[Manuel Leguineche, EL PAÍS, 12-1-2003]
-
Cerca de un millón de hombres, mujeres y niños dejaron España en 1939
-
Conocieron la ‘hospitalidad’ gala, el nazismo y sufrieron los campos de concentración de Hitler
-
Una generación perdida que desaprovechó el capital de 5.000 intelectuales en el exilio
Tras la retirada y el éxodo republicano de España a Francia, los de la División 26 pasaron los primeros días en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española. Las autoridades francesas los llevaron allí con el ánimo de atarles corto y más tarde disgregarlos. Antonio García Barón, natural de Monzón (Huesca), de 80 años, hoy residente en un lugar del Alto Amazonas boliviano, recuerda el último episodio de la Guerra Civil.
“Alguien llamó a la nuestra, la de los anarquistas de Durruti, la División de los Pastores. Por allí cruzamos con nuestros rebaños, por el embudo que se forma entre Seo de Urgel y Puigcerdá. Así dijimos adiós a España,derrotados pero no vencidos. La gente se agolpaba en las orillas para verlos pasar. En Seo de Urgel empezaba una estrecha carretera, que tomamos. Todo eran rumores. Se decía que el ejército francés se aprestaba a cerrar la frontera a cal y canto. Tan sólo los civiles podrían franquearla”.
“El comportamiento de las autoridades francesas fue escandaloso. ‘Pasaremos por las buenas o por las malas’, dijimos. Nos desarmaron o rompimos nuestros fusiles contra los muretes de cemento. Pero antes venderíamos cara nuestra piel. Aquel 10 de febrero de 1939 agotamos nuestras municiones al abrir fuego hasta el último cartucho contra los aviones de Franco desde la misma raya fronteriza, en presencia de los fotógrafos. Vacié el cargador y tiré mi fusil sobre el montón. Yo creo que los de la 26 fuimos los últimos soldados de la República en la sierra. Acarreamos rebaños de vacas, caballos, mulos. Los franceses se quedaron con todo; aunque hay que decir, en honor a la verdad, que más tarde lo devolvieron a España”.
Así terminó la guerra para Antonio García Barón, que se había incorporado a la Columna Durruti a los 14 años, cuando el líder leonés pasó por su pueblo, Monzón. Pero le esperaban otras guerras tal vez más crueles, el combate de nuevo contra los nazis que le pisaban los talones en la Francia ocupada. Luego, cinco años en el campo de exterminio de Mauthausen (Austria). Entraron 8.000 o 9.000 españoles, de los que tan sólo sobrevivieron entre 1.500 y 2.000. Antonio fue uno de ellos. Los vencedores de la Guerra Civil pusieron precio a su cabeza. A su madre le cortaron el pelo y la encerraron en prisión.
Tras la retirada y el éxodo republicano de España a Francia, los de la División 26 pasaron los primeros días en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española.
García Barón construye trincheras en la línea Maginot con las Compañías de Trabajo, trata de escapar junto con las fuerzas británicas en Dunkerque; pero, como tantos otros españoles, queda tirado en la playa mientras contempla desilusionado cómo aquella improvisada flotilla de barcos de fortuna enviada por Churchill surca el canal hacia la salvación en los blancos acantilados de Dover. Intentó abrirse paso hacia los bosques de la Alta Saboya, donde combatían los suyos en el maquis, cuando una patrulla de la Wermacht le hizo prisionero y debió caminar hasta Núremberg. Desde la ciudad de las manifestaciones hitlerianas, en un camión de ganado, le trasladaron a Mauthausen, donde recibió, como todos, un triángulo azul a la altura de pecho y la S de Spanier. A partir de ese momento eran subhombres.
Los fugitivos republicanos, unos 470.000, los de la España peregrina que cruzaron por Cataluña, acampaban en los prados, comían lo que podían, curaban las heridas, se preguntaban qué sería de ellos. Pronto lo sabrían.
A Antonio y a sus compañeros de armas los encerraron en un campamento en el que hicieron acto de presencia unos señores bien vestidos, con sombreros de copa y relojes de bolsillo de oro, armados de máquinas fotográficas de fuelle.
“Parecían, gordos y relucientes, la caricatura de alguna publicación anticapitalista. Regaron el campo de monedas y cigarrillos. Tenían a punto sus máquinas fotográficas para recoger el sublime instante: los harapientos españoles lanzados como locos sobre las monedas. Nadie se movió, nadie se levantó para coger nada. Aquellos señorones redoblaron la rociada de monedas y pitillos. Nada, los refugiados seguimos como estábamos, recostados, tumbados en el suelo, mirándolos con desprecio. Ninguno de nosotros movió un músculo”.
Los guardias franceses o senegaleses requisaron los rebaños de la 26.
“Yo me negué a abandonar mi burro. Llegó un gendarme con aires de mando y ordenó que me bajara. Le respondí que no, que no me apeaba de mi burro. Debió ver mucha determinación en mi voz porque se fue al cabo de un rato. Sólo me bajé al descubrir a dos personas de edad, paisanos de Monzón. Uno de ellos, Simón, era un anciano que me había visto nacer. Le quité los serones al jumento y lo llevé del ronzal. Al llegar a un castillo nos obligaron a desprendernos del asno. Nos retuvieron veinte días. Algunos refugiados llevaban consigo sus guitarras y acordeones. De esta manera, con cantes y música, olvidamos un poco las penas, que eran muchas y profundas, y nuestro lamentable estado físico”.
Llegaba en el campo de Le Vernet, en el Ariege, como en Gurs, Argelés, Saint-Cyprien o Barcarés, Arlés y Prats, la primera oferta para volver a la España de Franco. En esa repatriación tramposa estaban por medio los Cruces de Hierro, los fascistas franceses. La propaganda decía que los que regresaran serían recibidos con los brazos abiertos. Algunos ingenuos picaron el anzuelo.
Así dijimos adiós a España, derrotados pero no vencidos.
“Pronto recibimos noticias de los que decidieron regresar. ‘Volved, no nos ha pasado nada, no nos han hecho nada’. A los primeros no les hicieron nada, en efecto; pero a los segundos y terceros… Leyeron mi nombre por los altavoces: ‘Antonio García, le reclaman en el barracón de mando’. Es una trampa, pensé. Yo tenía un lema: el que se fía es hombre muerto. De modo que repitieron tanto mi nombre que ya por la tarde decidí presentarme. Me salió al paso un oficial del ejercito francés, de expresión afable:
-¿Antonio García? -preguntó-, ¿su segundo apellido?
-Barón.
-A usted es a quien buscamos. Tiene familia en Francia y sus parientes quieren ponerse en contacto con usted. Uno de ellos ha depositado unos miles de francos para que pueda comprarse ropa y se reúna con ellos.
Yo tenía mil moscas detrás de la oreja. El oficial me señaló un coche negro, de cortinillas bajadas, de aspecto fúnebre. Cualquier moribundo podría haber aceptado de buen grado aquel coche para su entierro.
-Antonio García Barón, puede subir al coche. Es usted libre, un hombre afortunado. Puede marcharse.
Al ver mi cara de desconfianza, el oficial se atrevió a echarme un discurso.
-Es usted muy joven, 17 años; tiene toda la vida por delante, dinero y una familia que le acoge. ¿Qué más puede pedir?
-Sí, pero mi porvenir está en América; quiero marcharme lejos de aquí.
-Es menor de edad, le han tachado de la lista de candidatos a la emigración. No sea tonto, suba al coche, donde le harán entrega del dinero”.
Había un pequeño detalle, Antonio no tenía ningún pariente en Francia. En aquel coche funerario, según dice, le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas. Salió del barracón para correr a refugiarse en el corro de los amigos y camaradas.
“Ese coche’, dije a los de la 26 cuando partió sin mí a una orden del oficial, ‘era mi ataúd”. Unas semanas después, los refugiados empezaron a criar forúnculos y pupas como consecuencia de la pésima alimentación y las condiciones de vida.
“Nos comían los piojos y las chinches en medio de aquel lodazal. La ración de agua era de un cuarto de litro por cabeza y día, 3.000 litros de agua pestilente para 16.000 personas. Eso es lo que nos regalaba el Gobierno socialista francés. Nos trataron muy mal. Cientos de miles de los nuestros, famélicos y andrajosos, vivieron una doble derrota. A algunos les quedó humor y ganas para cantar: ‘Allez, allez, reculez, reculez, / que tengo que echar el pie / desde Cervera a Argelés”.
Llegaban de La Junquera, Puigcerdá, Portbou, a través de Le Perthus o los pasos de montaña para conocer la calidad de la hospitalidad francesa. Fue una vergüenza. El periodista y escritor soviético Ilya Ehrenburg se hizo eco del recibimiento: a cada seis hombres les dieron un pan y una cantimplora de agua sucia. Los trataron con desprecio, mientras que en París el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, el vendedor de champaña Ribbentrop, era objeto de una fastuosa recepción.
Los fugitivos republicanos acampaban en los prados, comían lo que podían, curaban las heridas, se preguntaban qué sería de ellos. Pronto lo sabrían.
“Nos invadieron los piojos, la sarna, las pústulas. Sufrimos de disentería, tifus y otras plagas. Éramos los sales rouges,los sucios rojos, caídos en mala hora sobre las playas y los bancales de arena de Argelés-sur-Mer y otros lugares. Mi compañero, el anarquista Miguel Jiménez, tuvo el valor de dirigir una carta desde la barraca 152 al ministro francés de Interior. Le informaba que los barracones de madera, de piso de tierra, eran de una superficie de 123 metros cuadrados para 110 hombres”.
“Hasta mayo nos tuvieron sobre el fango y en las playas heladas. No había luz ni calefacción bajo la tormenta, el granizo y la nieve, el viento y las ratas, sin retretes y en algunos casos sin barracas o mantas. Nos desparramaron por las playas, nos separaron de las mujeres. Olía a pus, a gangrena, a heridas ulceradas, a pis y a mierda”.
“En la primera oleada de la muerte cayeron unos 35.000 españoles; 150.000 volvieron a España. Los guardianes senegaleses no los perdían de vista. Uno voló por los aires por el efecto de una granada: había matado a tiros a uno de los nuestros. Mientras se despiojaban unos a otros inventaron esta canción: ‘Negros senegaleses, / sois negros como el tizón, / tenéis los ojos amarillos; / la madre que os parió”.
El regreso del campo de exterminio tuvo un cariz muy distinto.
“Yo salí de Mauthausen con 35 kilos y la columna vertebral herida. Era otra Francia la que nos recibía. Se había tragado las heces de su propia derrota y humillación. De Gaulle nos trató mejor que los socialistas. Nuestros compañeros republicanos, más habituados a hacer la guerra, echaron una mano a Francia desde la resistencia. Éramos esqueletos ambulantes. Ahora teníamos solidaridad, ropa, comida, vivienda”.
El viaje desde el hotel Lutecia, hasta entonces uno de los cuarteles generales de los jerarcas nazis, se llevó a cabo desde París hasta Toulouse dos meses después de la liberación de Mauthausen por las tropas norteamericanas. Fue la apoteosis para 1.000 o 1.500 españoles, a los queAlbert Camus, hijo de menorquina, saludaría en su columna en el diarioCombat: “Era un tren especial para los deportados. En cada estación nos recibieron con bandas que tocaban La Marsellesa o la Canción de los guerrilleros; nos colmaron de vino, flores, pasteles. Hombres y mujeres se acercaban hasta nuestras ventanillas con sus regalos, sus besos y sus sonrisas. Fue una reparación moral para los supervivientes de los campos. Ahora los franceses sabían lo que era sufrir”.
En los andenes los esperaban algunos de los 10.000 guerrilleros españoles que combatieron en la resistencia, o que tomaron París con el general Leclerc, con el que avanzaron desde el África central. En el cementerio francés de Bir Hakeim he visto las tumbas de los republicanos españoles, Treviño, Muñoz, Castaño, García, y otros encuadrados en la I Brigada de la Francia Libre. Su sacrificio permitió a los británicos organizar el dispositivo de defensa y ataque contra Rommel en una de las batalla decisivas de la guerra, El Alamein. En el cementerio de guerra británico recogí la frase de un español aliadófilo: “Desde España”, decía, “estuve de corazón cerca de vosotros. Gracias por vuestro sacrificio”.
“De cada cinco guerrilleros de la resistencia francesa”, señaló el ministro inglés Anthony Eden en la Cámara de los Comunes, “tres eran republicanos españoles”. Sus carros de combate al liberar París se llamaban Guadalajara, Madrid, Don Quijote, Belchite o Guernica.Ayudaron a liberar ciudades como París, Toulouse, Vichy, Clermont-Ferrand, La Rochelle, Annecy (donde levantaron un monumento a “les espagnols morts pour la liberté”). Combatieron en la Alta Saboya “por su luz visible”.
“No reivindicaron”, escribe José Ángel Valente desde el cementerio de Glières, “más privilegio que el de morir para que el aire fuera más libre en las alturas y más libres los hombres”.
Formaron parte, como el salmantino Celestino Alfonso, de grupos de resistencia y sabotaje al lado del poeta y obrero en la Citroën el armenio Manouchian, cantado por León Felipe: “Genio prometeico, / que la poesía de esta hora no debe ser música ni medida, sino fuego”.
Alfonso cayó, junto con Manouchian y una veintena de guerrilleros urbanos, en una redada de la Gestapo en París. Los torturaron durante tres meses y los pasaron por las armas en febrero de 1944.
Había un pequeño detalle, Antonio no tenía ningún pariente en Francia. En aquel coche funerario le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas.
Los guerrilleros españoles hicieron cerca de 10.000 prisioneros y mataron en combate a unos 3.000 nazis. Fueron también españoles los que ocuparon el hotel Continental de París, cuartel general de los alemanes. Von Choltitz rinde su pistola a un voluntario extremeño llamado Antonio González. El historiador Tuñón de Lara calculaba que por lo menos 50.000 españoles se batieron de una manera u otra al lado de Francia. De Gaulle reconoció este sacrificio al condecorar a un guerrillero español a finales de 1944: “Partisano español, en ti saludo a tus bravos compatriotas por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos eres un héroe francés y español”. Lo serían de nuevo para Francia. El Gobierno de París les puso en la disyuntiva: o a la España de Franco, o al banderín de enganche de la Legión con destino a la guerra de Indochina. En las trincheras de Hughette, en Dien Bien Fu, bajo las baterías y los morterazos del general vietnamita Giap, se escuchaba el canto de los anarquistas españoles: “Si tu madre quiere un rey, / la baraja tiene cuatro…”.
Hubo entre los refugiados quienes se negaron a alistarse en la Legión: habían luchado por la libertad de Francia, pero no lo harían en sus aventuras coloniales ultramarinas.
“La boca me huele a rancho, y el pescuezo, a corbata; / las espaldas, a mochila, y las manos, a fusil”, canta algún recién llegado. Todo eso había terminado. Faltaba muy poco, a pesar del optimismo de Radio España Independiente, estación pirenaica, para que los embajadores volvieran a Madrid, y se instalaran las bases estadounidenses en territorio español. El dictador les era muy necesario al inaugurarse la guerra fría.
Hasta su liberación por las tropas norteamericanas, Antonio García, aliasEl Maño, vivió cinco años de prueba. Más frágil que una mosca, pero más duro que el acero, el hombre que nunca lloró fue uno de los pocos que se salvaron de los internados en Mauthausen, en la primera oleada. Los médicos franceses que lo examinaron tras su liberación no comprendían cómo había podido caminar con la espalda rota. Le dejaron sin nalgas. “Yo recibí varias veces y sin desmayarme los 25 latigazos de rigor. Luego, según las reglas del campo, era obligado dar las gracias al verdugo por su trabajo”. La aldea de Mauthausen, a orillas del Danubio azul, cuyos paisajes admiró Mozart, está situada a pocos kilómetros de Braunnau-Linz, donde nació Hitler. El Séptimo de Caballería llegó a tiempo en la primavera de 1945 para García Barón y sus compañeros. La primavera de Miguel Hernández, de la “herida cerrada y de los panes”.
Los del Comité Internacional de Mauthausen, impulsado por los republicanos españoles que hostigaron a tiros a las tropas nazis en los días finales, colocaron sobre el campo una banda de tela con sábanas de los SS. Francisco Boix, que sería testigo en el proceso de Núremberg, fotografió la pancarta. El texto decía en castellano: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libres”.
El Maño, vestido con su traje a rayas, se fue a París para trabajar en la Pathé Marconi. No se quedará en la Europa humeante y en ruinas. ¿Qué hacer en la Europa que ha levantado en 30 años una pirámide de 90 millones de muertos en dos guerras?
Varios países latinoamericanos rechazaron su petición de visado. Se le concede el don de una segunda vida en Bolivia, en un lugar remoto del Amazonas donde el Gobierno de La Paz le contrató para contar relámpagos. Con sus manos campesinas vivió del cultivo del plátano, el arroz, la yuca, el tabaco. Se casó con Irma, de sangre india, nieta de un japonés que combatió en la guerra del Chaco, con la que ha tenido cinco hijos.
No lejos de allí, en Caranavi, Mariano Mustieles, alma gemela de Antonio, también aragonés, cenetista, de la 26, empezó una nueva vida. La madrugada de un día de diciembre de 1943 le fusilaron ante el muro del panteón de Joaquín Costa en el cementerio de Torrero. Cuando le llevaban hacia la tapia gritó: “¡Viva la República!”, como sus tres compañeros de la cárcel de Zaragoza. Le pusieron contra el muro, sonó la descarga y Mariano cayó sobre la grava. Despertó entre cadáveres cuando le llevaban a la fosa común sobre la caja de un camión. Se hizo el muerto. Le metieron en un ataúd. De un golpe con las rodillas hizo saltar la tapa, y Mariano se puso a gritar socorro. El disparo, que le atravesó el pecho, no interesó órganos vitales. Llamaron a un guardia civil para que le diera el tiro de gracia, pero tuvo suerte: el guardia se negó en redondo. A Mustieles le perdonaron la vida a petición del capellán castrense: si se casaba por la Iglesia con su compañera, le conmutarían la pena capital por la de cadena perpetua.
Pasó por varios campos de concentración. En 1948 huyó a Francia con su mujer y su hija. Desde allí, con la ayuda del IRO (Organización Internacional para los Refugiados), viajó a Bolivia, donde le esperaba un trozo de tierra que cultivar.
Francisco Boix, que sería testigo en el proceso de Núremberg, fotografió la pancarta. El texto decía en castellano: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libres”.
Antonio Machado. Entre los que se retiran desde Valencia, cuando un Madrid agonizante resiste aún, está el poeta Antonio Machado. Haces luminosos sesgaban la oscuridad del cielo. Se oyeron descargas de artillería pesada que hicieron trepidar el suelo. Machado, enfermo de los pulmones, vestido de negro, con sombrero y bastón, a duras penas se tenía en pie. “Noto que mi cuerpo se va poniendo en ridículo”, dirá avergonzado. El poeta; su anciana madre, Ana Ruiz; su hermano José, y su cuñada Matea, emprenden el camino definitivo del exilio.
En éxodo interminable se le unen, entre otros, el periodista Corpus Barga, el lingüista Navarro Tomás o Xirau, que escribirá sobre la triste retirada: “Cerca de la frontera, los chóferes de las ambulancias nos abandonaron en medio de la carretera, sin equipaje ni dinero, al anochecer, junto a una elevada escollera a lo largo del mar en medio de una muchedumbre que se empujaba”.
El frío es intenso, llueve a cántaros: “La madre de don Antonio, de 85 años, con el pelo empapado, era una belleza trágica. Entramos en Francia sin dinero ni documentos. Nos dieron pan blanco y queso. Los refugiados llegan al hotel Quintana de Colliure. Madame Quintana hizo todo lo posible para aliviar las penas de los exiliados”.
Tres semanas después falleció don Antonio en el hotel. Tenía 63 años. “Cuando Antonio expiró, como la habitación del hotel era pequeña”, habla Matea, “tuvieron que sacar el cadáver alzándolo sobre la cama en la que mamá Ana estaba inconsciente. Luego fue amortajado en una sábana porque así lo quiso José al interpretar aquella frase que un día dijera Antonio a propósito de las pompas innecesarias de algunos enterramientos: ‘Para enterrar a una persona, con envolverla en una sábana es suficiente”. Su madre le siguió tres días más tarde.
“Antonio Machado, poeta español. Murió aquí el 22 de febrero de 1939″, se lee en una placa sobre el porche de la casa de tres pisos. Sucedió a las tres y media de la tarde. Congestión pulmonar. La madre del profesor de francés y autor de Campos de Castilla había preguntado cuando entraban en Colliure: “¿Llegaremos pronto a Sevilla?”.
Pocos días después, José Machado encontró en el bolsillo del gabán de su hermano un trozo de papel en el que se leían las palabras: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Al lado aparecía la frase: “Ser o no ser…”, y cuatro versos ya publicados en Otras canciones de Guiomar, en los que introdujo la variante “y te daré” en lugar de “y te enviaré” de la versión original: “Y te daré una canción: / Se canta lo que se pierde / Con un papagayo verde / Que la diga en tu balcón”.
El hotel Quintana estaba cerrado cuando pasamos por allí. “Lo abren sólo en verano”, nos informó un transeúnte. Al llegar al pie de la tumba de Machado, en el cementerio de Colliure, comprobamos que no le faltaban flores recién cortadas, y allí fueron también a parar las nuestras.
Los náufragos. Antonio Machado fue uno de los primeros muertos del exilio. El de 1939 fue, según Juan Marichal, “un episodio enteramente nuevo en la historia de España -y que no se repetirá jamás- por sus consecuencias intelectuales. La España de 1936 había alcanzado el punto más alto de su cultura desde el siglo de Cervantes y Velázquez”. En el terreno del pensamiento puede afirmarse que España estaba en el punto más alto de toda su historia intelectual. Un pensamiento al que Ortegallamó “de los náufragos”. Una “meditación de retorno” que otro ilustre exiliado, Araquistáin, llamó “Numancia errante que prefiere morir a darse por vencida”. Américo Castro escribió: “No habrá paz para nosotros. Y justamente están condenados a no gozar de ella los hombres de buena voluntad. Cada raza, su sino”.
Fue la más importante de la larga serie de emigraciones nacionales de los siglos XIX y XX. En la nómina de los que llegan a América, el periodista republicano Eduardo de Guzmán cuenta 208 catedráticos, 501 maestros, 375 médicos, 214 ingenieros, 434 abogados, 109 escritores, 28 arquitectos, 361 técnicos y centenares de periodistas, militares, investigadores y sabios.
En El exilio español de 1939, José Luis Abellán calculó en 5.000 el número de los intelectuales que salieron, “entendiendo por tales aquellos que tuvieran una cierta notoriedad en profesiones liberales, artísticas, científicas y docentes”. Dos exiliados obtendrán el Premio Nobel con posterioridad a 1936, Juan Ramón Jiménez -que muere en 1958 en la que llamó “la isla de la simpatía”, Puerto Rico- y Severo Ochoa.
En el exilio figuran, entre otros, según el recuento de Guzmán, músicos como Pau Casals, Esplá o Cristóbal Halffter; artistas como Picasso, Arteta y Alberto; escultores como Julio González o Lobo; historiadores como Madariaga, Rafael Altamira, Sánchez Albornoz o Américo Castro; poetas como León Felipe, Altolaguirre, Cernuda, Salinas y Alberti; escritores como Barea, Sender, María Zambrano, María Teresa León, Max Aub, Serrano Poncela, Bergamín, Corpus Barga, Andújar o Ayala; filósofos como Recasens Sitges, Gaos o García Bacca; médicos como Trueta, Negrín, Lafora, Pío del Río Ortega, Méndez y Otero; químicos como Medinabeitia, Moles y Giral; juristas como Jiménez de Asúa, Sánchez Román y Osorio; cineastas como Luis Buñuel o Carlos Vélez; pedagogos como Barnés y Álvarez Santullano; hombres de ciencia como Arturo Duperier, Blas Cabrera, Ignacio y Cándido Bolívar, Boch Gimpera o Millares Carlos.
Pasó por varios campos de concentración. En 1948 huyó a Francia con su mujer y su hija.
Han zarpado desde el sur a toda prisa para hallar refugio en los territorios franceses del norte de África. El 70% son encerrados en campos de concentración; se incorporan a las compañías de fortificaciones e incluso al ejército francés, sobre todo en la Legión Extranjera, unos 600.
Grupos de cenetistas combatirán en la Alta Saboya contra los nazis. En Narvik (Noruega) se baten contra la invasión nazi con la 13 Semibrigada de la Legión Extranjera al lado del ejército francés. A Rusia irán los militantes del partido, excombatientes de la Guerra Civil, que se unirán a Stalin cuando Hitler invade la URSS. En la batalla de Stalingrado cayó, entre otros, el hijo de Pasionaria, Rubén Ruiz Ibárruri, y en otro teatro de operaciones, Santiago de Paúl Nelken, hijo de Margarita Nelken, diputada a Cortes que en 1937 ingresó en el Partido Comunista.
Unos fueron héroes de la URSS; otros de entre los niños de la guerra,empujados por el hambre y la desesperación, fueron antihéroes, delincuentes, ladrones empujados al robo por el hambre. Todo había ido bien hasta la guerra entre Hitler y Stalin, hasta que sonó el sálvese quien pueda. Un total de 4.124 españoles llegaron a la URSS entre 1937 y 1939. De ellos, 1.239 eran emigrantes políticos, y 2.895, niños. Algunos excombatientes durante y después de la guerra mundial se pasaron meses o años en los lager estalinistas, los campos de concentración. Eran sospechosos de espionaje, de tibieza revolucionaria, de indisciplina o nacionalismo, de traición, por el simple hecho de que deseaban volver a Europa o México. Pasionaria puso condiciones muy duras para que salieran.
Francia acogió sobre todo a trabajadores, a proletarios. El campo y la industria necesitan brazos, aunque los patronos les regatean los salarios.
Quince mil exiliados encuentran su nueva patria en la que proféticamente se llamó la Nueva España. Los “desnudos y errantes por el mundo” de León Felipe, socialistas, comunistas, anarquistas y nacionalistas gallegos, vascos y catalanes, fieles al ideal republicano, pasan del destierro al transtierro, según el neologismo de José Gaos. Se han trasladado de una tierra de la patria a otra. Han encontrado “la patria del destino”. A partir de febrero de 1939, el México del presidente Lázaro Cárdenas va a comportarse con ejemplar generosidad.
Concha Méndez. La poetisa Concha Méndez, natural de San Sebastián (1898-1986), perdida la guerra, viaja con su marido, el poeta Manuel Altolaguirre, hacia Inglaterra, Francia, Argentina, Brasil, Cuba, México. Gerardo Diego la incluyó en su Antología de 1932. Fue novia de Buñueldurante seis años, y García Lorca se la presentó en El Henar a su amigo, poeta y editor del 27, el malagueño Manuel Altolaguirre (1905-1959). Su último libro, recuerda Margarita Smerdou, Soñar y vivir, lo publicó Concha en 1981. Falleció en México el día de los Santos Inocentes de 1986.
En cuanto a Altolaguirre, también productor y director de cine, volvió a España en 1959 para presentar en el Festival de San Sebastián su películaEl cantar de los cantares sobre el texto de Fray Luis de León. En 1952 había ganado en Cannes el premio al mejor argumento por Subida al cielo,que dirigió Luis Buñuel. El 26 de julio de 1959, el autor de Poemas de las islas invitadas murió en Burgos en un accidente de coche.
La autora de Sombras y sueños o Lluvias enlazadas contó de esta manera la desgarradura del exilio. Se reproduce tal y como ella misma lo presentó.
“Mientras trabajaba en Barcelona como oficial de primera del cuerpo técnico y administrativo de la sección de América tuve que dejar a mi hija Paloma en una guardería. Iba a verla todos los días, y cuando me despedía de ella, me decía llorando: ‘¡Ay, mi Conchita!, ¡ay, mi Manolito!’. La niñera se preguntaba si aquellas personas eran mis primos. ‘Somos su padre y yo’, dije”.
“Al poco tiempo me llaman por teléfono para decirme que Manolo está enfermo con principio de tuberculosis y que lo han llevado a una granja para que tome leche y sol. Como no quería que estuviera solo decidí que volveríamos al monasterio que nos habían ofrecido para que se recuperara. Con nosotros vinieron Gaya, el pintor; el poeta Gil-Albert, y Bernabé Fernández Canivell, quien tenía que esconderse porque estaba en peligro su vida”.
“El tabaco valía más que la moneda, y lo utilizábamos para intercambiarlo por comida en los pueblos. Muchas veces vino a pasar el día con nosotros el pintor mexicano Álvaro Siqueiros”.
“Nos llega la noticia de que los fascistas se están acercando a Cataluña. El matrimonio que cuidaba el monasterio era localista, y cuando se acercaron las tropas de Franco se le oyó decir: ‘Que tomen España, bueno;pero Cataluña, que no es España, no‘. Tres meses después, cuando ya se había recuperado, tuvimos que ir a Barcelona a tomar un tren. Como era peligroso que mucha gente se movilizara al mismo tiempo, Gaya no quiso que su mujer y la niña salieran el mismo día que nosotros, y un día después atravesaron el campo a solas. Al llegar a la ciudad supimos que en el camino había caído una bomba que le cortó las piernas a la mujer, y ahí se quedó desangrándose hasta que murió. La niña fue reconocida y recogida por un soldado, amigo de su padre. Por donde se mirara, todo era triste”.
“Conseguimos un tren hasta Figueras. Al entrar en la estación nos encontramos a un matrimonio con dos niñas que lloraban de hambre. Al estar hablando con ellos, me doy cuenta de que Manolo ha desaparecido, y yo con la preocupación de que el tren llegaría sin estar él. Al rato lo veo aparecer con una olla de patatas hervidas que habíamos dejado en casa para las niñas”.
“Llegó el tren. Íbamos a subirnos a los vagones últimos, pero, por un presentimiento, abordamos el centro, y fue que al llegar a la última estación de Barcelona cayó una bomba en la cola del convoy, llegando destrozados los vagones, la gente muerta y los heridos dando gritos. El tren continuó su marcha; una vez más, el destino cuidaba de nosotros. Por los aires pasaban pájaros negros, como eran llamados los aviones de bombardeo por los campesinos; pasaban tirando, y todas las bombas cayeron junto al río”.
“Figueras era un pueblo pequeño, tan chico que la mayor parte de la gente que llegaba no encontró lugar para esconderse. No había hoteles ni casas de huéspedes. Nosotros dimos con un cuarto con tres camas. Manolo estaba derrotadísimo, traía los zapatos rotos y caminaba casi con los pies descalzos. Era invierno. Derrotado porque poco antes habían matado a su hermano, los republicanos lo habían fusilado. Lo detuvieron y lo llevaron con un grupo de hombres. Su mujer había conseguido un salvoconducto para rescatarlo, pero cuando llegó al cuartel, cualquiera le dijo: ‘Mire, en aquel basurero están las carteras de los hombres que han fusilado hoy; si no encuentra la de su marido es que aún está con vida’. La pobre mujer se fue a buscar, y la última cartera era la suya. Lo peor de la guerra es que las ideologías separan a las familias”.
“Manolo consiguió que yo atravesara la frontera con la niña en el coche de unos diplomáticos belgas. Íbamos, y las bombas caían sobre la gente que iba a pie; caían sobre familias enteras, sobre niños y viejos que intentaban llegar a la frontera; el camino era largo y no todos llegaron. En uno de los trechos de la carretera nos paramos con el coche. Acababa de caer una bomba sobre una familia: todos estaban muertos salvo un niño de brazos. La chica belga, viendo que se movía, lo tomó para llevarlo con nosotros, y apenas alzado, murió. Llegamos a Francia. No teniendo donde ir, me senté con mi niña en una banca; entonces apareció un pintor mexicano que había conocido en el hotel Majestic, y se sentó con nosotros. En eso vinoun tren que recogía refugiados españoles para trasladarlos a los campos de concentración. Éramos otra vez prisioneros. Los tomaban por la fuerza y los subían al tren. Y en eso que mi niña empieza a llorar, y se acerca un guardia civil a pedirme los documentos, y fue porque le hablé en francés, porque lo había aprendido desde niña en el colegio, y por aquel abrigo de piel, que me hacía parecer una mujer adinerada. Así me libré de que nos tomaran presos”.
“Cuando llegué a París”, continúa la esposa de Manuel Altolaguirre su relato, “llamé a la Embajada para dejar mi dirección; estaba preocupada, casi loca, porque habían publicado una nota en el periódico anunciando la muerte de Manolo. Pasaron días y al fin recibí la noticia de que se encontraba en un campo de concentración. Los intelectuales franceses lo rescataron y llegó a París. Apareció en el hotel con un abrigo negro y la cara transformada, nervioso, en un estado mental que daba miedo. Fue esa noche cuando me confió cómo había caminado por la nieve con los pies congelados. Durante días caminaba desesperado al ver a su paso niños famélicos y muertos; hasta que encontró un campo de concentración, al que se metió él mismo. Al entrar quiso darles de beber a unas personas que estaban casi muertas. Era invierno y por el frío llevaba puesta toda la ropa que tenía, y todos empezaron a reírse de él. Entonces, con aquel frío, empezó a quitarse, una a una, todas las prendas, hasta quedar desnudo; loco, en el campo aquel, frente a toda la gente, se sentó junto al fuego que ardía para calentarse. Después lo rescataron y lo metieron en un hospital psiquiátrico, en el que pasó una temporada. Llegó derrotadísimo, cuando la guerra había terminado”.