UNA ESPAÑA SIN ESPEJOS [Joan B. Cuya i Clarà, El País, 18-10-2014]

Artur Mas es un zombi que ha perdido el juicio”. “Si no fuera porque en Euskadi nos mataban, yo diría que esto de Cataluña es peor”. “ETA es un aliado de Mas”. El proyecto independentista es “el sueño de una Gran Andorra”, paraíso de evasores fiscales y blanqueadores de dinero negro. Manifestarse pacíficamente por las calles el Once de Septiembre equivale a “conmemorar una guerra civil”. La demanda soberanista catalana “supone un ultraje” para las demás autonomías. Los grupos partidarios de la consulta constituyen una “anticosmopolita coalición de agropecuarios y antisistema”. El “desafío por parte de los independentistas” sólo pretende “tapar las vergüenzas de una de las autonomías más corruptas, Cataluña”.

Las frases que llenan el párrafo anterior son sólo un mínimo florilegio de descalificaciones lanzadas, a lo largo de las últimas semanas, contra la pretensión —rotundamente mayoritaria en las instituciones democráticas catalanas— de celebrar una votación consultiva acerca del futuro estatus político de Cataluña. Unas frases no recolectadas en ambientes extremistas y marginales, sino dichas o escritas por lo más granado de la clase política y de la intelectualidad españolas del año 2014.

De 2014, sí, cuando se investiga un caso de fraude y malversación masivos en la base aérea de Getafe; y existe una denuncia por la gestión económica del Hospital Militar Gómez Ulla; y cada día conocemos detalles más escandalosos alrededor del asunto de lastarjetas negras de Caja Madrid y de Bankia; y sabemos que el líder histórico del SOMA-UGT, Fernández Villa —el hombre del pañuelo rojo al cuello y el puño en alto, junto a Alfonso Guerra, en Rodiezmo— ocultó al fisco 1,4 millones de euros; y crecen el fraude de los ERE y el de los fondos de formación para parados en Andalucía; y siguen coleando los casos Gürtel, y Fabra, y Cotino, y Bárcenas, y Palma Arena, y Nóos, y…

No, no se preocupen, no voy a atrincherarme en el y tú, más. Y, desde luego, no creo que los escándalos citados quiten ni un ápice de gravedad al caso Palau, al caso Pujol o a las derivaciones que uno u otro puedan tener, y que deben ser investigadas hasta las últimas consecuencias. Pero el hecho de que, mientras los estallidos de la corrupción lo sacuden todo (realeza, Fuerzas Armadas, partidos, sindicatos, instituciones financieras, administraciones públicas…), haya quien presente la Cataluña autónoma como la cueva de los 40 ladrones me parece muy sintomático de un problema sobre el que sí quisiera reflexionar un poco: el aparente embotamiento, la parálisis de la capacidad autocrítica de intelectuales y políticos españoles ante el así llamado “desafío catalán”.

Bien está que, frente a dicho reto, se busquen las contradicciones del bloque soberanista, y se hurgue en las evidentes debilidades del proceso preparatorio del 9-N, y se subrayen las consecuencias negativas de una eventual independencia, etcétera. Pero, ¿no sería también saludable que algunas cabezas pensantes, desde la defensa de la unidad de España, reflexionasen seriamente sobre cómo y por qué ha llegado Cataluña al estado de opinión presente?

Cuando digo “seriamente”, me refiero a dejar de lado imaginarios e imposibles lavados de cerebro, a no obsesionarse con la supuesta capacidad adoctrinadora de una Televisió de Catalunya cuya cuota de pantalla alcanza a lo sumo el 14%, y a examinar con rigor la gestión jurídica, política, discursiva y cultural que el establishmentespañol ha hecho, a lo largo de las últimas tres décadas y media, de la pluralidad identitaria del Estado. Desde la LOAPA hasta las reacciones y respuestas ante el nuevo Estatuto catalán entre 2005 y 2010, para entendernos. Ya puestos, tal vez esos intelectuales críticos podrían mirarse al espejo de la historia contemporánea de España y tratar de descubrir en ella alguna lección provechosa para el escenario actual.

Por mi parte —espero que puedan perdonarme la osadía—, me permitiré aventurar alguna hipótesis muy personal. Para no retrotraerme a siglos que conozco menos, mi impresión es que, desde los albores de 1800, la cultura política española sólo ha concebido los conflictos de poder a los que hubo de enfrentarse en términos de victoria o derrota. La transacción, el fifty-fifty, el compromiso —ese concepto que, en alemán (Augsleich), sostuvo la estabilidad de la Europa danubiana durante el medio siglo anterior a la Gran Guerra, por ejemplo— resultan extraños, y objeto de menosprecio, en el acervo político hispano. Eso sí: es una incapacidad para el compromiso provista siempre de sólidas bases jurídicas y constitucionales.

La Constitución de Cádiz de 1812 definía “la Nación española” como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”; los absolutistas, por su parte, consideraban a Fernando VII soberano omnímodo “de las Españas y de las Indias”. Sin embargo, ni una legalidad ni la otra pudieron impedir que, en los tres lustros siguientes a la promulgación de la Pepa, la gran mayoría de los presuntos españoles del hemisferio americano dejasen de serlo para convertirse en ciudadanos de una serie de repúblicas independientes. Bien es cierto que Madrid tardó décadas en aceptarlo y en reconocerlas.

La monarquía británica, en cambio, obró de un modo bien distinto. Aleccionada por el fracaso de la receta del todo o nada frente a la rebelión de las Trece Colonias de América del Norte, a lo largo del siglo XIX se apresuró a conceder amplísimos autogobiernos a sus criollos de las colonias de poblamiento europeo (Canadá, Australia, Nueva Zelanda, el Cabo…), desactivando así las ansias de independencia de tales territorios y conservando hasta hoy mismo a la mayor parte de ellos —y a muchos otros— en el seno de la Commonwealth.

Significativamente, no ha existido jamás ni siquiera a nivel de proyecto una Commonwealth, una Mancomunidad hispánica de naciones. La España oficial no extrajo de la pérdida de la América continental ninguna lección útil y, cuando eclosionó el problema cubano, lo afrontó con la misma y desastrosa fórmula: inflexibilidad jurídica y firmeza retórica: el artículo 89 de la Constitución de 1876 consideraba a Cuba una “provincia de Ultramar”, parte inalienable de la nación; y el presidente Cánovas proclamó enfáticamente que España defendería Cuba “hasta el último hombre y la última peseta”. Los resultados del envite son de sobra conocidos.

Sí, ya sé que Cataluña no es Cuba, ni el virreinato del Río de la Plata. No estoy comparando las situaciones respectivas, sino los reflejos profundos del Estado español cuando se le plantean problemas de soberanía. Y ni siquiera soy original en eso: hace casi un siglo, en diciembre de 1918, un peligrosísimo separatista de nombre Francisco Cambó reprochaba en sede parlamentaria al Gobierno —a los gobiernos españoles de la Restauración— “querer prescindir por completo de las soluciones que en el mundo han tenido los pleitos de libertad colectiva”, llegando “a la triste conclusión de que un pleito de libertad colectiva no tenía solución jurídica, como nunca lo han tenido, por desgracia, en España”.

Desde luego, Cambó no pensaba en Escocia. Y ni siquiera se le había pasado por las mientes el caso de Gibraltar, ese microproblema de libertad colectiva que la España oficial no ha sabido resolver en tres siglos. Primero, porque trató de arreglarlo a base de cañonazos y asedios; luego, con verjas, candados y tapones fronterizos; siempre, con el objetivo último de ver a los gibraltareños rendidos y saliendo de uno en uno, con el carné en la boca. Lo dicho: victoria o derrota, sin términos medios. ¿Acaso hemos olvidado ya la épica reconquista de Perejil?

No, la inmensa mayoría de los catalanes que quieren ejercer la soberanía no odian a España ni lo español. Pero se sienten, especialmente desde el año 2000, maltratados moral y materialmente por un Estado —por un sistema jurídico-político— que perciben como ajeno, cuando no hostil, a su identidad y a sus intereses. Y, tras la sentencia que en 2010 disipó tantas ilusiones, no creen haber recibido de aquel Estado otra cosa que desdenes, humillaciones y amenazas.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

“LA EDUCACIÓN EN AFORISMOS”

Cita

[Jorge Wagensberg -EL PAÍS, 16-10-2014]
El ser humano conserva algunos de sus rasgos juveniles más allá de su madurez sexual. Técnicamente el fenómeno se llama neotenia y, en general, está asociado a saltos significativos de la evolución. Nuestros primos primates son naturalmente proclives a jugar y a aprender durante su fase juvenil, pero pronto pierden el interés por ello. Nosotros en cambio jugamos hasta el último minuto de nuestra vida, por lo que un humano bien podría nombrarse como un mono inmaduro,un curioso individuo cuya educación en las aulas puede superar un cuarto del tiempo total que le toca vivir. Siguen unos aforismos en su honor…

1. Educar no es llenar, sino encender.

2. Educar es favorecer la adicción al gozo intelectual.

3. Aprender tiene tres fases: el estímulo, la conversación y lacomprensión, y con cada una de ellas existe la oportunidad para un gozo intelectual.

4. El buen estímulo a favor del conocimiento está en las paradojas que surgen entre lo que vemos y lo que creemos, por tal cosa la realidad no se puede reemplazar por nada mejor a la hora de buscar estímulos. (¿Por qué no dedicar un día de la semana a salir del aula para visitar la realidad que es, por cierto, lo que tenemos más a mano?).

5. Conversar es escuchar antes de hablar: qué fácil, qué difícil.

6. Conversar no es esperar turno para continuar con lo que se estaba diciendo.

7. El gozo intelectual por conversación se produce cuando un punto de llegada no coincide del todo con el anterior punto de salida.(¿Qué tal una asignatura de conversación?).

8. Comprender es caer en la mínima expresión de lo máximo compartido.

9. El gozo intelectual por comprensión ocurre en el momento exacto en el que uno descubre que dos cosas diferentes tienen algo en común.

10. Enseñar a alguien es llevarlo, de la mano de la conversación, hasta el borde mismo de la comprensión.

11. Enseñar no consiste en inyectar comprensiones, sino en señalar caminos para tropezarse con ellas.

12. Los estímulos que se revuelcan en sí mismos y que no conducen a una conversación o a una comprensión no son el principio de educación alguna, sino el fin último de alguna clase de pornografía (el best seller de diseño, la llamadaautoayuda…).

13. La clase magistral en la que más de cien alumnos asisten a una exposición —que siempre pueden leer antes o después— es un timo educativo.

14. Se puede estimular y conversar, pero comprender, lo que se dice comprender, se comprende siempre en la más estricta soledad.

15. Diez personas pasean y conversan (método peripatético); 40 escuchan y quizá pregunten, pero ya no conversan; 100 son espectáculo, y 500, ceremonia.

16. Conocimiento sin crítica es más preocupante que crítica sin conocimiento.

17. El examen tradicional se parece a una confesión forzada en la que el alumno accede a simular que ha comprendido.

18. En los primeros 10 años de escuela quizá solo merezcan la pena dos cosas: ejercitar el lenguaje (leer y escribir en varios idiomas, matemática, música, dibujo…) y entrenar el hábito de la conversación y la crítica.

19. En la escuela, ni una sola idea blindada contra la duda, ni una sola.

20. Las creencias no se enseñan, se trasfunden.

21. Combinando solo cuatro conceptos (lo propio y lo ajeno, la alegría y la tristeza) se obtienen las pasiones humanas elementales:compasión: tristeza propia por la tristeza ajena; morbo: alegría propia por la tristeza ajena; alegría empática: alegría propia por la alegría ajena; autoestima: alegría propia por la alegría propia;autocompasión: tristeza propia por la tristeza propia…

22. La educación es un recurso cultural para matizar una pasión natural (prestigiar la compasión, desprestigiar la envidia…

23. Ni siquiera comer es una excusa para aplazar el conocer, por lo menos mientras la hipoglucemia no nos nuble la vista.

24. Existe una inversión en la que siempre se gana y cuyo beneficio siempre cabe en el equipaje de mano, no se puede perder, ni nadie puede robar: la educación.