
Podrías habérmelo dicho antes:
dejando salir mis miedos,
entrabas tú.
Llegas a mis manos vestido de casualidad
y terminas convirtiéndote en un nuevo principio.
Usas mi nombre para ser valiente,
atraviesas lo que parecía imposible
en un segundo,
como quien se cuela en el hueco
que hay entre dos canciones
y se queda a dormir.
Empujas los árboles, regalas camino,
paseas a mi lado con esa pintura en las manos
que respeta las humedades de mi piel.
Rompes a pedradas el invierno
y liberas un enjambre de abrazos
a la reconstrucción de mis éxitos.
Entras en mi pecho sin dejarte
las uñas en la puerta,
entiendes que no la había y que por eso
hay lugares de los que nunca salimos.
Me sacas del pozo posando tus dedos
de luz sobre muros muertos de frío,
y todo se ha vuelto cielo estrellado
y me has devuelto la capacidad
de soñar con el miedo
de volver a perder a alguien.
Nadie ofrece tanto como quien
nos descubre algo diferente,
y esto es tan cierto como tú:
por cada persona que dice haberte visto,
a seis mil, les encanta la poesía.
Donde hubo fuego,
soplas;
donde quedan accidentes,
acaricias
con la fuerza de quien trata de olvidar a alguien
y lo recuerda para siempre.
Nos atrapas en la cámara frontal
—juraría haber visto el futuro—
Qué importa lo que escriba.
Sobre ti
se arrodillan todas mis letras.
Recuerdo tu risa y conjuro un patronus,
encontramos el anillo único
y desaparecemos de ese trozo de mundo que dijo:
«No lo conseguirán».
Yo,
que nunca creí en la buena suerte,
te vuelves amuleto coronando mi pecho.
Te das la vuelta
y miras al suelo
y entiendo tus alas.
Tu amor
es un obstáculo a la tristeza,
es la belleza de persistir en mi pena
antes
de reconquistar
los cielos.
Decidle, si veis su estela,
que me tiene borracho de ganas.
Contadle, si reconocéis sus pasos,
que me enseñó el camino de vuelta,
que su silencio vació mi cuerpo de desamor
para llenarlo de intimidades imperfectas,
que miró con la paciencia del crecimiento
cómo mis heridas dejaban de ser cicatrices
cuando volvía a hincarles el bolígrafo
y
nos
derramamos.
Después de tanto –y tantos-,
has colocado el otoño de tus ojos
justo delante de mi cara
y se me está olvidando eso
de tenerle miedo a la belleza.
Te quedaste donde nadie supo hacerlo:
cuando me descubro,
tumbando de un solo golpe
las paredes de mis laberintos.
Tú
que me miras con buenos ojos
—decías— ,
pero incluso para el rey de los ciegos
el atardecer se anaranja.
Yo
que guardo para ti todo lo que aún no he escrito
que miras mi cuerpo pintando la noche
que jamás imaginó Van Gogh,
que te veo dormir, me pellizco
y no despierto,
que mirarte
es soñar
con
los
brazos
abiertos.
Chris Pueyo, 2017