Ojalá nunca tengas que mirar atrás.
No me gustaría que vieses
todo lo que tenías
por delante.
Irene X, 2018.
Imagen de Steve Buissinne en Pixabay
El amor es lo que no se pronuncia,
una palabra pequeña que
no podrían escribir
a lo largo de los 21 196 kilómetros de la muralla china.
O un pequeño diálogo simple,
algo como:
— ¿Estás haciendo palomitas?
— Claro.
— Te amo.
Irene X, 2018.
Imagen de Miriam Müller en Pixabay
Para los que paramos de modo cardíaco
…..hace tiempo,
vivir como si fuésemos a morir mañana
no es más que un dicho sin representación
…..alguna.
Morimos ayer.
Irene X, 2018.
Imagen de Michael Kleinsasser en Pixabay
¿Te acuerdas de cuando soñábamos en alto y tú
mirabas la pared y yo la señalaba y tu me
mirabas sentada en bragas en el suelo?
¿Te acuerdas de cuando el sueño se cumplió y tú me
soplaste como una velita con forma simpática
hasta que me fui apagando?
Yo sí,
y aun así,
pienso qué hice mal.
Si no aguantar tu respiración
o si dejarme llevar como hojas que pisotearon los párvulos
aquel otoño que duró todos mis veinte.
Irene X, 2018.
¡Todo era amor… amor! No había nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche… lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas…
Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso…
Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto. Amor, incandescente —y amor incauto.
Amor indeformable. Amor desnudo. Amor—amor que es, simplemente, amor.
Amor y amor… ¡y nada más que amor!
A menudo encuentro sonrisas por los pasillos y por las calles. Incluso tengo comprada una matinal sonrisa de gitana con pañuelos de papel, en el semáforo de las esperas de volante y sueño. Y no hace mucho hallé de nuevo tu sonrisa; vino a mí con su verdad ya no velada tras el alevoso cendal liviano de los kilómetros y los días; vino a mí con su verdad despeinada al aire.
Y la he vuelto a guardar, tu sonrisa, donde guardo tus letras y tus besos, tus buenos días y tus buenas noches amor hasta mañana (sea un mañana de calendario o de corazón)… Donde siempre te guardé a ti, la he guardado.
Gonzalo Montesierra
Yo sé que la palabra María bien podría parecer un conjunto de cinco letras que se dan la mano, un nombre propio muy común. Nada de eso. Es una palabra que encierra quinientas noches ajenas al insomnio, una palabra que tiene un cuerpo frágil y perfecto como las alas que le salen a los niños.
Detrás de la palabra María se encuentra la boca que borra todas las cicatrices, la cara que atiende directamente las instrucciones que le da el verano. Es una palabra que castiga a la melancolía, que la saca al primer beso de mis cuadernos y que anula a otras palabras como decepción, condena, sed, ausencia, venganza. Las borra todas cuando acerca su boca hasta mi sexo y asciende preguntando si me gustó.
Esa palabra suele pasar las vacaciones conmigo, me dio la mano por París, voló a mi lado en las Galápagos, me besó sobre las baldosas de Dubrovnik.
La palabra María vive en la misma dirección que yo, duerme cada noche en mi cama y no veas el hambre feroz que trae al desayuno cada mañana. Es una palabra que tiene sueños incompletos, que cocina conmigo y que vuelve maldiciendo del trabajo cuando el Gobierno anuncia nuevos recortes en sanidad, porque es una palabra experta en pediatría, una palabra que cuida de los niños.
La palabra María mide casi uno setenta, tiene el pelo negro, la boca roja y los pies mirando hacia los treinta. Es una palabra que odia a los políticos, que disfruta cuando estás feliz, que te coge la mano cuando conduces y te dice: ya verás, ya verás cómo todo va a salir bien.
La palabra María es el verso definitivo que persiguen los poetas porque lo tiene todo, porque siempre es verdad, porque enciende las habitaciones donde llora mi niñez y la coge en brazos hasta calmarla.
Esa palabra es mi cable a tierra y, aunque realmente no le guste que la llamen así, así se llama mi amor.
No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Esta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”… y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
Oliverio Girondo, 1932
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Eduardo Galeano, 2003