Matança d’Atocha: 24 de gener de 1977

  • “Me cuesta trabajo aceptar que digan que somos los mártires de la democracia. Éramos gente normal”[Alejandro Ruiz-Huerta, El País 22-1-2017]

[J.J. Gálvez/J. Guzmán, El País, 22-1-2017]
Cuando Alejandro Ruiz-Huerta se sienta a la mesa sabe que este es, realmente, un ejercicio de memoria. Una reconstrucción del legado de aquel “frío” 24 de enero de 1977. Así que escoltado por una bufanda gris y con la mirada perdida en el repaso de sus recuerdos, el último superviviente de la matanza de Atocha arranca la conversación recitando el texto anónimo que la fallecida Lola González Ruiz, también sobreviviente, encontró delante de la puerta de Atocha 55, oculto en una corona de flores: “Sangre, lágrimas y aquel silencio de la multitud iniciaron la democracia que nos dimos. Os fuisteis, pero disteis a nuestros hijos la herencia de canciones, risas y el dibujo multicolor de lo que hoy somos. Gracias de parte de ellos”. “El ADN de la democracia española está ahí, en la manifestación tremenda que recorrió Madrid para acompañar a nuestros compañeros muertos”, añade. El martes y el jueves se cumplen 40 años del atentado perpetrado por pistoleros de la ultraderecha contra letrados vinculados al PCE y del posterior multitudinario funeral.

La Transición era entonces un experimento en marcha y el franquismo agonizaba en medio de la violencia. ETA, los Grapo, la extrema derecha o los policías nostálgicos de la dictadura dejaban a su paso un reguero de profundo dolor. De hecho, cuando los pistoleros llegaron al despacho laboralista de CC OO, el país aún asumía la muerte, unas horas antes, de los jóvenes Arturo Ruiz y Mariluz Nájera: él, el 23 de enero, por el disparo de un ultraderechista en una manifestación proamnistía en la Gran Vía; ella, en la tarde del 24, por un bote de humo lanzado por los antidisturbios que le rompió el cráneo durante una marcha convocada, precisamente, en protesta por el asesinato de Ruiz. El general Emilio Villaescusa, además, era secuestrado ese mismo día por los Grapo, que tenían todavía en su poder al presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol. “Solamente en aquellos días de enero vi seriamente amenazada la Transición”, admitiría años después Rodolfo Martín Villa, ministro de Gobernación con Suárez.

Entonces, en ese escenario de alarma, sonó el timbre en el tercer piso de Atocha 55. Al reloj le faltaba apenas un cuarto de hora para marcar las once de la noche. “Yo estaba en el hall del despacho hablando con Javier Benavides y esperando a que comenzara la reunión de la coordinadora de abogados de barrio que íbamos a tener. Estaba de espaldas a la puerta cuando llamaron”, relata Ruiz-Huerta, que pensó, cuando vio entrar a dos hombres —uno, cubriéndose la cara con un anorak—, que alguien disfrazado venía a darles un “susto”. “Pensamos que, haciéndoles caso, no iban a hacer nada”, apostilla el último superviviente del atentado. Pero Carlos García Juliá y José Fernández Cerrá, que acababan de cargar una Browning y una Star de nueve milímetros, reunieron en el salón a las nueve personas que encontraron en las habitaciones. Y empezaron a dispararles. “De forma inopinada e imprevista, con frialdad y serenidad, conscientes de lo que hacían”, insiste la sentencia de la Audiencia Nacional que los condenó a 193 años de prisión en 1980.

Alejandro Ruiz-Huerta, último superviviente, el pasado jueves.

Alejandro Ruiz-Huerta, último superviviente, el pasado jueves. LUIS SEVILLANO

“En ese momento, yo estaba reunido con otros abogados en Atocha 49, que también eran dependencias del despacho de Atocha 55. Cuando oímos las ambulancias, bajamos a la calle y todavía recuerdo el horror indescriptible al contemplar anonadado cómo bajaban ensangrentados en las camillas a nuestros amigos y compañeros”, cuenta José María Mohedano, uno de los abogados que llevó la acusación particular durante el juicio y que jugó un papel fundamental, junto a Manuela Carmena, ahora alcaldesa de Madrid, en las negociaciones para que el ilegalizado Partido Comunista organizase el funeral y garantizase el orden. “La izquierda dio ese día una muestra de firmeza y civismo. El PCE tenía que hacer una puesta en escena y mostrar que era un partido serio y democrático. Y lo demostró”, apunta Isabel Martínez Reverte, coatura junto a Javier M. Reverte del libro La matanza de Atocha. 24 de enero de 1977. Fue una marcha silenciosa y multitudinaria. El 9 de abril, la formación fue legalizada.

El atentando dejó cinco asesinados: los abogados Enrique Valdevira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz y Javier Sauquillo; el estudiante Serafín Holgado; y el administrativo Ángel Rodríguez Leal. También cuatro heridos graves: tres que ya han fallecido (Miguel Sarabia Gil, Luis Ramos, Lola González Ruiz) y el propio Ruiz-Huerta (Madrid, 1947). “Me cuesta trabajo aceptar lo que dice [Ramón] Tamames —exdiputado del PCE— de que somos los mártires de la democracia”, sentencia Ruiz-Huerta, que remacha: “Nosotros éramos gente de bien y normal. Nos tocó a nosotros como les pudo pasar a muchos despachos de Madrid, que estaban tan inmersos en la ruptura democrática como nosotros”.

Un aspecto que ya destacó Gregorio Peces-Barba (PSOE), profesor de cuatro de las víctimas y padre de la Constitución, cuando escribió una década antes de fallecer: “No era un martirio buscado lo que les llevó a la inmortalidad, sino una exposición al peligro por tener unos ideales y desearlos para su pueblo. Los que luchaban contra las ideas, matándoles hicieron el resto. Sin desearlo los convirtieron en un símbolo”. “Los abogados eran muy conocidos porque eran muy luchadores. Era gente que podía vivir estupendamente, pero por las tardes se iban a las reuniones para resolver los problemas de los barrios”, apostilla Reverte.

La Audiencia Nacional condenó en febrero de 1980 a Fernández Cerrá y García Juliá a 193 años como autores materiales de cinco asesinatos consumados y cuatro frustrados; y a Francisco Corredera Albaladejo, secretario provincial del sindicato vertical del Transporte, a 73 años como inductor. Los dos primeros salieron en libertad condicional a principios de los noventa y el tercero murió de cáncer en 1985. Por su parte, Fernando Lerdo de Tejada Martínez, tercer ejecutor de la matanza de Atocha —que se quedó en la puerta del despacho vigilando—, nunca llegó a ser juzgado. Escapó en 1979 gracias a un permiso de Rafael Gómez-Chaparro, juez instructor del caso en la Audiencia Nacional, y desapareció para siempre.

Vinculados a los fascistas de la Falange Española de las JONS y de Fuerza Nueva, estos criminales “profesaban una ideología política radicalizada y totalitaria, disconforme con el cambio institucional que se estaba operando en España”, según remarcó la Audiencia Nacional en su sentencia. “Se sentían impunes, tenían la creencia de que toda España les pertenecía. Pensaban que no les iba a pasar nada. Eran chicos de familia de clase media, pero muy ideologizados por la extrema derecha: Blas Piñar comía con ellos y les daban doctrina”, continúa Reverte. Y termina Mohedano: “Recuerdo las obstrucciones sistemáticas del instructor para impedirnos a los abogados de la acusación que pudiéramos investigar la trama de los miembros del régimen que habían estado apoyando activamente a los asesinos”.

El 24 de enero, Jesús Duva, trabajaba en el desaparecido diario Pueblo, en la calle de Huertas, a escasos 500 metros de Atocha 55. Fue el primer periodista en pisar la escena del crimen. “Subimos las escaleras y nos encontramos a los primeros policías que bajaban desencajados, con las pistolas en la mano. Entramos en el despacho y vimos todo. Enseguida llegaron más agentes y nos echaron”, relata el ex redactor jefe de EL PAÍS, que ejerce actualmente en el Ayuntamiento de la capital como asesor de Carmena, administradora del despacho atacado ese día.

Los pistoleros, tras entrar, preguntaron por Joaquín Navarro, un sindicalista que se había enfrentado a los dirigentes de la central falangista de Transportes, pero que estaba en la cafetería de abajo. Entonces, los asesinos reunieron a todos los que estaban en el piso y los acribillaron. A Ruiz-Huerta le salvó la vida un bolígrafo Inoxcrom que llevaba en el bolsillo y contra el que chocó la bala. “Caigo y encima de mí cae el cuerpo de Enrique, que me tapa las zonas vitales. Recuerdo hacerme el muerto unos instantes y contar 100, 101, 102, 103… Hasta asegurarme a mi mismo de que no había nadie. Entonces, tengo perfectamente grabada la sensación de levantar el cuerpo de Enrique para empezar a sobrevivir”, rememora este profesor de Derecho Constitucional, sentado 40 años después en el vestíbulo del edificio de la Fundación Abogados de Atocha, delante de una representación de El abrazo, el icónico cuadro de Juan Genovés. A menos de dos metros hay un libro de firmas, donde puede leerse otro mensaje anónimo: “Para los que lucharon por nuestra libertad y por los que murieron por ello. Millones de gracias. Os debemos mucho”

  •  El asesinato de cinco abogados laboralistas en Madrid en 1977 marcó la transición española.

    “Me cuesta trabajo aceptar lo que dicen de que somos los mártires de la democracia”

    Decenas de personas, en el funeral de las víctimas, el 26 de enero de 1977. ARCHIVO EL PAÍS

     

  • Gràfic [elPeriodico]

 

Corrupció a Espanya

 I AIXÍ FINS A LA CRISI FINAL” [Enric Company, El País 28-10-2014]

D’on ve tot això? Com ha pogut créixer tan vigorosa en un sistema democràtic la corrupció pública entre els governants? L’excusa que alguns pocavergonyes s’aprofiten de certes situacions no explica l’expansió com una taca d’oli de la idea que les Administracions públiques existeixen perquè els polítics les saquegin, que és el que mostren el cas Gürtel i les seves múltiples derivacions o el cas Millet i molts d’altres. No explica tampoc com ha pogut ser tan extensa la convicció d’impunitat, la creença que el poder polític també serveix per protegir, arribat el cas, qui sigui enxampat en una falta. Ni la idea que, si enxampen algú, només hagi de dimitir si el partit l’hi exigeix.

Aquí tenim un intent d’explicació. Durant quatre llargues dècades, des de la Guerra Civil, el que estava permès als titulars de l’Administració pública era, simplement, el que la superioritat permetia. Aquest era el control veritablement existent, tant en el plànol polític com en el de la moral pública. Era així i punt. Era un sistema d’una verticalitat total, que acabava en un vèrtex unipersonal lliure de qualsevol obligació de retre comptes. Es vanagloriava obscenament que, en tot cas, els comptes els retria només davant de Déu i la història. Però, la superioritat, què era, materialment? Era una línia directa, vertical, jeràrquica, en la qual tenir la confiança i l’assentiment directe o indirecte del nivell immediat per dalt assegurava al de baix la correcció del que cadascú decidís que era bo o dolent, correcte o incorrecte. Si la superioritat deia que pel bé del partit, o de la pàtria, calia fer això o allò altre, es feia, per descomptat. Si mentrestant se’n derivaven beneficis marginals i colaven, doncs això, colaven. Des del Govern fins a l’últim alcalde. Per descomptat, no es dimitia, se cessava.

Aquest va ser el model del franquisme i el franquisme va ser, cal recordar-ho, l’hàbitat polític de les dretes d’aquest país des del 1939, o el 1936 en segons quines zones, fins al 1977. Quatre dècades seguides donen per a molt i això explica en gran mesura que aquest model es convertís en cultura, que quallés com la cultura política de gran part de les dretes i de les elits econòmiques crescudes a la seva ombra, que van ser les beneficiàries de la dictadura. L’Administració era patrimoni exprimible per qui la regentava, fins a nova ordre.El que se sap del cas dels ERE a Andalusia parla més d’una mimetització d’aquest model d’arrel caciquista

Se sap de sobres que hi ha hagut casos de corrupció política també en partits com CiU i el PSOE, que a diferència del PP no es van forjar a partir del motlle polític del franquisme. Més aviat al contrari, es van formar o van renéixer com els seus adversaris. El cas més notable que afecta el PSOE, el dels ERE d’Andalusia, mostra similituds amb el comportament del PP en els seus feus de Madrid, València i les Balears. Però en aquesta ocasió es tracta més aviat de l’assimilació d’una altra de les característiques de la tradició política de les dretes, que és anterior al franquisme, la del clientelisme derivat del sistema caciquista de l’època de la Restauració borbònica. Com el del franquisme, són els sistemes que han permès la dominació social i política de les dretes durant un segle, amb intervals breus, brevíssims. El que se sap del cas dels ERE a Andalusia parla més d’una mimetització d’aquest model d’arrel caciquista per una esquerra que, amb els anys, acaba per enquistar-se en l’Administració més que dirigir-la per governar.

Evidentment, no es tracta de remetre al franquisme o al caciquisme del segle XIX la culpa del que passa ara. La descripció d’aquests models tampoc ho explica tot. En un país amb una moral pública mitjanament digna d’aquest nom, l’aparició del nom del president del Govern en una llista de dirigents del seu partit que cobrava en negre, com és el cas de Rajoy, n’hauria provocat la dimissió. Com que en aquesta llista també hi ha el ministre d’Hisenda en plaça i molts altres polítics amb altes responsabilitats, el més normal és que una crisi d’aquesta envergadura requerís una refundació del partit. I unes eleccions. Això no es va fer i des de llavors el que ha passat és una pluja d’escàndols protagonitzats per polítics destacats del PP que, incomprensiblement, no s’afronten. En espera de què? Que la ciutadania se n’oblidi, que cada nou cas tapi el de la setmana anterior?

El Govern format per un partit immers en aquestes condicions està legitimat per dur a terme la venda del patrimoni públic, com vol fer el de Rajoy amb AENA, per exemple? No, no ho està. El fet que ho faci reforça la idea que manca d’una moral pública homologable a la de països similars. Però no d’objectius. A l’inrevés, aquests objectius es converteixen en la justificació de la seva continuïtat a ulls dels mitjans econòmics beneficiats per les seves polítiques. Es tracta de seguir utilitzant la conjuntura de crisi econòmica per continuar amb el gegantí traspàs de riquesa de les classes mitjanes i populars a una fracció privilegiada: la que gestiona els entramats econòmics i la que no para de cridar al Govern: “Així, així”. I així fins que cristal·litzi la crisi de règim.

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  1. Funcionamiento de una trama” [El País, 28-10-2014]
  2. Claves de la Operación Púnica” [El País, 27-10-2014]

A PEGADA DOS AVÓS (L’empremta dels avis)

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Siete jóvenes del último curso de un instituto de bachillerato de Bellas Artes de Galicia protagonizan el documental de más de una hora de Xosé Abad sobre la memoria histórica, La huella de los abuelos (ver trailer), que ha sido premiado en América Latina y es finalista en la próxima edición del Festival de Cine de Vigo. Los jovenes quieren saber la verdad sobre la Guerra Civil en una tierra como Galicia, donde no hubo guerra entendida como enfrentamiento militar, pero sí una represión terrible. El resultado es una cinta que conmueve e impresiona tanto como la verdad que todavía, 75 años después, la derecha y la cúpula de la Iglesia Católica insisten en ocultar. Abad acaba de regresar de la capilla ardiente de Gabriel Toimil, que aparece en el film mostrando a los estudiantes el muro ante el que fusilaron a su abuela Amanda García, y falleció el 2 de mayo. “La memoria de los que sufrieron permanecerá“, asegura el cieneasta.

Su película documental A pegada dos avós en galego o La huella de los abuelos acaba de recibir el premio del VIII Encuentro Hispanoamericano de Cine Documental, que se celebró en México, y se proyectará el 21 de mayo en la Sala Goya de Madrid, en el marco del I Congreso de Jurisdicción Universal que organiza la Fundación Internacional Baltasar Garzón (FIBGAR). ¿Cómo explica el éxito de la memoria?

–Cuando hablamos de memoria histórica en realidad estamos hablando de derechos humanos y esto es algo que se entiende muy bien en America Latina. Lo que no se explica es la resistencia evidenciada en el estado español. Hablamos de dos cuestiones muy simples, del derecho de las víctimas a conocer la verdad, y del derecho a recuperar los restos de los familiares asesinados una vez terminada la guerra civil. Tal vez el éxito de una pelicula que habla de memoria está en la empatía que logran sus protagonistas con el espectador y el poso de esperanza que nos deja.

–¿Qué bullía en su cabeza cuando se le ocurrió esta historia, cuyo guión comparte con Sandra García Rey?

–Cuando la Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica de A Coruña nos propuso hacer una nueva película sobre este tema, la pregunta era cómo proponer un punto de vista diferente. Desde hacía mucho tiempo le dábamos vueltas a la idea de saber qué grado de conocimiento tienen los más jóvenes sobre la historia reciente, sobre el golpe del 36, la guerra civil y la dictadura. Qué respuesta pueden dar a preguntas retóricas que flotan en el aire: si hay que pasar esta página de la historia , si se reabren heridas por conocer la verdad, si tiene sentido que las familias reclamen los cuerpos de sus familiares diseminados por toda la geografía española…

–Siete estudiantes del último curso de Bachillerato de Artes emprenden un viaje para averiguar lo que ocurrió hace 75 años, lo que ocurrió en aquella Guerra Civil de la que algunos han oído hablar y otros no, y se encuentran la huella de los abuelos. ¿Está cundiendo el ejemplo? ¿En cuántos institutos y centros escolares se ha proyectado la película y por qué cree que interesa tanto?

–De momento, con la película recien terminada, son ya más de 900 los alumnos que han visto el documental y el grado de atención y participación está siendo revelador. Según sus propias palabras: “Resulta impactante que una se entere de historias increíbles que acontecieron y marcaron a su familia a raíz de ver un documental.” Tamara Silva, alumna de I.E.S. “Consiguieron acercarnos más al tema y hacernos reflexionar sobre él, o por lo menos a mí, pues no pude remediar llegar a mi casa y preguntarle a mi madre acerca de mis abuelos en la guerra civil.” Mónica Barral, alumna de I.E.S… Una de las claves para conseguir el interés de los alumnos es que los protagonistas son como ellos, hablan su lenguaje, utilizan las mismas tecnologías de comunicación y se emocionan como ellos. No es un discurso de adultos, estereotipado y lejano.

Manuel Rivas y Xosé Abad con los jóvenes que investigan los fusilamientos franquistas en Galicia
Manuel Rivas y Xosé Abad con los jóvenes que investigan los fusilamientos franquistas en Galicia. / apegadadosavos.com
–La película refleja muy bien la rabia que sienten algunos jóvenes ante la injusticia, el drama y la desolación de la guerra. Pero también su desazón porque les han ocultado una parte fundamental del pasado. ¿Acepta el aserto de que los pueblos que ignoran su historia están condenados a repetirla?

–Desde luego que sí, pero mejor que lo digan ellos. Estas son las palabras de otro alumno, Javier Cal: “Una de las cosas mas sorprendentes de esta experiencia es que mucha gente no conoce la historia del Estado y que la comienza a conocer a partir del propio documental”. Una sociedad no puede evolucionar sin tener en cuenta el pasado. Debemos evitar que este sea ocultado.

–¿Le han acusado de sectarismo?

–De momento hemos tenido pocos ataques, alguno sí, pero lo importante son las respuestas mayoritarias del público, especialmente de los más jóvenes, que son el futuro y los que deberán dar sus propias respuestas. Tenemos muchas cartas que nos envían los alumnos después de ver el documental, que se pueden ver en el facebook de la película, así que de nuevo me remito sus palabras. Estefanía Lázaro, alumna de I.E.S.: “Hay personas que prefieren no abrir heridas, pero ya bastaron los 40 anos que tuvo el franquismo para perseguir, ocultar, asediar, torturar o difamar a los perdedores, como para seguir aun hoy sin darle a las victimas el lugar que se merecen.”

–Los jóvenes protagonistas consiguen entrevistar al escritor Manuel Rivas y que les cuente lo que pasó. ¿Le conmovió su relato El lápiz del carpintero e influyó de algún modo en su decisión de abordar este documental?

–Manuel Rivas siempre es un referente de compromiso y lucidez ante la historia y la verdad, y esa fue la razón por la que nuestros protagonistas pidieron su participación como experto en el documental. Precisamente el estudio en clase de la obra de Manuel El lapiz del carpintero fue lo que influyó en su decisión. Manuel describe hechos y paisajes muy próximos y reconocibles para los alumnos y alumnas del Instituto Adormideras del que proceden Carlos, Santi, Aitana, Clara, Julia, Luis y Carlos, los protagonistas jóvenes de esta historia.

–También consiguen hablar con el único juez que aceptó las demandas de las víctimas del franquismo, Baltasar Garzón. Ya sabemos que acabó siendo juzgado por el Supremo. ¿No es paradójico? ¿Confía en que los jóvenes no transijan la injusticia y consigan la verdad que les negaron y la justicia y reparación que todavía siguen negando a las familias de las víctimas?

–El intento por acultar la historia no es casualidad. Uno de los aspectos más contundentes del documental es ver cómo el conocimiento de primera mano de los hechos históricos y de la verdad provoca en los protagonistas una reacción de rabia y de compromiso como no habían imaginado. Sin duda el caso Baltasar Garzón es un claro exponente del miedo a la verdad. Su presencia en el documental es muy importante por lo que representa. Desde luego la experiencia de La Huella de los abuelos cambió la percepción de sus protagonistas y está cambiando la de muchos espectadores que tiene ocasión de verla. En palabras de Aitana, una de las protagonistas: “A medida que avanzaba el proyecto mis sentimientos cambiaron radicalmente, pasando de la ignorancia a la rabia, a medida que avanzaba el documental, rabia, por darme cuenta de la injusticia y miedo, eso tambien aumentó, pero sobre todo la rabia, por darme cuenta de en qué pais vivo”

–¿Ha contado con alguna ayuda o patrocinio oficial para rodar el documental? ¿Cómo lo han financiado y qué apoyos ha tenido?

–Con la política actual de destrucción de lo público y de todo lo que represente cultura y conocimiento es dificil encontrar apoyo oficial, ni que decir tiene que especialmente para un documental sobre este tema. Para financiar la película hicimos una pequeña campaña de crowfunding con la que pudimos pagar en parte los honorarios de los magníficos profesionales que trabajaron en el rodaje, y el resto lo financiamos capitalizando nuestros salarios no cobrados. También contamos con el apoyo inicial y logístico de la CRMHA d´C y de otras entidades que aún hoy nos apoyan con la difusión como la Fundación Internacional Baltasar Garzón ( FIBGAR), la Fundación 10 de Marzo, La Fundación 1º de Mayo, la Asociación Memoria Histórica Democrática y la A.C. Fuco Buxán.

–Los protagonistas también reciben información del historiador Emilio Grandío y del presidente de la Comisión por la Recuperación de la Memoria Histórica, Fernando Souto. ¿Cree que la historia y la memoria siguen teniendo enemigos hoy en día? ¿A quién molesta el conocimiento?

–En mi opinión la guerra civil y la dictadura todavía no están superadas. Eso se debe fundamentalmente a la obstinación por no querer resolver algo tan sencillo como abrir los archivos, dejar salir toda la verdad sobre ese dramático período y entregar a las familias los restos de sus seres queridos. En los bajos fondos del partido en el poder, el PP, conviven y por lo que se ve mandan mucho, viejos residuos de una ideología fascista que no permite avanzar en la normalización de una sociedad democrática. En mi opinión la otra pata de esta lamentable mesa es la jerarquía de la iglesia católica española, que tuvo mucho que ver con el golpe del 36 y con la supervivencia de la dictadura. Unos y otros no quieren que se sepa la verdad. Algo tendrán que ocultar. En el documental, Emilio Grandío y Fernando Souto, aportan a los chicos algunas claves de la investigación histórica y el compromiso de las Comisiones por la recuperción de la Memoria Histórica.

El director del filme con Gabriel Toimil, quien falleció el 2 de mayo y aporta su testimonio en la película sobre el fusilamiento de su abuela, Amada García
Xosé Abad con Gabriel Toimil, quien falleció el 2 de mayo y aporta su testimonio. /apegadadosavos.com
–Por cierto, ¿qué opinión le merece que la llamada Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) haya suprimido el Bachillerato de Arte?

–Una decisión que conseguirá que el genio creativo de muchos alumnos y alumnas se vea frustrado o al menos perjudicado. Es una pena que la cerrazón y la avaricia por los privilegios no permitan un pacto de estado que impida los vaivenes en la estructura educativa. Pero de momento lo importante es defender la enseñanza pública de calidad.

–La cinta impresiona por varios motivos, uno, su calidad fotográfica. ¿Se siente más satisfecho de este segundo trabajo –en el primero, O segredo da Frouxeira, narra la historia de cuatro personas fusiladas por los franquistas, cuyos restos no han aparecido–sobre la memoria secuestrada? ¿Cuánto tiempo han empleado en realizarlo?

–O segredo da Frouxeira (El secreto de A Frouxeira) nos sigue sorprendiendo cada día, es un documental que funciona solo a pesar del poquito tiempo que podemos dedicarle. Son piezas muy distintas, en O segredo da Frouxeira se cuenta la historia de la guerra civil desde el interior de una familia y de tres amigos que les ayudan. Esta película sirve para entender muy bien las causas del golpe del 36, la guerra civil y el tremendo sufriento de las víctimas tras la represión posterior. Es una especie de thriler de investigación que nos va desvelando los acontecimientos tal como sucedieron en realidad. A pegada dos avós (La huella de los abuelos) plantea un punto de vista muy diferente y, aunque el viaje de los jovenes está acompañado de dos testigos directos de aquel drama, Mariquiña Villaverde y Gabriel Toimil, el hilo conductor de la historia son los jóvenes, que con su mirada fresca, ponen de actualidad la necesidad de la verdad y la reparación. Por desgracia la memoria se pierde cada vez que desaparece un testigo, como es el caso de Gabriel, que nos dejó el pasado viernes. Pero esta vez su memoria y su huella están salvadas y serán útiles para muchas generaciones. Aprovecho para enviar a su familia, en nombre de todo el equipo nuestra gratitud y agradecimieto por su valentía y testimonio. A pegada dos avós representa casi dos años de trabajo, pero ese largo período de tiempo le aporta perspectiva y madurez al trabajo de los portagonistas.

L’exili republicà

 

[Manuel Leguineche, EL PAÍS, 12-1-2003]

  • Cerca de un millón de hombres, mujeres y niños dejaron España en 1939

  • Conocieron la ‘hospitalidad’ gala, el nazismo y sufrieron los campos de concentración de Hitler

  • Una generación perdida que desaprovechó el capital de 5.000 intelectuales en el exilio

Tras la retirada y el éxodo republicano de España a Francia, los de la División 26 pasaron los primeros días en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española. Las autoridades francesas los llevaron allí con el ánimo de atarles corto y más tarde disgregarlos. Antonio García Barón, natural de Monzón (Huesca), de 80 años, hoy residente en un lugar del Alto Amazonas boliviano, recuerda el último episodio de la Guerra Civil.

“Alguien llamó a la nuestra, la de los anarquistas de Durruti, la División de los Pastores. Por allí cruzamos con nuestros rebaños, por el embudo que se forma entre Seo de Urgel y Puigcerdá. Así dijimos adiós a España,derrotados pero no vencidos. La gente se agolpaba en las orillas para verlos pasar. En Seo de Urgel empezaba una estrecha carretera, que tomamos. Todo eran rumores. Se decía que el ejército francés se aprestaba a cerrar la frontera a cal y canto. Tan sólo los civiles podrían franquearla”.

“El comportamiento de las autoridades francesas fue escandaloso. ‘Pasaremos por las buenas o por las malas’, dijimos. Nos desarmaron o rompimos nuestros fusiles contra los muretes de cemento. Pero antes venderíamos cara nuestra piel. Aquel 10 de febrero de 1939 agotamos nuestras municiones al abrir fuego hasta el último cartucho contra los aviones de Franco desde la misma raya fronteriza, en presencia de los fotógrafos. Vacié el cargador y tiré mi fusil sobre el montón. Yo creo que los de la 26 fuimos los últimos soldados de la República en la sierra. Acarreamos rebaños de vacas, caballos, mulos. Los franceses se quedaron con todo; aunque hay que decir, en honor a la verdad, que más tarde lo devolvieron a España”.

Así terminó la guerra para Antonio García Barón, que se había incorporado a la Columna Durruti a los 14 años, cuando el líder leonés pasó por su pueblo, Monzón. Pero le esperaban otras guerras tal vez más crueles, el combate de nuevo contra los nazis que le pisaban los talones en la Francia ocupada. Luego, cinco años en el campo de exterminio de Mauthausen (Austria). Entraron 8.000 o 9.000 españoles, de los que tan sólo sobrevivieron entre 1.500 y 2.000. Antonio fue uno de ellos. Los vencedores de la Guerra Civil pusieron precio a su cabeza. A su madre le cortaron el pelo y la encerraron en prisión.

Tras la retirada y el éxodo republicano de España a Francia, los de la División 26 pasaron los primeros días en una fortaleza situada a unos veinte o treinta kilómetros de la frontera española.

García Barón construye trincheras en la línea Maginot con las Compañías de Trabajo, trata de escapar junto con las fuerzas británicas en Dunkerque; pero, como tantos otros españoles, queda tirado en la playa mientras contempla desilusionado cómo aquella improvisada flotilla de barcos de fortuna enviada por Churchill surca el canal hacia la salvación en los blancos acantilados de Dover. Intentó abrirse paso hacia los bosques de la Alta Saboya, donde combatían los suyos en el maquis, cuando una patrulla de la Wermacht le hizo prisionero y debió caminar hasta Núremberg. Desde la ciudad de las manifestaciones hitlerianas, en un camión de ganado, le trasladaron a Mauthausen, donde recibió, como todos, un triángulo azul a la altura de pecho y la S de Spanier. A partir de ese momento eran subhombres.

Los fugitivos republicanos, unos 470.000, los de la España peregrina que cruzaron por Cataluña, acampaban en los prados, comían lo que podían, curaban las heridas, se preguntaban qué sería de ellos. Pronto lo sabrían.

A Antonio y a sus compañeros de armas los encerraron en un campamento en el que hicieron acto de presencia unos señores bien vestidos, con sombreros de copa y relojes de bolsillo de oro, armados de máquinas fotográficas de fuelle.

“Parecían, gordos y relucientes, la caricatura de alguna publicación anticapitalista. Regaron el campo de monedas y cigarrillos. Tenían a punto sus máquinas fotográficas para recoger el sublime instante: los harapientos españoles lanzados como locos sobre las monedas. Nadie se movió, nadie se levantó para coger nada. Aquellos señorones redoblaron la rociada de monedas y pitillos. Nada, los refugiados seguimos como estábamos, recostados, tumbados en el suelo, mirándolos con desprecio. Ninguno de nosotros movió un músculo”.

Los guardias franceses o senegaleses requisaron los rebaños de la 26.

“Yo me negué a abandonar mi burro. Llegó un gendarme con aires de mando y ordenó que me bajara. Le respondí que no, que no me apeaba de mi burro. Debió ver mucha determinación en mi voz porque se fue al cabo de un rato. Sólo me bajé al descubrir a dos personas de edad, paisanos de Monzón. Uno de ellos, Simón, era un anciano que me había visto nacer. Le quité los serones al jumento y lo llevé del ronzal. Al llegar a un castillo nos obligaron a desprendernos del asno. Nos retuvieron veinte días. Algunos refugiados llevaban consigo sus guitarras y acordeones. De esta manera, con cantes y música, olvidamos un poco las penas, que eran muchas y profundas, y nuestro lamentable estado físico”.

Llegaba en el campo de Le Vernet, en el Ariege, como en Gurs, Argelés, Saint-Cyprien o Barcarés, Arlés y Prats, la primera oferta para volver a la España de Franco. En esa repatriación tramposa estaban por medio los Cruces de Hierro, los fascistas franceses. La propaganda decía que los que regresaran serían recibidos con los brazos abiertos. Algunos ingenuos picaron el anzuelo.

Así dijimos adiós a España, derrotados pero no vencidos.

“Pronto recibimos noticias de los que decidieron regresar. ‘Volved, no nos ha pasado nada, no nos han hecho nada’. A los primeros no les hicieron nada, en efecto; pero a los segundos y terceros… Leyeron mi nombre por los altavoces: ‘Antonio García, le reclaman en el barracón de mando’. Es una trampa, pensé. Yo tenía un lema: el que se fía es hombre muerto. De modo que repitieron tanto mi nombre que ya por la tarde decidí presentarme. Me salió al paso un oficial del ejercito francés, de expresión afable:

-¿Antonio García? -preguntó-, ¿su segundo apellido?

-Barón.

-A usted es a quien buscamos. Tiene familia en Francia y sus parientes quieren ponerse en contacto con usted. Uno de ellos ha depositado unos miles de francos para que pueda comprarse ropa y se reúna con ellos.

Yo tenía mil moscas detrás de la oreja. El oficial me señaló un coche negro, de cortinillas bajadas, de aspecto fúnebre. Cualquier moribundo podría haber aceptado de buen grado aquel coche para su entierro.

-Antonio García Barón, puede subir al coche. Es usted libre, un hombre afortunado. Puede marcharse.

Al ver mi cara de desconfianza, el oficial se atrevió a echarme un discurso.

-Es usted muy joven, 17 años; tiene toda la vida por delante, dinero y una familia que le acoge. ¿Qué más puede pedir?

-Sí, pero mi porvenir está en América; quiero marcharme lejos de aquí.

-Es menor de edad, le han tachado de la lista de candidatos a la emigración. No sea tonto, suba al coche, donde le harán entrega del dinero”.

Había un pequeño detalle, Antonio no tenía ningún pariente en Francia. En aquel coche funerario, según dice, le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas. Salió del barracón para correr a refugiarse en el corro de los amigos y camaradas.

“Ese coche’, dije a los de la 26 cuando partió sin mí a una orden del oficial, ‘era mi ataúd”. Unas semanas después, los refugiados empezaron a criar forúnculos y pupas como consecuencia de la pésima alimentación y las condiciones de vida.

“Nos comían los piojos y las chinches en medio de aquel lodazal. La ración de agua era de un cuarto de litro por cabeza y día, 3.000 litros de agua pestilente para 16.000 personas. Eso es lo que nos regalaba el Gobierno socialista francés. Nos trataron muy mal. Cientos de miles de los nuestros, famélicos y andrajosos, vivieron una doble derrota. A algunos les quedó humor y ganas para cantar: ‘Allez, allez, reculez, reculez, / que tengo que echar el pie / desde Cervera a Argelés”.

Llegaban de La Junquera, Puigcerdá, Portbou, a través de Le Perthus o los pasos de montaña para conocer la calidad de la hospitalidad francesa. Fue una vergüenza. El periodista y escritor soviético Ilya Ehrenburg se hizo eco del recibimiento: a cada seis hombres les dieron un pan y una cantimplora de agua sucia. Los trataron con desprecio, mientras que en París el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, el vendedor de champaña Ribbentrop, era objeto de una fastuosa recepción.

Los fugitivos republicanos acampaban en los prados, comían lo que podían, curaban las heridas, se preguntaban qué sería de ellos. Pronto lo sabrían.

“Nos invadieron los piojos, la sarna, las pústulas. Sufrimos de disentería, tifus y otras plagas. Éramos los sales rouges,los sucios rojos, caídos en mala hora sobre las playas y los bancales de arena de Argelés-sur-Mer y otros lugares. Mi compañero, el anarquista Miguel Jiménez, tuvo el valor de dirigir una carta desde la barraca 152 al ministro francés de Interior. Le informaba que los barracones de madera, de piso de tierra, eran de una superficie de 123 metros cuadrados para 110 hombres”.

“Hasta mayo nos tuvieron sobre el fango y en las playas heladas. No había luz ni calefacción bajo la tormenta, el granizo y la nieve, el viento y las ratas, sin retretes y en algunos casos sin barracas o mantas. Nos desparramaron por las playas, nos separaron de las mujeres. Olía a pus, a gangrena, a heridas ulceradas, a pis y a mierda”.

“En la primera oleada de la muerte cayeron unos 35.000 españoles; 150.000 volvieron a España. Los guardianes senegaleses no los perdían de vista. Uno voló por los aires por el efecto de una granada: había matado a tiros a uno de los nuestros. Mientras se despiojaban unos a otros inventaron esta canción: ‘Negros senegaleses, / sois negros como el tizón, / tenéis los ojos amarillos; / la madre que os parió”.

El regreso del campo de exterminio tuvo un cariz muy distinto.

“Yo salí de Mauthausen con 35 kilos y la columna vertebral herida. Era otra Francia la que nos recibía. Se había tragado las heces de su propia derrota y humillación. De Gaulle nos trató mejor que los socialistas. Nuestros compañeros republicanos, más habituados a hacer la guerra, echaron una mano a Francia desde la resistencia. Éramos esqueletos ambulantes. Ahora teníamos solidaridad, ropa, comida, vivienda”.

El viaje desde el hotel Lutecia, hasta entonces uno de los cuarteles generales de los jerarcas nazis, se llevó a cabo desde París hasta Toulouse dos meses después de la liberación de Mauthausen por las tropas norteamericanas. Fue la apoteosis para 1.000 o 1.500 españoles, a los queAlbert Camus, hijo de menorquina, saludaría en su columna en el diarioCombat: “Era un tren especial para los deportados. En cada estación nos recibieron con bandas que tocaban La Marsellesa o la Canción de los guerrilleros; nos colmaron de vino, flores, pasteles. Hombres y mujeres se acercaban hasta nuestras ventanillas con sus regalos, sus besos y sus sonrisas. Fue una reparación moral para los supervivientes de los campos. Ahora los franceses sabían lo que era sufrir”.

En los andenes los esperaban algunos de los 10.000 guerrilleros españoles que combatieron en la resistencia, o que tomaron París con el general Leclerc, con el que avanzaron desde el África central. En el cementerio francés de Bir Hakeim he visto las tumbas de los republicanos españoles, Treviño, Muñoz, Castaño, García, y otros encuadrados en la I Brigada de la Francia Libre. Su sacrificio permitió a los británicos organizar el dispositivo de defensa y ataque contra Rommel en una de las batalla decisivas de la guerra, El Alamein. En el cementerio de guerra británico recogí la frase de un español aliadófilo: “Desde España”, decía, “estuve de corazón cerca de vosotros. Gracias por vuestro sacrificio”.

“De cada cinco guerrilleros de la resistencia francesa”, señaló el ministro inglés Anthony Eden en la Cámara de los Comunes, “tres eran republicanos españoles”. Sus carros de combate al liberar París se llamaban Guadalajara, Madrid, Don Quijote, Belchite o Guernica.Ayudaron a liberar ciudades como París, Toulouse, Vichy, Clermont-Ferrand, La Rochelle, Annecy (donde levantaron un monumento a “les espagnols morts pour la liberté”). Combatieron en la Alta Saboya “por su luz visible”.

“No reivindicaron”, escribe José Ángel Valente desde el cementerio de Glières, “más privilegio que el de morir para que el aire fuera más libre en las alturas y más libres los hombres”.

Formaron parte, como el salmantino Celestino Alfonso, de grupos de resistencia y sabotaje al lado del poeta y obrero en la Citroën el armenio Manouchian, cantado por León Felipe: “Genio prometeico, / que la poesía de esta hora no debe ser música ni medida, sino fuego”.

Alfonso cayó, junto con Manouchian y una veintena de guerrilleros urbanos, en una redada de la Gestapo en París. Los torturaron durante tres meses y los pasaron por las armas en febrero de 1944.

Había un pequeño detalle, Antonio no tenía ningún pariente en Francia. En aquel coche funerario le esperaban los pistoleros fascistas con las metralletas cargadas.

Los guerrilleros españoles hicieron cerca de 10.000 prisioneros y mataron en combate a unos 3.000 nazis. Fueron también españoles los que ocuparon el hotel Continental de París, cuartel general de los alemanes. Von Choltitz rinde su pistola a un voluntario extremeño llamado Antonio González. El historiador Tuñón de Lara calculaba que por lo menos 50.000 españoles se batieron de una manera u otra al lado de Francia. De Gaulle reconoció este sacrificio al condecorar a un guerrillero español a finales de 1944: “Partisano español, en ti saludo a tus bravos compatriotas por vuestro valor, por la sangre vertida por la libertad y por Francia. Por tus sufrimientos eres un héroe francés y español”. Lo serían de nuevo para Francia. El Gobierno de París les puso en la disyuntiva: o a la España de Franco, o al banderín de enganche de la Legión con destino a la guerra de Indochina. En las trincheras de Hughette, en Dien Bien Fu, bajo las baterías y los morterazos del general vietnamita Giap, se escuchaba el canto de los anarquistas españoles: “Si tu madre quiere un rey, / la baraja tiene cuatro…”.

Hubo entre los refugiados quienes se negaron a alistarse en la Legión: habían luchado por la libertad de Francia, pero no lo harían en sus aventuras coloniales ultramarinas.

“La boca me huele a rancho, y el pescuezo, a corbata; / las espaldas, a mochila, y las manos, a fusil”, canta algún recién llegado. Todo eso había terminado. Faltaba muy poco, a pesar del optimismo de Radio España Independiente, estación pirenaica, para que los embajadores volvieran a Madrid, y se instalaran las bases estadounidenses en territorio español. El dictador les era muy necesario al inaugurarse la guerra fría.

Hasta su liberación por las tropas norteamericanas, Antonio García, aliasEl Maño, vivió cinco años de prueba. Más frágil que una mosca, pero más duro que el acero, el hombre que nunca lloró fue uno de los pocos que se salvaron de los internados en Mauthausen, en la primera oleada. Los médicos franceses que lo examinaron tras su liberación no comprendían cómo había podido caminar con la espalda rota. Le dejaron sin nalgas. “Yo recibí varias veces y sin desmayarme los 25 latigazos de rigor. Luego, según las reglas del campo, era obligado dar las gracias al verdugo por su trabajo”. La aldea de Mauthausen, a orillas del Danubio azul, cuyos paisajes admiró Mozart, está situada a pocos kilómetros de Braunnau-Linz, donde nació Hitler. El Séptimo de Caballería llegó a tiempo en la primavera de 1945 para García Barón y sus compañeros. La primavera de Miguel Hernández, de la “herida cerrada y de los panes”.

Los del Comité Internacional de Mauthausen, impulsado por los republicanos españoles que hostigaron a tiros a las tropas nazis en los días finales, colocaron sobre el campo una banda de tela con sábanas de los SS. Francisco Boix, que sería testigo en el proceso de Núremberg, fotografió la pancarta. El texto decía en castellano: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libres”.

El Maño, vestido con su traje a rayas, se fue a París para trabajar en la Pathé Marconi. No se quedará en la Europa humeante y en ruinas. ¿Qué hacer en la Europa que ha levantado en 30 años una pirámide de 90 millones de muertos en dos guerras?

Varios países latinoamericanos rechazaron su petición de visado. Se le concede el don de una segunda vida en Bolivia, en un lugar remoto del Amazonas donde el Gobierno de La Paz le contrató para contar relámpagos. Con sus manos campesinas vivió del cultivo del plátano, el arroz, la yuca, el tabaco. Se casó con Irma, de sangre india, nieta de un japonés que combatió en la guerra del Chaco, con la que ha tenido cinco hijos.

No lejos de allí, en Caranavi, Mariano Mustieles, alma gemela de Antonio, también aragonés, cenetista, de la 26, empezó una nueva vida. La madrugada de un día de diciembre de 1943 le fusilaron ante el muro del panteón de Joaquín Costa en el cementerio de Torrero. Cuando le llevaban hacia la tapia gritó: “¡Viva la República!”, como sus tres compañeros de la cárcel de Zaragoza. Le pusieron contra el muro, sonó la descarga y Mariano cayó sobre la grava. Despertó entre cadáveres cuando le llevaban a la fosa común sobre la caja de un camión. Se hizo el muerto. Le metieron en un ataúd. De un golpe con las rodillas hizo saltar la tapa, y Mariano se puso a gritar socorro. El disparo, que le atravesó el pecho, no interesó órganos vitales. Llamaron a un guardia civil para que le diera el tiro de gracia, pero tuvo suerte: el guardia se negó en redondo. A Mustieles le perdonaron la vida a petición del capellán castrense: si se casaba por la Iglesia con su compañera, le conmutarían la pena capital por la de cadena perpetua.

Pasó por varios campos de concentración. En 1948 huyó a Francia con su mujer y su hija. Desde allí, con la ayuda del IRO (Organización Internacional para los Refugiados), viajó a Bolivia, donde le esperaba un trozo de tierra que cultivar.

Francisco Boix, que sería testigo en el proceso de Núremberg, fotografió la pancarta. El texto decía en castellano: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libres”.

Antonio Machado. Entre los que se retiran desde Valencia, cuando un Madrid agonizante resiste aún, está el poeta Antonio Machado. Haces luminosos sesgaban la oscuridad del cielo. Se oyeron descargas de artillería pesada que hicieron trepidar el suelo. Machado, enfermo de los pulmones, vestido de negro, con sombrero y bastón, a duras penas se tenía en pie. “Noto que mi cuerpo se va poniendo en ridículo”, dirá avergonzado. El poeta; su anciana madre, Ana Ruiz; su hermano José, y su cuñada Matea, emprenden el camino definitivo del exilio.

En éxodo interminable se le unen, entre otros, el periodista Corpus Barga, el lingüista Navarro Tomás o Xirau, que escribirá sobre la triste retirada: “Cerca de la frontera, los chóferes de las ambulancias nos abandonaron en medio de la carretera, sin equipaje ni dinero, al anochecer, junto a una elevada escollera a lo largo del mar en medio de una muchedumbre que se empujaba”.

El frío es intenso, llueve a cántaros: “La madre de don Antonio, de 85 años, con el pelo empapado, era una belleza trágica. Entramos en Francia sin dinero ni documentos. Nos dieron pan blanco y queso. Los refugiados llegan al hotel Quintana de Colliure. Madame Quintana hizo todo lo posible para aliviar las penas de los exiliados”.

Tres semanas después falleció don Antonio en el hotel. Tenía 63 años. “Cuando Antonio expiró, como la habitación del hotel era pequeña”, habla Matea, “tuvieron que sacar el cadáver alzándolo sobre la cama en la que mamá Ana estaba inconsciente. Luego fue amortajado en una sábana porque así lo quiso José al interpretar aquella frase que un día dijera Antonio a propósito de las pompas innecesarias de algunos enterramientos: ‘Para enterrar a una persona, con envolverla en una sábana es suficiente”. Su madre le siguió tres días más tarde.

Antonio Machado, poeta español. Murió aquí el 22 de febrero de 1939″, se lee en una placa sobre el porche de la casa de tres pisos. Sucedió a las tres y media de la tarde. Congestión pulmonar. La madre del profesor de francés y autor de Campos de Castilla había preguntado cuando entraban en Colliure: “¿Llegaremos pronto a Sevilla?”.

Pocos días después, José Machado encontró en el bolsillo del gabán de su hermano un trozo de papel en el que se leían las palabras: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Al lado aparecía la frase: “Ser o no ser…”, y cuatro versos ya publicados en Otras canciones de Guiomar, en los que introdujo la variante “y te daré” en lugar de “y te enviaré” de la versión original: “Y te daré una canción: / Se canta lo que se pierde / Con un papagayo verde / Que la diga en tu balcón”.

El hotel Quintana estaba cerrado cuando pasamos por allí. “Lo abren sólo en verano”, nos informó un transeúnte. Al llegar al pie de la tumba de Machado, en el cementerio de Colliure, comprobamos que no le faltaban flores recién cortadas, y allí fueron también a parar las nuestras.

Los náufragos. Antonio Machado fue uno de los primeros muertos del exilio. El de 1939 fue, según Juan Marichal, “un episodio enteramente nuevo en la historia de España -y que no se repetirá jamás- por sus consecuencias intelectuales. La España de 1936 había alcanzado el punto más alto de su cultura desde el siglo de Cervantes y Velázquez”. En el terreno del pensamiento puede afirmarse que España estaba en el punto más alto de toda su historia intelectual. Un pensamiento al que Ortegallamó “de los náufragos”. Una “meditación de retorno” que otro ilustre exiliado, Araquistáin, llamó “Numancia errante que prefiere morir a darse por vencida”. Américo Castro escribió: “No habrá paz para nosotros. Y justamente están condenados a no gozar de ella los hombres de buena voluntad. Cada raza, su sino”.

Fue la más importante de la larga serie de emigraciones nacionales de los siglos XIX y XX. En la nómina de los que llegan a América, el periodista republicano Eduardo de Guzmán cuenta 208 catedráticos, 501 maestros, 375 médicos, 214 ingenieros, 434 abogados, 109 escritores, 28 arquitectos, 361 técnicos y centenares de periodistas, militares, investigadores y sabios.

En El exilio español de 1939, José Luis Abellán calculó en 5.000 el número de los intelectuales que salieron, “entendiendo por tales aquellos que tuvieran una cierta notoriedad en profesiones liberales, artísticas, científicas y docentes”. Dos exiliados obtendrán el Premio Nobel con posterioridad a 1936, Juan Ramón Jiménez -que muere en 1958 en la que llamó “la isla de la simpatía”, Puerto Rico- y Severo Ochoa.

En el exilio figuran, entre otros, según el recuento de Guzmán, músicos como Pau Casals, Esplá o Cristóbal Halffter; artistas como Picasso, Arteta y Alberto; escultores como Julio González o Lobo; historiadores como Madariaga, Rafael Altamira, Sánchez Albornoz o Américo Castro; poetas como León Felipe, Altolaguirre, Cernuda, Salinas y Alberti; escritores como Barea, Sender, María Zambrano, María Teresa León, Max Aub, Serrano Poncela, Bergamín, Corpus Barga, Andújar o Ayala; filósofos como Recasens Sitges, Gaos o García Bacca; médicos como Trueta, Negrín, Lafora, Pío del Río Ortega, Méndez y Otero; químicos como Medinabeitia, Moles y Giral; juristas como Jiménez de Asúa, Sánchez Román y Osorio; cineastas como Luis Buñuel o Carlos Vélez; pedagogos como Barnés y Álvarez Santullano; hombres de ciencia como Arturo Duperier, Blas Cabrera, Ignacio y Cándido Bolívar, Boch Gimpera o Millares Carlos.

Pasó por varios campos de concentración. En 1948 huyó a Francia con su mujer y su hija.

Han zarpado desde el sur a toda prisa para hallar refugio en los territorios franceses del norte de África. El 70% son encerrados en campos de concentración; se incorporan a las compañías de fortificaciones e incluso al ejército francés, sobre todo en la Legión Extranjera, unos 600.

Grupos de cenetistas combatirán en la Alta Saboya contra los nazis. En Narvik (Noruega) se baten contra la invasión nazi con la 13 Semibrigada de la Legión Extranjera al lado del ejército francés. A Rusia irán los militantes del partido, excombatientes de la Guerra Civil, que se unirán a Stalin cuando Hitler invade la URSS. En la batalla de Stalingrado cayó, entre otros, el hijo de Pasionaria, Rubén Ruiz Ibárruri, y en otro teatro de operaciones, Santiago de Paúl Nelken, hijo de Margarita Nelken, diputada a Cortes que en 1937 ingresó en el Partido Comunista.

Unos fueron héroes de la URSS; otros de entre los niños de la guerra,empujados por el hambre y la desesperación, fueron antihéroes, delincuentes, ladrones empujados al robo por el hambre. Todo había ido bien hasta la guerra entre Hitler y Stalin, hasta que sonó el sálvese quien pueda. Un total de 4.124 españoles llegaron a la URSS entre 1937 y 1939. De ellos, 1.239 eran emigrantes políticos, y 2.895, niños. Algunos excombatientes durante y después de la guerra mundial se pasaron meses o años en los lager estalinistas, los campos de concentración. Eran sospechosos de espionaje, de tibieza revolucionaria, de indisciplina o nacionalismo, de traición, por el simple hecho de que deseaban volver a Europa o México. Pasionaria puso condiciones muy duras para que salieran.

Francia acogió sobre todo a trabajadores, a proletarios. El campo y la industria necesitan brazos, aunque los patronos les regatean los salarios.

Quince mil exiliados encuentran su nueva patria en la que proféticamente se llamó la Nueva España. Los “desnudos y errantes por el mundo” de León Felipe, socialistas, comunistas, anarquistas y nacionalistas gallegos, vascos y catalanes, fieles al ideal republicano, pasan del destierro al transtierro, según el neologismo de José Gaos. Se han trasladado de una tierra de la patria a otra. Han encontrado “la patria del destino”. A partir de febrero de 1939, el México del presidente Lázaro Cárdenas va a comportarse con ejemplar generosidad.

Concha Méndez. La poetisa Concha Méndez, natural de San Sebastián (1898-1986), perdida la guerra, viaja con su marido, el poeta Manuel Altolaguirre, hacia Inglaterra, Francia, Argentina, Brasil, Cuba, México. Gerardo Diego la incluyó en su Antología de 1932. Fue novia de Buñueldurante seis años, y García Lorca se la presentó en El Henar a su amigo, poeta y editor del 27, el malagueño Manuel Altolaguirre (1905-1959). Su último libro, recuerda Margarita Smerdou, Soñar y vivir, lo publicó Concha en 1981. Falleció en México el día de los Santos Inocentes de 1986.

En cuanto a Altolaguirre, también productor y director de cine, volvió a España en 1959 para presentar en el Festival de San Sebastián su películaEl cantar de los cantares sobre el texto de Fray Luis de León. En 1952 había ganado en Cannes el premio al mejor argumento por Subida al cielo,que dirigió Luis Buñuel. El 26 de julio de 1959, el autor de Poemas de las islas invitadas murió en Burgos en un accidente de coche.

La autora de Sombras y sueños o Lluvias enlazadas contó de esta manera la desgarradura del exilio. Se reproduce tal y como ella misma lo presentó.

“Mientras trabajaba en Barcelona como oficial de primera del cuerpo técnico y administrativo de la sección de América tuve que dejar a mi hija Paloma en una guardería. Iba a verla todos los días, y cuando me despedía de ella, me decía llorando: ‘¡Ay, mi Conchita!, ¡ay, mi Manolito!’. La niñera se preguntaba si aquellas personas eran mis primos. ‘Somos su padre y yo’, dije”.

“Al poco tiempo me llaman por teléfono para decirme que Manolo está enfermo con principio de tuberculosis y que lo han llevado a una granja para que tome leche y sol. Como no quería que estuviera solo decidí que volveríamos al monasterio que nos habían ofrecido para que se recuperara. Con nosotros vinieron Gaya, el pintor; el poeta Gil-Albert, y Bernabé Fernández Canivell, quien tenía que esconderse porque estaba en peligro su vida”.

“El tabaco valía más que la moneda, y lo utilizábamos para intercambiarlo por comida en los pueblos. Muchas veces vino a pasar el día con nosotros el pintor mexicano Álvaro Siqueiros”.

“Nos llega la noticia de que los fascistas se están acercando a Cataluña. El matrimonio que cuidaba el monasterio era localista, y cuando se acercaron las tropas de Franco se le oyó decir: ‘Que tomen España, bueno;pero Cataluña, que no es España, no‘. Tres meses después, cuando ya se había recuperado, tuvimos que ir a Barcelona a tomar un tren. Como era peligroso que mucha gente se movilizara al mismo tiempo, Gaya no quiso que su mujer y la niña salieran el mismo día que nosotros, y un día después atravesaron el campo a solas. Al llegar a la ciudad supimos que en el camino había caído una bomba que le cortó las piernas a la mujer, y ahí se quedó desangrándose hasta que murió. La niña fue reconocida y recogida por un soldado, amigo de su padre. Por donde se mirara, todo era triste”.

“Conseguimos un tren hasta Figueras. Al entrar en la estación nos encontramos a un matrimonio con dos niñas que lloraban de hambre. Al estar hablando con ellos, me doy cuenta de que Manolo ha desaparecido, y yo con la preocupación de que el tren llegaría sin estar él. Al rato lo veo aparecer con una olla de patatas hervidas que habíamos dejado en casa para las niñas”.

“Llegó el tren. Íbamos a subirnos a los vagones últimos, pero, por un presentimiento, abordamos el centro, y fue que al llegar a la última estación de Barcelona cayó una bomba en la cola del convoy, llegando destrozados los vagones, la gente muerta y los heridos dando gritos. El tren continuó su marcha; una vez más, el destino cuidaba de nosotros. Por los aires pasaban pájaros negros, como eran llamados los aviones de bombardeo por los campesinos; pasaban tirando, y todas las bombas cayeron junto al río”.

“Figueras era un pueblo pequeño, tan chico que la mayor parte de la gente que llegaba no encontró lugar para esconderse. No había hoteles ni casas de huéspedes. Nosotros dimos con un cuarto con tres camas. Manolo estaba derrotadísimo, traía los zapatos rotos y caminaba casi con los pies descalzos. Era invierno. Derrotado porque poco antes habían matado a su hermano, los republicanos lo habían fusilado. Lo detuvieron y lo llevaron con un grupo de hombres. Su mujer había conseguido un salvoconducto para rescatarlo, pero cuando llegó al cuartel, cualquiera le dijo: ‘Mire, en aquel basurero están las carteras de los hombres que han fusilado hoy; si no encuentra la de su marido es que aún está con vida’. La pobre mujer se fue a buscar, y la última cartera era la suya. Lo peor de la guerra es que las ideologías separan a las familias”.

“Manolo consiguió que yo atravesara la frontera con la niña en el coche de unos diplomáticos belgas. Íbamos, y las bombas caían sobre la gente que iba a pie; caían sobre familias enteras, sobre niños y viejos que intentaban llegar a la frontera; el camino era largo y no todos llegaron. En uno de los trechos de la carretera nos paramos con el coche. Acababa de caer una bomba sobre una familia: todos estaban muertos salvo un niño de brazos. La chica belga, viendo que se movía, lo tomó para llevarlo con nosotros, y apenas alzado, murió. Llegamos a Francia. No teniendo donde ir, me senté con mi niña en una banca; entonces apareció un pintor mexicano que había conocido en el hotel Majestic, y se sentó con nosotros. En eso vinoun tren que recogía refugiados españoles para trasladarlos a los campos de concentración. Éramos otra vez prisioneros. Los tomaban por la fuerza y los subían al tren. Y en eso que mi niña empieza a llorar, y se acerca un guardia civil a pedirme los documentos, y fue porque le hablé en francés, porque lo había aprendido desde niña en el colegio, y por aquel abrigo de piel, que me hacía parecer una mujer adinerada. Así me libré de que nos tomaran presos”.

“Cuando llegué a París”, continúa la esposa de Manuel Altolaguirre su relato, “llamé a la Embajada para dejar mi dirección; estaba preocupada, casi loca, porque habían publicado una nota en el periódico anunciando la muerte de Manolo. Pasaron días y al fin recibí la noticia de que se encontraba en un campo de concentración. Los intelectuales franceses lo rescataron y llegó a París. Apareció en el hotel con un abrigo negro y la cara transformada, nervioso, en un estado mental que daba miedo. Fue esa noche cuando me confió cómo había caminado por la nieve con los pies congelados. Durante días caminaba desesperado al ver a su paso niños famélicos y muertos; hasta que encontró un campo de concentración, al que se metió él mismo. Al entrar quiso darles de beber a unas personas que estaban casi muertas. Era invierno y por el frío llevaba puesta toda la ropa que tenía, y todos empezaron a reírse de él. Entonces, con aquel frío, empezó a quitarse, una a una, todas las prendas, hasta quedar desnudo; loco, en el campo aquel, frente a toda la gente, se sentó junto al fuego que ardía para calentarse. Después lo rescataron y lo metieron en un hospital psiquiátrico, en el que pasó una temporada. Llegó derrotadísimo, cuando la guerra había terminado”.

 

El siglo de ‘los abajo firmantes’ [Santos Juliá]

 

Santos Juliá narra en su nuevo ensayo la historia reciente de España a través de los manifiestos de intelectuales, desde el desastre del 98 hasta el inicio de la crisis actual

De izquierda a derecha:. El ministro de Trabajo, Largo Caballero, Unamuno y el titular de Hacienda, Indalecio Prieto, durante la manifestación del Primero de Mayo de 1931.

 

[Tereixa Constenla, EL PAÍS, 27-3-2014]

Entre la carta que Unamuno escribió en noviembre de 1896 para apelar a la clemencia de Cánovas del Castillo a favor de un anarquista predestinado a pagar por otros y el manifiesto de Convocatoria Cívica, presentado en el Ateneo de Madrid en julio de 2013 en defensa de “otro camino” para salir de la crisis y fortalecer la democracia, hay una cuerda de la que ha tirado Santos Juliá para escribir su nuevo ensayo:Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas(Galaxia Gutenberg).

Desde aquel extremo decimonónico nada, ni siquiera las etapas de mordaza democrática (las dos dictaduras y la guerra), ha roto la cuerda que lleva del desastre político del 98 al desastre económico de 2008. Así que Juliá reconstruye las convulsiones del pasado reciente a partir de 446 escritos (manifiestos, cartas, artículos, declaraciones…) que representan una voz colectiva y que aspiran a influir sobre las acciones de gobierno. “La primera vez que se sustantiva en un documento público la palabra intelectual es en la carta de Unamuno. En Francia ocurre en torno al caso Dreyfus, cuando se da la primera manifestación colectiva de los intelectuales. El equivalente español será con la Generación del 14, aquí se da una pequeña gran guerra de palabras entre aliadófilos y germanófilos”, expone el historiador. “Nos hacemos solidarios de la causa de los aliados, en cuanto representa los ideales de la justicia, coincidiendo con los más hondos e ineludibles intereses políticos de la nación”, voceaban desde la revista España en julio de 1915 Ortega y Gasset, Pérez Galdós, Romero de Torres, Unamuno, Machado, Falla o Pittaluga. “Afirmando la neutralidad del Estado español, se complacen en manifestar la más rendida admiración y simpatía por la grandeza del pueblo germánico, cuyos intereses son perfectamente armónicos con los de España” replicaban cinco meses después desde Abc Benavente y Vázquez de Mella, entre otros.

Hasta este intercambio de puyas públicas, y con pocas excepciones (en Cataluña), los intelectuales se habían expresado de forma individual. Cada integrante de la Generación del 98 lloró y reflexionó por su cuenta. Pero la carrera de El Llanero Solitario se extingue con ellos. A partir de la Primera Guerra Mundial lo colectivo se impone. Se registran alianzas que hoy asombrarían como la que observa Juliá durante la dictadura de Primo de RiveraLo insólito fue que los intelectuales, que no habían manifestado oposición ni levantado lamento alguno por las libertades perdidas ni por el Parlamento cerrado, se mostraron de pronto muy numerosos y unidos en defensa de la lengua catalana, que el dictador había proscrito de actos y documentos oficiales y cuyo uso en las escuelas de primera enseñanza había prohibido”.

En los treinta florecen los llamamientos políticos de pensadores. Desde las filas conservadoras, adormecidas hasta entonces, emergen voces como la del escritor José María Pemán que, en 1932, ataca al gremio: “En lugar de enfrentarse valientemente con la masa y aprovechar su nombre y su prestigio para imponerle sus ideas selectas, limitadoras de los excesos, el intelectual lo que ha hecho es decorar con su prestigio y con su nombre las ideas mediocres que la masa le imponía a él”. En aquel marco internacional de pugna (también teórica) entre fascismo y comunismo, España aporta su singular grano de arena. “El peso de los intelectuales católicos será muy importante, con corrientes muy combativas que defienden el exterminio del adversario. Esto le da un carácter a la guerra que hace que no solo se pueda reducir al fascismo/antifascismo, sino también al ser o no católico”, explica Juliá. La derecha exalta la nación. La izquierda, el pueblo. “Este levantamiento criminal de militarismo, clericalismo y aristocratismo de casta contra la República democrática, contra el pueblo, representado por su Gobierno del Frente Popular, ha encontrado en los procedimientos fascistas la novedad de fortalecer todos aquellos elementos mortales de nuestra historia…”, sostienen en La Voz el 30 de julio de 1936, entre otros, Gómez de la Serna, Chacel, Buñuel, Halffter o Dieste.

La dictadura de Franco trasladó las protestas al exilio. Juliá aprecia dos etapas. Hasta 1953 los desterrados reclaman un retorno de la República de la mano de los aliados. “Eso pierde fuerza a medida que se convencen de que no tendrá viabilidad”, señala el autor de Historias de las dos Españas, el libro de 2004 que motivó su inicial recopilación de escritos que con el tiempo alimentarían el actual ensayo. Las revueltas estudiantiles de 1956 confirman la inflexión, como delata esta firma: “Nosotros, hijos de los vencedores y los vencidos”. “La mirada ya no se dirige a los aliados, sino al interior. Empieza la teoría de los puentes y, a partir de los sesenta, proliferan los manifiestos firmados por gente que está dentro y fuera que plantean demandas concretas”, indica Juliá. Comienza “la lucha firmada”, en palabras de Javier Pradera. Uno de los ejemplos tempranos es una carta de mayo de 1962, a raíz de una huelga minera, suscrita por Menéndez Pidal, Cela, Laín Entralgo, Aleixandre, Gil-Robles, Bergamín, Marías, Sastre, Saura, Torrente Ballester o Ridruejo.

La democracia mantuvo el vigor del sujeto colectivo, aunque se perciben cambios. “Se acrecienta la importancia de la gente del mundo del espectáculo o trabajadores de la cultura, que ya había comenzado a finales del franquismo. En un mismo manifiesto podemos encontrar juntos a Sara Montiel y Aranguren, o a Cela y Ana Belén”. Culmina ese momento con el Manifiesto por el Cambio de 1982, el último en el que las diferencias partidistas no dividían en bandos a los intelectuales. Luego llegaron decepciones (el ingreso en la OTAN, la continuidad del terrorismo de ETA, las cuestiones territoriales, la guerra de Irak…) y revoluciones tecnológicas (Internet). “Del intelectual-profeta se pasa al observador comprometido con valores universales. Con la Red se multiplican los manifiestos. Puede provocar una banalización y ruido, pero es un elemento movilizador como nunca ha habido, como vimos con la defensa de la sanidad pública en Madrid. Aumenta la conciencia crítica, muy importante para la consolidación de la democracia del futuro. El intelectual ya no tiene púlpito pero sí un lugar en el escenario”.

 

75è aniversari dels bombardejos de Barcelona

Las bombas no se pueden olvidar. Quizá no se registra el día y la hora exacta, pero su recuerdo es imborrable. “Fue el mismo día que otra bomba cayó en la plaza Nova, frente a la catedral… Yo estaba sola en casa, en la calle de la Rosa, porque mi madre había ido al lavadero…”. Mercè Romero tenía 8 años y estaba sola en casa cuando sonó la alarma. “Unos vecinos me llevaron al sótano de un bar que servía de refugio; cuando salimos, la casa frente a la nuestra se había derrumbado, era una montaña de ruinas que había que escalar para salir… Nuestro piso, en el número 6, quedó muy tocado, tuvimos que irnos…”. Era el 30 de enero de 1938 y el bombardeo sobre el casco viejo de Barcelona fue especialmente cruel y mortífero, con unos 600 muertos. En la plaza Sant Felip Neri murieron 42 personas, la mayoría escolares. Era el peor bombardeo sobre Barcelona desde que había empezado la guerra, y la ciudad llevaba unos cuantos. Pero lo peor estaba por llegar. El 16, 17 y 18 de marzo. Hace 75 años.
Esos tres días de marzo, los bombarderos italianos Saboya, en 13 raids ejecutados en intervalos aproximados de tres horas, descargaron más de 40 toneladas de bombas que mataron a unas mil personas y causaron muchos más heridos. Varias de esas bombas cayeron sobre la Gran Via, entre la plaza Universitat y el paseo de Gràcia, donde destruyeron edificios y dejaron más de cien muertos. Una de ellas fue especialmente mortífera, la que cayó en Gran Via/Balmes, cerca del cine Coliseum: alcanzó un camión militar cargado de explosivos que multiplicó la masacre.
Ese marzo, una Barcelona de un millón de habitantes –con decenas de miles de refugiados llegados del resto de España– era la sede del gobierno republicano de Juan Negrín. También lo era del gobierno vasco. El ejército franquista había iniciado pocas semanas antes la gran ofensiva de Aragón, preludio de la decisiva batalla del Ebro. La ciudad estaba a tiro de la Aviación Legionaria italiana con base en Baleares. El Duce Benito Mussolini dio la orden por telegrama el día 16 al general Vincenzo Velardi, jefe de la Aviación Legionaria: “Iniciar desde esta noche acción violenta sobre Barcelona con martilleo espaciado en el tiempo”. La orden era machacar la ciudad.
Los historiadores han apuntado diversas circunstancias que podían haber decidido al caudillo fascista a dar esa orden, sin consultar siquiera a Francisco Franco: una intención de acelerar el final de una guerra que Franco quería larga, conseguir un éxito sonado cuando Adolf Hitler ya presumía del Anschluss (la anexión de Austria a Alemania ), vengarse de la derrota italiana en Guadalajara hacía un año, probar una nueva táctica de bombardeo sobre una gran ciudad, como la aviación de la Legión Cóndor había experimentado otra en Gernika… En todo caso, se quería atacar a la población civil en la retaguardia y, de paso, hundir la moral republicana. No se buscaban objetivos militares, industriales o estratégicos. Barcelona fue objetivo principal de los bombardeos en la guerra, pero ni mucho menos el único. En Catalunya la lista de ciudades bombardeadas por franquistas, italianos y alemanes es larga: Lleida, Granollers, Tarragona, Reus, Figueres, Badalona, Manresa, Les Borges Blanques…, hasta 140 poblaciones.
Mercè Romero ya no estaba en la calle de la Rosa esos tres días de “martilleo espaciado”. Con su familia, se había trasladado a vivir al edificio donde trabajaba su padre, la agencia de aduanas J. Marly, en la Rambla. Allí también se oía “el vuelo de los cazas y los silbidos de las bombas cuando caían, y las explosiones”. Y las sirenas de alarma, que esos tres días no cesarían; la que anunciaba que cesaba un bombardeo era seguida de la llegada de más aviones… “Durante años me duró esa sensación, pensando que oía ruidos del cielo…” explica. Pero no volvió a un refugio. “Mi padre no quiso ir nunca; decía que si nos tenía que pasar algo, que nos pasase. Nos quedábamos en una habitación pequeña, junto a una pared maestra, y mi padre me hacía tener un lápiz en la boca, para evitar que una onda expansiva me reventase los tímpanos”.
Tampoco fue a refugios Pilar Llopart, que había nacido el día que murió Francesc Macià (Navidad de 1933) y vivía en el hotel Inglés, que su padre regentaba en la calle Boqueria. “A veces, mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí al terrado y desde allí veíamos los aviones, las explosiones sobre la Barceloneta… Quería que lo viviéramos de la manera menos traumática posible… Yo era muy pequeña, pero recuerdo perfectamente que vi la cara de los aviadores cuando volaban bajo…”.
Manuel Cardeña, nacido en 1930, sí fue alguna vez al refugio de la calle Ali Bey (hoy Tànger, en el Poblenou) a la que se habían mudado desde el Clot al inicio de la guerra. Pero era “un refugio lleno de fango, justo sobre la capa freática…, no se podía estar allí y mi padre decidió que no volveríamos. Nos quedábamos en casa, junto a la pared maestra, rodeados de colchones”.
No se ha precisado cuántos refugios se construyeron en Barcelona, pero fueron cientos. Desde julio de 1937 existía la Junta de Defensa Pasiva de Catalunya. El Ayuntamiento (Hilari Salvadó era el alcalde) también creó una junta de defensa pasiva local. Estas juntas coordinaron brigadas constructoras de refugios antiaéreos en fábricas, bajo plazas y otros solares. La junta local llegó a planificar casi 1.300 refugios públicos y privados, pero no se hicieron todos, y no se ha podido documentar una lista completa. Además, se usaron como refugio las estaciones del metro. Muchos preferían no refugiarse en el subsuelo. Y si se estaba algo alejado del barrio en que caían las bombas de turno, aún se podía contemplar el ataque. Como hizo más de una vez Cardeña: “El edificio donde vivíamos era alto, de siete pisos, y en el terrado había un nido de ametralladoras antiaéreas que no recuerdo que se utilizaran nunca, pero mis hermanas subían a charlar con los soldados. Desde nuestra galería veíamos los bombardeos sobre la Barceloneta, y cómo saltaban por lo aires, maderas, hierros…”. Y tenía otro mirador, a ras de suelo: “Me tumbaba en el patio de la fábrica de toldos de Can Rigalt, donde trabajaba mi padre, y veía cómo los aviones combatían en el aire”.
Pilar Llopart veía “por un lado, el potente reflector de la iglesia del Pi, y por otro, la punta del monumento a Colón y cómo caían las bombas sobre el puerto” desde la terraza del hotel Inglés. Hasta que un día “una bomba entró en el hotel, por la parte de atrás, en oblicuo desde el tercer piso hasta la planta baja, y destruyó toda la parte trasera, pero no murió nadie, porque todos estábamos en la parte delantera”. Tuvieron que dejar el hotel.
Algunos de aquellos niños de entonces no tenían miedo. Cardeña no recuerda la sensación de miedo. En su calle cayó una vez una bomba que no explotó “y los críos estuvimos allí, mirando cómo los artificieros la desmontaban; era una imprudencia, claro, pero nos quedamos allá hasta que nos echaron”. Llopart habla de “tensión”, cuando quedaba un ratito a solas y a oscuras esperando a que su padre fuera a buscarla para llevarla en brazos a su habitación en una noche de bombas. Recuerda perfectamente cómo preguntaba: “¿Mamá, por qué no paran las sirenas?”. Romero confiesa llanamente que sí pasó miedo. Como lo pasaron centenares de miles de personas. Este tipo de miedo es de gente adulta. Muchísimas familias huyeron de Barcelona, sobre todo después de las bombas de marzo. Las crónicas periodísticas hablan de un éxodo de miles y miles de personas.
Galeazzo Ciano, ministro de asuntos exteriores del gobierno italiano y yerno de Benito Mussolini, explicó en sus diarios: “He recibido y he entregado al Duce el relato de un testigo ocular. Nunca había leído un documento de un realismo tan aterrador”. Un terror que evidentemente no le hizo dimitir. Acabada la guerra, en julio del 39, un Ciano triunfador visitó la ciudad que su ejército había bombardeado, Barcelona. Mercè Romero aún residía con sus padres en el edificio de la empresa aduanera en la Rambla. “Mi padre se resistió a dejar entrar allí a gente para que participara en el recibimiento a Ciano. Nos echaron de allí y mi padre estuvo detenido cinco o seis meses”.
Hace pocas semanas, la Audiencia de Barcelona ordenó investigar los bombardeos italianos sobre Barcelona, lo que dio curso a una querella presentada por la asociación Altra Italia y dos supervivientes de entonces, Anna Raya y Alfons Cànovas. Se quiere incluso determinar si sigue vivo algún mando militar italiano responsable de las matanzas en Barcelona a lo largo de la guerra española, en la que oficialmente Italia no era parte beligerante (Alemania tampoco). Cardeña, el niño que miraba batallas aéreas tumbado en el patio, cree que “lo negativo de esta iniciativa es que remueve cosas…, odios de entonces; lo positivo es que las injusticias se han de reparar. No estaría mal que el Estado italiano expresase sus condolencias por aquello”
Vista aèria de Barcelona, 17 de març de 1938
PROCEDÈNCIA: Archivio Militare dell’Areonautica Italiana, Roma.

En marzo de 1938, la gente de Barcelona -y la de otras ciudades catalanas- sabía lo que era un bombardeo aéreo. La ciudad ya había sido atacada varias veces por la Aviación Legionaria italiana con base en Mallorca, aunque el primer bombardeo de gran intensidad se efectuó desde el mar, el 13 de febrero del año 1937, ocho meses después de iniciarse la Guerra Civil, cuando el crucero italiano Eugenio di Savoia descargó sus baterías sobre el distrito central. Entre el 16 y el 18 de marzo del 38, el aire, sin embargo, vibró de otra manera. El bombardeo, lento, espaciado en el tiempo, no cesaba. Cuando las sirenas callaban y parecía que el peligro había desaparecido, las alarmas volvían a sonar. Trece ataques en 41 horas. Pánico general al tenerse noticia de una enorme explosión en el centro de la ciudad. Una increíble y trágica casualidad: una bomba cayó sobre un camión militar que transportaba dinamita por el centro de la ciudad y provocó una matanza. Comenzó a circular el rumor de que los italianos estaban ensayando un nuevo tipo de explosivo y miles de personas comenzaron a huir hacia las afueras. Al cabo de tres días, cuando la pesadilla terminó, la aviación italiana había matado a más de novecientas personas y había colapsado los hospitales con 1.500 heridos. Había provocado el pánico y, sobre todo, había desmoralizado a la población. Los barceloneses sabían que la República y la Generalitat (la autonomía catalana) tenían perdida la guerra.
Barcelona fue bombardeada de esa manera para impresionar a Hitler. El día 12 de marzo de 1938, el régimen nacional-socialista alemán había ejecutado la Anschluss, la anexión de Austria al III Reich. No era una buena noticia para Benito Mussolini, que había intentado mantener en pie el gobierno autoritario del canciller Dollfuss, padre de un austro-fascismo opuesto a la pérdida de la soberanía nacional. Mussolini quedó preocupado. Había que enviar una “señal” a Hitler; un mensaje que recordase a los alemanes, y a Europa entera, la robustez del régimen fascista. Aún estaba
fresco, demasiado fresco, el recuerdo de la derrota italiana en la batalla de Guadalajara (8-23 de marzo de 1937), cuyo primer aniversario estaba a punto de ser celebrado en París por diversas asociaciones antifascistas. Era necesaria una demostración de fuerza. Mussolini dio la orden.
En marzo de 1938 estaba a punto de cumplirse un año del brutal bombardeo de Gernika por parte de la Legión Cóndor alemana. Esta pequeña ciudad vasca de cinco mil habitantes sufrió el 26 de abril de 1937 un devastador ataque en el que se utilizaron bombas incendiarias. Gernika, lugar muy simbólico para la nación vasca, fue totalmente arrasada. Las crónicas del periodista británico George Steer para The Times, presente al cabo de unos días en el lugar de los hechos, contribuyeron a difundir la noticia y convertir aquel acontecimiento en el signo más trágico de la guerra de España. El Gobierno de la República quiso que el drama de Gernika estuviese presente en la Exposición Internacional de París de julio de 1937 y encargó un gran cuadro al pintor Pablo Picasso. Un cuadro que se convertiría en un símbolo universal.
Los bombardeos de Barcelona no fueron pintados por ningún gran artista, pero merecieron la atención de la prensa europea y norteamericana. Una de las reacciones más significativas fue la del L’Osservatore Romano, diario de la Santa Sede, que los condenó en su edición del 24 de marzo. Pío XI encargó al nuncio Ildebrando Antoniutti que hiciera llegar su malestar al general Franco. También protestaron el primer ministro francés Leon Blum y el premier británico Chamberlain. Años después, al iniciarse los bombardeos de la aviación nazi sobre Londres, Winston Churchill dijo lo siguiente: “Confío en que nuestros conciudadanos sabrán resistir como supo hacerlo el valiente pueblo de Barcelona”.
Franco en realidad no sabía nada. Esta vez, no. Al cabo de tres días, preocupado por el eco internacional, el cuartel general de Burgos pidió a los italianos que parasen el ataque. La Aviación Legionaria italiana actuaba sobre objetivos previamente señalados por el mando franquista, pero gozaba de autonomía. Mussolini apoyaba a los militares rebeldes y a la vez llevaba a cabo su propia guerra en
el interior de la guerra española. La base de Mallorca, organizada en 1936 por el jefe fascista Arconavaldo Bonacorssi, conde Rossi, simbolizaba la ambición de un imperio mediterráneo.
Mussolini movía pieza en función de los inestables equilibrios europeos y de sus complejas relaciones con el Vaticano. En agosto de 1937, tras la caída de la ciudad de Bilbao, ofreció una honrosa rendición a los nacionalistas católicos vascos, para agradar a la Santa Sede. Con el beneplácito de Pío XII, los oficiales vascos se rendían a las tropas italianas y podían abandonar España en barco. Cuando Franco se enteró, montó en cólera y rompió el acuerdo. Los oficiales vascos fueron encarcelados, juzgados y muchos de ellos fusilados. Puede afirmarse que el nacimiento de ETA en 1959 -veintidós años después del pacto de Santoña- fue, en parte, fruto de esa humillación. Después de aquel gesto de moderación con los vascos, el dictador italiano ordenó bombardear brutalmente Barcelona para impresionar a Hitler y borrar cualquier sospecha de debilidad.
Se cumplen hoy 75 años. La República italiana, surgida de la victoria sobre el fascismo, no es responsable de aquel cruel ataque. El dictador Mussolini murió ejecutado. Y no puede pasar por alto que en 1946, el nuevo Gobierno de Italia, a propuesta del líder comunista Palmiro Togliatti, decretó una amnistía general. Barcelona y las demás ciudades catalanas bombardeadas esperan, sin embargo, un gesto de la Italia democrática.

El perfil ideològic del franquisme:autoritarisme feixista i nacionalcatolicisme

Dios entra en las leyes, las casas y las escuelas


[publicat: El País, 10-2-2013]

Julián Casanova revisita en su nuevo libro la Guerra Civil Española [Crítica edita España partida en dos. Breve historia de la Guerra Civil española, de Julián Casanova, el 12 de febrero].

En este extracto, el historiador relata cómo el franquismo se apresuró, aún en plena contienda bélica, a dinamitar el laicismo republicano. La revitalización religiosa acabó con el divorcio y el matrimonio civil e impuso el crucifijo en todos los órdenes de la vida. Julián Casanova repasa en este extracto, relata el desmantelamiento del laicismo republicano por parte del franquismo.

 

Un nen efectua  la salutació feixista. / archivo sandri


Franco sortint sota pa·li d’una església acompanyat de les autoritats eclesiàstiques.

 

La fusión entre la tradición católica y el ideario fascista tenía como vínculo común la destrucción de las políticas y de las bases sociales y culturales de la República. Antes de que apareciera en escena Francisco Franco como generalísimo y caudillo de los militares rebeldes, la Junta de Defensa Nacional de Burgos ordenó, el 4 de septiembre de 1936, “la destrucción de cuantas obras de matiz socialista o comunista se hallen en bibliotecas ambulantes y escuelas” y la supresión de la “coeducación”, de la enseñanza de niñas y niños juntos en las escuelas, uno de los caballos de batalla de la jerarquía eclesiástica y de los católicos contra la política educativa republicana.

 

La revitalización religiosa llegó hasta el último rincón de las tierras en poder de los militares sublevados, con el cambio de calles, la restauración del culto público, el restablecimiento de la enseñanza religiosa y la “reposición” de los crucifijos en las escuelas. El “regreso” de los crucifijos a las escuelas, que habían sido retirados de ellas durante los años republicanos, adquirió una especial carga simbólica, con los niños como testigos. Alcaldes y sacerdotes dirigieron en la mayoría de los casos las ceremonias, mientras que los obispos solían aportar el discurso.

En la primera reunión del primer Gobierno de Franco, el jueves 3 de febrero de 1938, se decidió “revisar” toda la legislación laica de la Segunda República, y así, a golpe de decreto derogatorio, se anularon los matrimonios civiles (marzo de 1938) y cayó una ley tras otra, desde la Ley de Divorcio (agosto de 1938) hasta la de Confesiones y Congregaciones Religiosas (febrero de 1939), aquella ley de junio de 1933 que había marcado el punto álgido de desencuentro entre la Iglesia católica y la República.

 

La “renovación” legal fue tan rápida que solo unos meses después, el último día de junio de 1938, José María Yanguas Messía hacía balance de la “catolicidad” de su Gobierno en el discurso de presentación de credenciales como embajador ante la Santa Sede: “Ha devuelto ya el crucifijo y la enseñanza religiosa a las escuelas, ha derogado la Ley del Matrimonio Civil, ha suspendido el divorcio, ha restaurado ante la ley civil la Compañía de Jesús, ha reconocido en letras oficiales la personalidad de la Iglesia católica como sociedad perfecta, la santidad de las festividades religiosas y ha llevado al Fuero del Trabajo una concepción auténticamente católica y española”.

Agradecida y feliz estaba la Iglesia católica ante tanta obra reparadora por parte del Gobierno. En primer lugar, con el “gloriosísimo Caudillo”, a quien se le consideraba sin ninguna duda el “hombre providencial, elegido por Dios para levantar España”, según rezaba el Catecismo patriótico español que el dominico Ignacio G. Menéndez Reigada publicó en Salamanca en 1937, anticipo del rosario de catecismos que iban a publicarse en los primeros años de la posguerra.

 

España volvía a ser católica, una, grande y libre, pero para consolidar eso había que meter “a Dios y sus cosas en todo”, en las leyes, en la casa y en las instituciones. Y había que arrojar a los “falsos ídolos intelectuales”, expurgar las bibliotecas, pedía Enrique Pla y Deniel, obispo de Salamanca, en su carta pastoral de mayo de 1938, “sobre todo las populares y aun escolares y pedagógicas, en las cuales tanta mercancía averiada y venenosa se había introducido en los últimos años”.

 

La Iglesia pedía todo eso y mucho más a los gobernantes, a cambio del apoyo prestado a la sublevación, de la bendición de la violencia emprendida contra republicanos y revolucionarios. La “reconstrucción espiritual” pasaba sobre todo por las escuelas. “Se acabó el desdén por nuestra historia”, decía Pedro Sainz Rodríguez, monárquico fascistizado, ministro de Educación en el primer Gobierno de Franco, en una circular a la Inspección de Primera Enseñanza que envió a comienzos de marzo de 1938. Y unos meses después, desde el mismo Ministerio, se marcaba el camino a seguir en la reorganización de la enseñanza pública en Barcelona, cuando cayera conquistada por las tropas de Franco: “Debe llevarse a las escuelas crucifijos, retratos del jefe del Estado, banderas nacionales y algunos letreros breves con emblemas y leyendas sintéticas, que den la idea a los niños de que se forma un nuevo Estado español y un concepto de patria que hasta ahora se desconocía”.

No todo era religión, sin embargo, en la retaguardia franquista. Y para escapar del viejo concepto de caridad y beneficencia y plasmar los sueños de “justicia social” falangistas, la lucha en plena guerra contra “el hambre, el frío y la miseria”, nació en octubre de 1936 Auxilio de Invierno, convertida en Delegación Nacional de Auxilio Social en mayo de 1937. Fue la obra de Mercedes Sanz Bachiller, viuda de Onésimo Redondo, y de Javier Martínez de Bedoya, un antiguo amigo de estudios de Onésimo, quien, tras pasar una temporada en la Alemania nazi, volvió a España en junio de 1936 y en otoño de ese mismo año le propuso a Sanz Bachiller, que era en ese momento jefa provincial de la Sección Femenina de Valladolid, crear algo similar a la Winterhilfe nazi para recoger donativos y repartir comida y ropa de abrigo entre los más necesitados. En menos de un año, lo convirtieron “en una institución al servicio de la política demográfica del nuevo Estado franquista”, defendiendo la maternidad, con la puesta en marcha de una obra de protección a la madre y al niño: “Necesitamos madres fuertes y prolíficas, que nos den hijos sanos y abundantes con que llevar a cabo los deseos de imperio de la juventud que ha muerto en la guerra”.

La formación de ese nuevo Estado y del nuevo concepto de patria destrozó las conquistas y aspiraciones políticas de intelectuales, profesionales y sectores de la Administración que habían desarrollado una cultura política común marcada por el republicanismo, el radicalismo democrático, el anticlericalismo y, en algunos casos, el mesianismo hacia las clases trabajadoras. Maestros, médicos, funcionarios y profesores de universidad eran perseguidos por haber desarrollado una labor “perturbadora”. El castigo, en forma de asesinato, alcanzó a los rectores de algunas universidades. Famosos fueron los casos de Leopoldo García-Alas, hijo del escritor Leopoldo Alas Clarín, jurista y político republicano, profesor y rector de la Universidad de Oviedo, fusilado en febrero de 1937. Y Salvador Vila Hernández, rector de la Universidad de Granada, notable arabista, discípulo de Miguel de Unamuno, fusilado en octubre de 1936 en Víznar, en el mismo lugar que había caído asesinado dos meses antes el poeta Federico García Lorca.

Les migracions

 

 

 

La desmemoria

Cuando los españoles se han enriquecido se han olvidado de que en muchas épocas han pertenecido y ahora vuelven a pertenecer a un país de emigración que ha aportado mucho a las sociedades de acogida

EL PAÍS-  Jordi Soler,  12 de gener del 2013

Hace unos cuantos años, muy pocos, el principal miedo de los españoles, dentro de una lista de opciones atroces que incluía, por ejemplo, el terrorismo y el paro, era el miedo al inmigrante.

Era el miedo sintomático de un país rico que veía a los inmigrantes como una amenaza, como una turba de gente necesitada que quería aprovecharse de su riqueza, de sus plazas de trabajo y de sus servicios sociales.

Pero ese miedo al inmigrante, a la gente que tiene que salir de su país para instalarse en otro que le ofrezca mejores oportunidades, era también el miedo de un país desmemoriado, cuya bonanza económica lo había hecho perder de vista uno de sus fundamentos, que es precisamente esa multitud de españoles que, a lo largo de los siglos, exactamente igual que los inmigrantes que vienen aquí, han ido emigrando de este país para instalarse en otro que les ofrezca una vida mejor.

Los emigrantes españoles, desde el primer conquistador hasta el último gachupín, primero a la fuerza y luego en sociedad con los habitantes de aquellas tierras, fueron conformando ese territorio enorme, rico y fecundo que es Latinoamérica. España puso ahí su lengua, su religión y una forma particular, y única, de encarar la vida que se sigue conservando hasta hoy.

Gracias a sus emigrantes, España creció y se multiplicó en aquel continente, y hoy su lengua, el español, tiene una importancia capital en el mundo y una capacidad de expansión, y una influencia, que la hacen cada día más importante. Si no fuera por los países latinoamericanos, España, y el español, tendrían hoy la relevancia mundial que tienen Polonia, y el polaco.

El ensayista mexicano Alfonso Reyes, que fue, entre otros destinos diplomáticos, embajador de México en España, decía, refiriéndose a la evidente e insoslayable relación que hay entre los dos países, que quien no conoce México no conoce bien España, y viceversa.
Se refería a la forma en que España, durante quinientos años ha ido diseminándose y creciendo del otro lado del mar, sin dejar de ser ella misma, pero, simultáneamente, reconvertida en otros países.

Escribo esto pensando en la nueva oleada de emigrantes españoles que, huyendo de la interminable crisis económica europea, se están yendo a México a buscarse la vida, y que son un eco de aquella oleada anterior de republicanos españoles que llegaron a aquel país, alrededor de 1939, buscando un empleo, una casa y un futuro, lo mismo que buscan los jóvenes emigrantes de hoy, aunque el origen de una y otra migración sea completamente distinto.

Como la única forma de combatir la desmemoria es haciendo memoria, voy a contar aquí las circunstancias en las que llegaron a México los españoles de la oleada anterior, una historia que conozco perfectamente porque en aquella oleada iban mi madre y mis abuelos. Hablo de oleadas porque estas migraciones tienen un carácter cíclico, como las olas del mar.

En 1939, al terminar la Guerra Civil, más de medio millón de republicanos tuvo que huir a Francia para ponerse a salvo de la represión del general Franco, que no contento con su triunfo también quería hacer desaparecer a los sobrevivientes del bando contrario de la faz de la Tierra. Aquellos españoles, que llegaban a Francia como refugiados políticos, fueron tratados como prisioneros y encerrados en varios campos de concentración que se habían dispuesto cerca de la frontera, y que hoy constituyen una de las páginas más negras, y también más ignoradas, de la historia de Francia.

Aquellos cientos de miles de españoles se encontraron, de pronto, prisioneros en un país que no los quería, ni sabía qué hacer con ellos y, sobre todo, sin país al cual regresar.

Las democracias del mundo hicieron la vista gorda ante el triunfal golpe de Estado de Franco, decidieron no intervenir, no meterse en ese asunto que consideraban estrictamente doméstico. Todos los países le dieron la espalda al Gobierno legítimo de España, excepto México, que, en uno de los episodios más conmovedores que recuerda la diplomacia, defendió a la República y al Gobierno de Azaña, una y otra vez, con el único apoyo de la URSS, en Ginebra, ante la Sociedad de Naciones, que era entonces el germen de la ONU.

Unos años antes, en diciembre de 1936, el presidente de México, Lázaro Cárdenas, había otorgado asilo político a León Trotski que, como estaba a punto de pasar a los republicanos españoles, se había quedado sin país al cual regresar.

“No podemos aceptar que haya un hombre en el mundo que carezca de un lugar donde vivir”, dijo Cárdenas entonces, y a partir de esta idea comenzó a movilizarse la diplomacia mexicana en Francia, en perfecta coherencia con la defensa de la República que hacía en la Sociedad de Naciones, para ayudar y ofrecer refugio a cualquier español que quisiera irse a vivir a México.
El 11 de septiembre de 1940, ya en plena ocupación alemana, el embajador mexicano en Francia, en un esfuerzo que no daba tregua a los pocos funcionarios con que contaba su oficina, había logrado documentar a 100.000 españoles que querían irse a México, y que esperaban subirse a alguno de los barcos que con ese objetivo fletaba el Gobierno de Lázaro Cárdenas y que Luis I.Rodríguez, el embajador, tenía que salir a buscar por todos los puertos de Europa. No todos los que se acogieron al ofrecimiento de Cárdenas llegaron a subirse al barco, pero sí varios miles que poco a poco se fueron integrando a la sociedad mexicana y con los años fueron dejando un legado cultural que hasta hoy enriquece a aquel país. En 1939 se fue a México, y a otros países latinoamericanos, lo mejor de España; profesores, médicos, políticos, artistas, poetas y filósofos llegaron a trabajar y a enseñar lo que sabían.

Y es probable que hoy esté pasando lo mismo, que los jóvenes mejor preparados se estén yendo de aquí, a buscar oportunidades y, eventualmente, a enriquecer los países a los que lleguen.

Dentro de unos años, cuando en España mejoren las cosas, algunos regresarán, pero otros no, como demuestra la historia de los miles de emigrantes que se han ido y que, años después, se descubren con hijos y nietos en ese país donde pensaban permanecer solo un tiempo, en lo que mejoraban las cosas en el suyo.

Esperemos que entonces no vuelva a caer sobre nosotros la desmemoria, que cuando este sea otra vez un país rico no se olvide de sus emigrantes, de esa España que lleva quinientos años floreciendo en América Latina; que la memoria alcance para tratar con más delicadeza a los inmigrantes que vendrán aquí a buscar una oportunidad, y que sea suficiente para no volver a percibirlos con miedo.

De aquella historia de alta diplomacia que protagonizó México en la Sociedad de Naciones, en Ginebra, no se acuerda nadie, y se recuerda bastante poco la solidaridad que tuvo Lázaro Cárdenas con los exiliados españoles. Se recuerda tan poco, y tan mal, que hoy tenemos aquí situaciones como esta: si un mexicano quiere viajar a España, ya no digamos a instalarse sino como turista, tiene que cumplir con una lista desproporcionada de requisitos que incluye, por ejemplo, que el amigo o pariente que va a hospedarlo tenga que ir a la comisaría de su barrio a presentar los planos de su casa para que un policía vea si tiene espacio suficiente y dé su visto bueno. Y además se expone, como sucede con frecuencia, a que el oficial de turno no lo deje pasar y lo devuelva a México en el siguiente vuelo.

Quizá sería momento de revisar esa dura reglamentación, propia de países ricos que no quieren inmigrantes, porque las cosas han cambiado rápida y radicalmente, ahora la gente, más que venir, está mirando cómo se puede ir de aquí.

De toda esta gente que ya se ha ido, y que empieza a construirse una vida en esa nueva oleada de españoles que va llegando a México, habrá muchos que son hijos de esas personas que hace unos años, muy pocos, ni siquiera diez, identificaban al inmigrante como el peor problema de España y que hoy, con mucho asombro, y supongo que algo de vergüenza, se encuentran con que son padres de un inmigrante, que trata de ganarse la vida en otro país. Este es, precisamente, el precio de la desmemoria.

Jordi Soler es escritor.