Tiempo muerto
Tiempo muerto. Parece el titular de un artículo de la sección de deportes. Se me antoja una proeza darle un sentido literal a las dos palabras. Hilvanar el tiempo con la vida es lo que hacen dos pedazo de actrices, Mariona Ribas, y Cristina Dilla en la Sala Muntaner. El salto temporal en la acción de “Tempesta de Neu” es la excusa perfecta para realizar un viaje interior, que es una cosa que da mucho de sí y encaja en cualquier momento del pasado: los Beatles en la Monumental, el lifting y la cirugía corporal, la televisión en blanco y negro, el Quando, el turismo de la cosa y Londres como meta de todo cosmopolitismo bien entendido.
Ahora nadie quiere hacer grandes viajes exteriores. Tenemos el miedo en el cuerpo. Optamos por el viaje doméstico, nos aplicamos el viejo refrán de más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Nos apalancamos ante la tele o volvemos al provincianismo viajero. Resulta doblemente interesante a propuesta de Manuel Veiga porque ahora necesitamos atizanos unos viajes interiores de campeonato.
Las mujeres protagonista de “Tempesta de Neu” junto con el actor secundario que aparece desencadenar el climax de la pieza se mueve en territorio de cercanías, de puertas del alma para dentro.
Una bella camarera en una barra de un café de pueblo. Los ojos, la boca, la nariz, la piel en la que la juventud muestra sus poderosas armas. Al café suspendido en el tiempo pasado llega una mujer en la pendiente de su vida, misteriosa y llena de tensión y sorpresas. El calor de la ginebra, el frío de la noche y la ironía son los ingredientes de este partido de tenis intelectual que evoca una relación muy personal.
El reloj no quiere marcar las horas. En la calle caía una nevada impresionante. Se trata de la noche fe fin de año del 1965. La geografía: el Ampurdán. Una cosa como la que ocurrió solo puede ocurrir en esa geografía de vientos y tormentas.
El tiempo será todo lo relativo que los dramaturgos como Manuel Veiga quieran pero para el común de los mortales el tiempo pasa volando. Se dice pronto: 360 días han pasado desde las últimas vacaciones de Semana Santa y se me ponen los pelos de punta como cuchillos de cocina japoneses, de esos que anuncian en la teletienda. Vértigo me da mirar atrás. Y no te digo adelante. Hemos llegado a unos niveles de inhumanidad tales que la única diferencia entre las cabeceras de los diarios de un día a otro es la fecha. Acojonan las gripes que nos llegan de Asia o las invasiones que causan destrucciones masivas con el pretexto de salvarnos de las armas de destrucción masiva. No me sirve estar en Cuba y tocar sus aguas con la punta de mis pies si luego leo los atropellos a la justicia de Régimen. Yo, como el resto estos días de Semana Santa paso de tour-operator y me conformo con convertirme en un vulgar espectador de andar por casa que va al teatro y decide hacerse un buen chequeo del alma aprovechando la oportunidad que la Sala Muntaner me da para no tomarme a coña los agujeros de mi zurrada alma.
J. A. Aguado