Barcelona fue especialmente cruel y mortífero, con unos 600 muertos. En la plaza Sant Felip Neri murieron 42 personas, la mayoría escolares. Era el peor bombardeo sobre Barcelona desde que había empezado la guerra, y la ciudad llevaba unos cuantos. Pero lo peor estaba por llegar. El 16, 17 y 18 de marzo. Hace 75 años.
Esos tres días de marzo, los bombarderos italianos Saboya, en 13 raids ejecutados en intervalos aproximados de tres horas, descargaron más de 40 toneladas de bombas que mataron a unas mil personas y causaron muchos más heridos. Varias de esas bombas cayeron sobre la Gran Via, entre la plaza Universitat y el paseo de Gràcia, donde destruyeron edificios y dejaron más de cien muertos. Una de ellas fue especialmente mortífera, la que cayó en Gran Via/Balmes, cerca del cine Coliseum: alcanzó un camión militar cargado de explosivos que multiplicó la masacre.
Ese marzo, una Barcelona de un millón de habitantes –con decenas de miles de refugiados llegados del resto de España– era la sede del gobierno republicano de Juan Negrín. También lo era del gobierno vasco. El ejército franquista había iniciado pocas semanas antes la gran ofensiva de Aragón, preludio de la decisiva batalla del Ebro. La ciudad estaba a tiro de la Aviación Legionaria italiana con base en Baleares. El Duce Benito Mussolini dio la orden por telegrama el día 16 al general Vincenzo Velardi, jefe de la Aviación Legionaria: “Iniciar desde esta noche acción violenta sobre Barcelona con martilleo espaciado en el tiempo”. La orden era machacar la ciudad.
Los historiadores han apuntado diversas circunstancias que podían haber decidido al caudillo fascista a dar esa orden, sin consultar siquiera a Francisco Franco: una intención de acelerar el final de una guerra que Franco quería larga, conseguir un éxito sonado cuando Adolf Hitler ya presumía del Anschluss (la anexión de Austria a Alemania ), vengarse de la derrota italiana en Guadalajara hacía un año, probar una nueva táctica de bombardeo sobre una gran ciudad, como la aviación de la Legión Cóndor había experimentado otra en Gernika… En todo caso, se quería atacar a la población civil en la retaguardia y, de paso, hundir la moral republicana. No se buscaban objetivos militares, industriales o estratégicos. Barcelona fue objetivo principal de los bombardeos en la guerra, pero ni mucho menos el único. En Catalunya la lista de ciudades bombardeadas por franquistas, italianos y alemanes es larga: Lleida, Granollers, Tarragona, Reus, Figueres, Badalona, Manresa, Les Borges Blanques…, hasta 140 poblaciones.
Mercè Romero ya no estaba en la calle de la Rosa esos tres días de “martilleo espaciado”. Con su familia, se había trasladado a vivir al edificio donde trabajaba su padre, la agencia de aduanas J. Marly, en la Rambla. Allí también se oía “el vuelo de los cazas y los silbidos de las bombas cuando caían, y las explosiones”. Y las sirenas de alarma, que esos tres días no cesarían; la que anunciaba que cesaba un bombardeo era seguida de la llegada de más aviones… “Durante años me duró esa sensación, pensando que oía ruidos del cielo…” explica. Pero no volvió a un refugio. “Mi padre no quiso ir nunca; decía que si nos tenía que pasar algo, que nos pasase. Nos quedábamos en una habitación pequeña, junto a una pared maestra, y mi padre me hacía tener un lápiz en la boca, para evitar que una onda expansiva me reventase los tímpanos”.
Tampoco fue a refugios Pilar Llopart, que había nacido el día que murió Francesc Macià (Navidad de 1933) y vivía en el hotel Inglés, que su padre regentaba en la calle Boqueria. “A veces, mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí al terrado y desde allí veíamos los aviones, las explosiones sobre la Barceloneta… Quería que lo viviéramos de la manera menos traumática posible… Yo era muy pequeña, pero recuerdo perfectamente que vi la cara de los aviadores cuando volaban bajo…”.
Manuel Cardeña, nacido en 1930, sí fue alguna vez al refugio de la calle Ali Bey (hoy Tànger, en el Poblenou) a la que se habían mudado desde el Clot al inicio de la guerra. Pero era “un refugio lleno de fango, justo sobre la capa freática…, no se podía estar allí y mi padre decidió que no volveríamos. Nos quedábamos en casa, junto a la pared maestra, rodeados de colchones”.
No se ha precisado cuántos refugios se construyeron en Barcelona, pero fueron cientos. Desde julio de 1937 existía la Junta de Defensa Pasiva de Catalunya. El Ayuntamiento (Hilari Salvadó era el alcalde) también creó una junta de defensa pasiva local. Estas juntas coordinaron brigadas constructoras de refugios antiaéreos en fábricas, bajo plazas y otros solares. La junta local llegó a planificar casi 1.300 refugios públicos y privados, pero no se hicieron todos, y no se ha podido documentar una lista completa. Además, se usaron como refugio las estaciones del metro. Muchos preferían no refugiarse en el subsuelo. Y si se estaba algo alejado del barrio en que caían las bombas de turno, aún se podía contemplar el ataque. Como hizo más de una vez Cardeña: “El edificio donde vivíamos era alto, de siete pisos, y en el terrado había un nido de ametralladoras antiaéreas que no recuerdo que se utilizaran nunca, pero mis hermanas subían a charlar con los soldados. Desde nuestra galería veíamos los bombardeos sobre la Barceloneta, y cómo saltaban por lo aires, maderas, hierros…”. Y tenía otro mirador, a ras de suelo: “Me tumbaba en el patio de la fábrica de toldos de Can Rigalt, donde trabajaba mi padre, y veía cómo los aviones combatían en el aire”.
Pilar Llopart veía “por un lado, el potente reflector de la iglesia del Pi, y por otro, la punta del monumento a Colón y cómo caían las bombas sobre el puerto” desde la terraza del hotel Inglés. Hasta que un día “una bomba entró en el hotel, por la parte de atrás, en oblicuo desde el tercer piso hasta la planta baja, y destruyó toda la parte trasera, pero no murió nadie, porque todos estábamos en la parte delantera”. Tuvieron que dejar el hotel.
Algunos de aquellos niños de entonces no tenían miedo. Cardeña no recuerda la sensación de miedo. En su calle cayó una vez una bomba que no explotó “y los críos estuvimos allí, mirando cómo los artificieros la desmontaban; era una imprudencia, claro, pero nos quedamos allá hasta que nos echaron”. Llopart habla de “tensión”, cuando quedaba un ratito a solas y a oscuras esperando a que su padre fuera a buscarla para llevarla en brazos a su habitación en una noche de bombas. Recuerda perfectamente cómo preguntaba: “¿Mamá, por qué no paran las sirenas?”. Romero confiesa llanamente que sí pasó miedo. Como lo pasaron centenares de miles de personas. Este tipo de miedo es de gente adulta. Muchísimas familias huyeron de Barcelona, sobre todo después de las bombas de marzo. Las crónicas periodísticas hablan de un éxodo de miles y miles de personas.
Galeazzo Ciano, ministro de asuntos exteriores del gobierno italiano y yerno de Benito Mussolini, explicó en sus diarios: “He recibido y he entregado al Duce el relato de un testigo ocular. Nunca había leído un documento de un realismo tan aterrador”. Un terror que evidentemente no le hizo dimitir. Acabada la guerra, en julio del 39, un Ciano triunfador visitó la ciudad que su ejército había bombardeado, Barcelona. Mercè Romero aún residía con sus padres en el edificio de la empresa aduanera en la Rambla. “Mi padre se resistió a dejar entrar allí a gente para que participara en el recibimiento a Ciano. Nos echaron de allí y mi padre estuvo detenido cinco o seis meses”.
Hace pocas semanas, la Audiencia de Barcelona ordenó investigar los bombardeos italianos sobre Barcelona, lo que dio curso a una querella presentada por la asociación Altra Italia y dos supervivientes de entonces, Anna Raya y Alfons Cànovas. Se quiere incluso determinar si sigue vivo algún mando militar italiano responsable de las matanzas en Barcelona a lo largo de la guerra española, en la que oficialmente Italia no era parte beligerante (Alemania tampoco). Cardeña, el niño que miraba batallas aéreas tumbado en el patio, cree que “lo negativo de esta iniciativa es que remueve cosas…, odios de entonces; lo positivo es que las injusticias se han de reparar. No estaría mal que el Estado italiano expresase sus condolencias por aquello”
Vista aèria de Barcelona, 17 de març de 1938
PROCEDÈNCIA: Archivio Militare dell’Areonautica Italiana, Roma.

En marzo de 1938, la gente de Barcelona -y la de otras ciudades catalanas- sabía lo que era un bombardeo aéreo. La ciudad ya había sido atacada varias veces por la Aviación Legionaria italiana con base en Mallorca, aunque el primer bombardeo de gran intensidad se efectuó desde el mar, el 13 de febrero del año 1937, ocho meses después de iniciarse la Guerra Civil, cuando el crucero italiano Eugenio di Savoia descargó sus baterías sobre el distrito central. Entre el 16 y el 18 de marzo del 38, el aire, sin embargo, vibró de otra manera. El bombardeo, lento, espaciado en el tiempo, no cesaba. Cuando las sirenas callaban y parecía que el peligro había desaparecido, las alarmas volvían a sonar. Trece ataques en 41 horas. Pánico general al tenerse noticia de una enorme explosión en el centro de la ciudad. Una increíble y trágica casualidad: una bomba cayó sobre un camión militar que transportaba dinamita por el centro de la ciudad y provocó una matanza. Comenzó a circular el rumor de que los italianos estaban ensayando un nuevo tipo de explosivo y miles de personas comenzaron a huir hacia las afueras. Al cabo de tres días, cuando la pesadilla terminó, la aviación italiana había matado a más de novecientas personas y había colapsado los hospitales con 1.500 heridos. Había provocado el pánico y, sobre todo, había desmoralizado a la población. Los barceloneses sabían que la República y la Generalitat (la autonomía catalana) tenían perdida la guerra.
Barcelona fue bombardeada de esa manera para impresionar a Hitler. El día 12 de marzo de 1938, el régimen nacional-socialista alemán había ejecutado la Anschluss, la anexión de Austria al III Reich. No era una buena noticia para Benito Mussolini, que había intentado mantener en pie el gobierno autoritario del canciller Dollfuss, padre de un austro-fascismo opuesto a la pérdida de la soberanía nacional. Mussolini quedó preocupado. Había que enviar una “señal” a Hitler; un mensaje que recordase a los alemanes, y a Europa entera, la robustez del régimen fascista. Aún estaba
fresco, demasiado fresco, el recuerdo de la derrota italiana en la batalla de Guadalajara (8-23 de marzo de 1937), cuyo primer aniversario estaba a punto de ser celebrado en París por diversas asociaciones antifascistas. Era necesaria una demostración de fuerza. Mussolini dio la orden.
En marzo de 1938 estaba a punto de cumplirse un año del brutal bombardeo de Gernika por parte de la Legión Cóndor alemana. Esta pequeña ciudad vasca de cinco mil habitantes sufrió el 26 de abril de 1937 un devastador ataque en el que se utilizaron bombas incendiarias. Gernika, lugar muy simbólico para la nación vasca, fue totalmente arrasada. Las crónicas del periodista británico George Steer para The Times, presente al cabo de unos días en el lugar de los hechos, contribuyeron a difundir la noticia y convertir aquel acontecimiento en el signo más trágico de la guerra de España. El Gobierno de la República quiso que el drama de Gernika estuviese presente en la Exposición Internacional de París de julio de 1937 y encargó un gran cuadro al pintor Pablo Picasso. Un cuadro que se convertiría en un símbolo universal.
Los bombardeos de Barcelona no fueron pintados por ningún gran artista, pero merecieron la atención de la prensa europea y norteamericana. Una de las reacciones más significativas fue la del L’Osservatore Romano, diario de la Santa Sede, que los condenó en su edición del 24 de marzo. Pío XI encargó al nuncio Ildebrando Antoniutti que hiciera llegar su malestar al general Franco. También protestaron el primer ministro francés Leon Blum y el premier británico Chamberlain. Años después, al iniciarse los bombardeos de la aviación nazi sobre Londres, Winston Churchill dijo lo siguiente: “Confío en que nuestros conciudadanos sabrán resistir como supo hacerlo el valiente pueblo de Barcelona”.
Franco en realidad no sabía nada. Esta vez, no. Al cabo de tres días, preocupado por el eco internacional, el cuartel general de Burgos pidió a los italianos que parasen el ataque. La Aviación Legionaria italiana actuaba sobre objetivos previamente señalados por el mando franquista, pero gozaba de autonomía. Mussolini apoyaba a los militares rebeldes y a la vez llevaba a cabo su propia guerra en
el interior de la guerra española. La base de Mallorca, organizada en 1936 por el jefe fascista Arconavaldo Bonacorssi, conde Rossi, simbolizaba la ambición de un imperio mediterráneo.
Mussolini movía pieza en función de los inestables equilibrios europeos y de sus complejas relaciones con el Vaticano. En agosto de 1937, tras la caída de la ciudad de Bilbao, ofreció una honrosa rendición a los nacionalistas católicos vascos, para agradar a la Santa Sede. Con el beneplácito de Pío XII, los oficiales vascos se rendían a las tropas italianas y podían abandonar España en barco. Cuando Franco se enteró, montó en cólera y rompió el acuerdo. Los oficiales vascos fueron encarcelados, juzgados y muchos de ellos fusilados. Puede afirmarse que el nacimiento de ETA en 1959 -veintidós años después del pacto de Santoña- fue, en parte, fruto de esa humillación. Después de aquel gesto de moderación con los vascos, el dictador italiano ordenó bombardear brutalmente Barcelona para impresionar a Hitler y borrar cualquier sospecha de debilidad.
Se cumplen hoy 75 años. La República italiana, surgida de la victoria sobre el fascismo, no es responsable de aquel cruel ataque. El dictador Mussolini murió ejecutado. Y no puede pasar por alto que en 1946, el nuevo Gobierno de Italia, a propuesta del líder comunista Palmiro Togliatti, decretó una amnistía general. Barcelona y las demás ciudades catalanas bombardeadas esperan, sin embargo, un gesto de la Italia democrática.

El perfil ideològic del franquisme:autoritarisme feixista i nacionalcatolicisme

Dios entra en las leyes, las casas y las escuelas


[publicat: El País, 10-2-2013]

Julián Casanova revisita en su nuevo libro la Guerra Civil Española [Crítica edita España partida en dos. Breve historia de la Guerra Civil española, de Julián Casanova, el 12 de febrero].

En este extracto, el historiador relata cómo el franquismo se apresuró, aún en plena contienda bélica, a dinamitar el laicismo republicano. La revitalización religiosa acabó con el divorcio y el matrimonio civil e impuso el crucifijo en todos los órdenes de la vida. Julián Casanova repasa en este extracto, relata el desmantelamiento del laicismo republicano por parte del franquismo.

 

Un nen efectua  la salutació feixista. / archivo sandri


Franco sortint sota pa·li d’una església acompanyat de les autoritats eclesiàstiques.

 

La fusión entre la tradición católica y el ideario fascista tenía como vínculo común la destrucción de las políticas y de las bases sociales y culturales de la República. Antes de que apareciera en escena Francisco Franco como generalísimo y caudillo de los militares rebeldes, la Junta de Defensa Nacional de Burgos ordenó, el 4 de septiembre de 1936, “la destrucción de cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en bibliotecas ambulantes y escuelas” y la supresión de la “coeducación”, de la enseñanza de niñas y niños juntos en las escuelas, uno de los caballos de batalla de la jerarquía eclesiástica y de los católicos contra la política educativa republicana.

 

La revitalización religiosa llegó hasta el último rincón de las tierras en poder de los militares sublevados, con el cambio de calles, la restauración del culto público, el restablecimiento de la enseñanza religiosa y la “reposición” de los crucifijos en las escuelas. El “regreso” de los crucifijos a las escuelas, que habían sido retirados de ellas durante los años republicanos, adquirió una especial carga simbólica, con los niños como testigos. Alcaldes y sacerdotes dirigieron en la mayoría de los casos las ceremonias, mientras que los obispos solían aportar el discurso.

En la primera reunión del primer Gobierno de Franco, el jueves 3 de febrero de 1938, se decidió “revisar” toda la legislación laica de la Segunda República, y así, a golpe de decreto derogatorio, se anularon los matrimonios civiles (marzo de 1938) y cayó una ley tras otra, desde la Ley de Divorcio (agosto de 1938) hasta la de Confesiones y Congregaciones Religiosas (febrero de 1939), aquella ley de junio de 1933 que había marcado el punto álgido de desencuentro entre la Iglesia católica y la República.

 

La “renovación” legal fue tan rápida que solo unos meses después, el último día de junio de 1938, José María Yanguas Messía hacía balance de la “catolicidad” de su Gobierno en el discurso de presentación de credenciales como embajador ante la Santa Sede: “Ha devuelto ya el crucifijo y la enseñanza religiosa a las escuelas, ha derogado la Ley del Matrimonio Civil, ha suspendido el divorcio, ha restaurado ante la ley civil la Compañía de Jesús, ha reconocido en letras oficiales la personalidad de la Iglesia católica como sociedad perfecta, la santidad de las festividades religiosas y ha llevado al Fuero del Trabajo una concepción auténticamente católica y española”.

Agradecida y feliz estaba la Iglesia católica ante tanta obra reparadora por parte del Gobierno. En primer lugar, con el “gloriosísimo Caudillo”, a quien se le consideraba sin ninguna duda el “hombre providencial, elegido por Dios para levantar España”, según rezaba el Catecismo patriótico español que el dominico Ignacio G. Menéndez Reigada publicó en Salamanca en 1937, anticipo del rosario de catecismos que iban a publicarse en los primeros años de la posguerra.

 

España volvía a ser católica, una, grande y libre, pero para consolidar eso había que meter “a Dios y sus cosas en todo”, en las leyes, en la casa y en las instituciones. Y había que arrojar a los “falsos ídolos intelectuales”, expurgar las bibliotecas, pedía Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca, en su carta pastoral de mayo de 1938, “sobre todo las populares y aun escolares y pedagógicas, en las cuales tanta mercancía averiada y venenosa se había introducido en los últimos años”.

 

La Iglesia pedía todo eso y mucho más a los gobernantes, a cambio del apoyo prestado a la sublevación, de la bendición de la violencia emprendida contra republicanos y revolucionarios. La “reconstrucción espiritual” pasaba sobre todo por las escuelas. “Se acabó el desdén por nuestra historia”, decía Pedro Sainz Rodríguez, monárquico fascistizado, ministro de Educación en el primer Gobierno de Franco, en una circular a la Inspección de Primera Enseñanza que envió a comienzos de marzo de 1938. Y unos meses después, desde el mismo Ministerio, se marcaba el camino a seguir en la reorganización de la enseñanza pública en Barcelona, cuando cayera conquistada por las tropas de Franco: “Debe llevarse a las escuelas crucifijos, retratos del jefe del Estado, banderas nacionales y algunos letreros breves con emblemas y leyendas sintéticas, que den la idea a los niños de que se forma un nuevo Estado español y un concepto de patria que hasta ahora se desconocía”.

No todo era religión, sin embargo, en la retaguardia franquista. Y para escapar del viejo concepto de caridad y beneficencia y plasmar los sueños de “justicia social” falangistas, la lucha en plena guerra contra “el hambre, el frío y la miseria”, nació en octubre de 1936 Auxilio de Invierno, convertida en Delegación Nacional de Auxilio Social en mayo de 1937. Fue la obra de Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, y de Javier Martínez de Bedoya, un antiguo amigo de estudios de Onésimo, quien, tras pasar una temporada en la Alemania nazi, volvió a España en junio de 1936 y en otoño de ese mismo año le propuso a Sanz Bachiller, que era en ese momento jefa provincial de la Sección Femenina de Valladolid, crear algo similar a la Winterhilfe nazi para recoger donativos y repartir comida y ropa de abrigo entre los más necesitados. En menos de un año, lo convirtieron “en una institución al servicio de la política demográfica del nuevo Estado franquista”, defendiendo la maternidad, con la puesta en marcha de una obra de protección a la madre y al niño: “Necesitamos madres fuertes y prolíficas, que nos den hijos sanos y abundantes con que llevar a cabo los deseos de imperio de la juventud que ha muerto en la guerra”.

La formación de ese nuevo Estado y del nuevo concepto de patria destrozó las conquistas y aspiraciones políticas de intelectuales, profesionales y sectores de la Administración que habían desarrollado una cultura política común marcada por el republicanismo, el radicalismo democrático, el anticlericalismo y, en algunos casos, el mesianismo hacia las clases trabajadoras. Maestros, médicos, funcionarios y profesores de universidad eran perseguidos por haber desarrollado una labor “perturbadora”. El castigo, en forma de asesinato, alcanzó a los rectores de algunas universidades. Famosos fueron los casos de Leopoldo García-Alas, hijo del escritor Leopoldo Alas Clarín, jurista y político republicano, profesor y rector de la Universidad de Oviedo, fusilado en febrero de 1937. Y Salvador Vila Hernández, rector de la Universidad de Granada, notable arabista, discípulo de Miguel de Unamuno, fusilado en octubre de 1936 en Víznar, en el mismo lugar que había caído asesinado dos meses antes el poeta Federico García Lorca.

Les migracions

 

 

 

La desmemoria

Cuando los españoles se han enriquecido se han olvidado de que en muchas épocas han pertenecido y ahora vuelven a pertenecer a un país de emigración que ha aportado mucho a las sociedades de acogida

EL PAÍS-  Jordi Soler,  12 de gener del 2013

Hace unos cuantos años, muy pocos, el principal miedo de los españoles, dentro de una lista de opciones atroces que incluía, por ejemplo, el terrorismo y el paro, era el miedo al inmigrante.

Era el miedo sintomático de un país rico que veía a los inmigrantes como una amenaza, como una turba de gente necesitada que quería aprovecharse de su riqueza, de sus plazas de trabajo y de sus servicios sociales.

Pero ese miedo al inmigrante, a la gente que tiene que salir de su país para instalarse en otro que le ofrezca mejores oportunidades, era también el miedo de un país desmemoriado, cuya bonanza económica lo había hecho perder de vista uno de sus fundamentos, que es precisamente esa multitud de españoles que, a lo largo de los siglos, exactamente igual que los inmigrantes que vienen aquí, han ido emigrando de este país para instalarse en otro que les ofrezca una vida mejor.

Los emigrantes españoles, desde el primer conquistador hasta el último gachupín, primero a la fuerza y luego en sociedad con los habitantes de aquellas tierras, fueron conformando ese territorio enorme, rico y fecundo que es Latinoamérica. España puso ahí su lengua, su religión y una forma particular, y única, de encarar la vida que se sigue conservando hasta hoy.

Gracias a sus emigrantes, España creció y se multiplicó en aquel continente, y hoy su lengua, el español, tiene una importancia capital en el mundo y una capacidad de expansión, y una influencia, que la hacen cada día más importante. Si no fuera por los países latinoamericanos, España, y el español, tendrían hoy la relevancia mundial que tienen Polonia, y el polaco.

El ensayista mexicano Alfonso Reyes, que fue, entre otros destinos diplomáticos, embajador de México en España, decía, refiriéndose a la evidente e insoslayable relación que hay entre los dos países, que quien no conoce México no conoce bien España, y viceversa.
Se refería a la forma en que España, durante quinientos años ha ido diseminándose y creciendo del otro lado del mar, sin dejar de ser ella misma, pero, simultáneamente, reconvertida en otros países.

Escribo esto pensando en la nueva oleada de emigrantes españoles que, huyendo de la interminable crisis económica europea, se están yendo a México a buscarse la vida, y que son un eco de aquella oleada anterior de republicanos españoles que llegaron a aquel país, alrededor de 1939, buscando un empleo, una casa y un futuro, lo mismo que buscan los jóvenes emigrantes de hoy, aunque el origen de una y otra migración sea completamente distinto.

Como la única forma de combatir la desmemoria es haciendo memoria, voy a contar aquí las circunstancias en las que llegaron a México los españoles de la oleada anterior, una historia que conozco perfectamente porque en aquella oleada iban mi madre y mis abuelos. Hablo de oleadas porque estas migraciones tienen un carácter cíclico, como las olas del mar.

En 1939, al terminar la Guerra Civil, más de medio millón de republicanos tuvo que huir a Francia para ponerse a salvo de la represión del general Franco, que no contento con su triunfo también quería hacer desaparecer a los sobrevivientes del bando contrario de la faz de la Tierra. Aquellos españoles, que llegaban a Francia como refugiados políticos, fueron tratados como prisioneros y encerrados en varios campos de concentración que se habían dispuesto cerca de la frontera, y que hoy constituyen una de las páginas más negras, y también más ignoradas, de la historia de Francia.

Aquellos cientos de miles de españoles se encontraron, de pronto, prisioneros en un país que no los quería, ni sabía qué hacer con ellos y, sobre todo, sin país al cual regresar.

Las democracias del mundo hicieron la vista gorda ante el triunfal golpe de Estado de Franco, decidieron no intervenir, no meterse en ese asunto que consideraban estrictamente doméstico. Todos los países le dieron la espalda al Gobierno legítimo de España, excepto México, que, en uno de los episodios más conmovedores que recuerda la diplomacia, defendió a la República y al Gobierno de Azaña, una y otra vez, con el único apoyo de la URSS, en Ginebra, ante la Sociedad de Naciones, que era entonces el germen de la ONU.

Unos años antes, en diciembre de 1936, el presidente de México, Lázaro Cárdenas, había otorgado asilo político a León Trotski que, como estaba a punto de pasar a los republicanos españoles, se había quedado sin país al cual regresar.

“No podemos aceptar que haya un hombre en el mundo que carezca de un lugar donde vivir”, dijo Cárdenas entonces, y a partir de esta idea comenzó a movilizarse la diplomacia mexicana en Francia, en perfecta coherencia con la defensa de la República que hacía en la Sociedad de Naciones, para ayudar y ofrecer refugio a cualquier español que quisiera irse a vivir a México.
El 11 de septiembre de 1940, ya en plena ocupación alemana, el embajador mexicano en Francia, en un esfuerzo que no daba tregua a los pocos funcionarios con que contaba su oficina, había logrado documentar a 100.000 españoles que querían irse a México, y que esperaban subirse a alguno de los barcos que con ese objetivo fletaba el Gobierno de Lázaro Cárdenas y que Luis I.Rodríguez, el embajador, tenía que salir a buscar por todos los puertos de Europa. No todos los que se acogieron al ofrecimiento de Cárdenas llegaron a subirse al barco, pero sí varios miles que poco a poco se fueron integrando a la sociedad mexicana y con los años fueron dejando un legado cultural que hasta hoy enriquece a aquel país. En 1939 se fue a México, y a otros países latinoamericanos, lo mejor de España; profesores, médicos, políticos, artistas, poetas y filósofos llegaron a trabajar y a enseñar lo que sabían.

Y es probable que hoy esté pasando lo mismo, que los jóvenes mejor preparados se estén yendo de aquí, a buscar oportunidades y, eventualmente, a enriquecer los países a los que lleguen.

Dentro de unos años, cuando en España mejoren las cosas, algunos regresarán, pero otros no, como demuestra la historia de los miles de emigrantes que se han ido y que, años después, se descubren con hijos y nietos en ese país donde pensaban permanecer solo un tiempo, en lo que mejoraban las cosas en el suyo.

Esperemos que entonces no vuelva a caer sobre nosotros la desmemoria, que cuando este sea otra vez un país rico no se olvide de sus emigrantes, de esa España que lleva quinientos años floreciendo en América Latina; que la memoria alcance para tratar con más delicadeza a los inmigrantes que vendrán aquí a buscar una oportunidad, y que sea suficiente para no volver a percibirlos con miedo.

De aquella historia de alta diplomacia que protagonizó México en la Sociedad de Naciones, en Ginebra, no se acuerda nadie, y se recuerda bastante poco la solidaridad que tuvo Lázaro Cárdenas con los exiliados españoles. Se recuerda tan poco, y tan mal, que hoy tenemos aquí situaciones como esta: si un mexicano quiere viajar a España, ya no digamos a instalarse sino como turista, tiene que cumplir con una lista desproporcionada de requisitos que incluye, por ejemplo, que el amigo o pariente que va a hospedarlo tenga que ir a la comisaría de su barrio a presentar los planos de su casa para que un policía vea si tiene espacio suficiente y dé su visto bueno. Y además se expone, como sucede con frecuencia, a que el oficial de turno no lo deje pasar y lo devuelva a México en el siguiente vuelo.

Quizá sería momento de revisar esa dura reglamentación, propia de países ricos que no quieren inmigrantes, porque las cosas han cambiado rápida y radicalmente, ahora la gente, más que venir, está mirando cómo se puede ir de aquí.

De toda esta gente que ya se ha ido, y que empieza a construirse una vida en esa nueva oleada de españoles que va llegando a México, habrá muchos que son hijos de esas personas que hace unos años, muy pocos, ni siquiera diez, identificaban al inmigrante como el peor problema de España y que hoy, con mucho asombro, y supongo que algo de vergüenza, se encuentran con que son padres de un inmigrante, que trata de ganarse la vida en otro país. Este es, precisamente, el precio de la desmemoria.

Jordi Soler es escritor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Diada històrica

Passeig de Gràcia

El tsunami de Barcelona.[Editorial LVG,12-9-2012]

Diada histórica.[Editorial El País,12-9-2012]

Vuit punts de vista sobre Espanya,Catalunya[LVG,16 de setembre de 2012]

¿Independencia o secesión ligera?[Xavier Casals, El País, 16-9-2012]

Momento constituyente originario[Javier Pérez Royo, El País 14-9-2012]

Independentismo de corazón y de conveniencia[Milagros Pérez Oliva, El País Domingo, 16-9-2012]

De la resistència emprenedora a la plenitud exigent [Salvador Cardús, 11 setembre de 2012]

 

 

 

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