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La niña que no estaba en ninguna parte

Imagen de Lanius en Pixabay

Dentro del armario olía a alcanfor, a flores aplastadas, como ceniza en laminillas. A ropa blanca y fría de invierno. Dentro del armario una caja guardaba zapatitos rojos, con borla, de una niña. Al lado, entre papel de seda y naftalina, estaba la muñeca, grandota, con mofletes abultados y duros, que no se podían besar. En los ojos redondos, fijos, de vidrio azul, se reflejaba la lámpara, el techo, la tapa de la caja y, en otro tiempo, las copas de los árboles del parque. La muñeca, los zapatos, eran de la niña. Pero en aquella habitación no se la veía. No estaba en el espejo, sobre la cómoda. Ni en la cara amarilla y arrugada, que se miraba la lengua y se ponía bigudíes en la cabeza. La niña de aquella habitación no había muerto, mas no estaba en ninguna parte.

ana-marc3ada-matute Ana María Matute, 1956

El hijo de la lavandera

Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la lavandera un día le bañó su madre con el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas.

ana-marc3ada-matute Ana María Matute, 1956

Canción de aniversario

Imagen de Susanne en Pixabay

…incómodos
de no sentir el peso de los años.
  J. Gil de Biedma

Son
extrañamente hermosos todavía,
estos labios de hace ahora tres años
y me parece inédito
el gesto de tu beso,
este llegar aquí cada vez más tranquilo,
con la serenidad
del que tiene por cómplice la vida
y su rutina.

Hoy sabemos que entonces,
cuando tus veinte años y mi primer abrazo,
empezamos por ser
sobre todo indecisos: la tímida torpeza
de la primera noche
y la dificultad
con que dejar las manos
en el hábito infiel de nuestros vicios.

Ahora
extrañamente hermoso estar aquí,
demasiado a menudo y decididos,
incómodo
de no sentir el peso de los años
aprendiendo contigo la premeditación
y escribiendo en tu piel mi alevosía.

Porque suele haber bancos donde se espera siempre,
aceras que prefieres por costumbre
o líneas de autobús al mediodía.

Y sin embargo tú
reapareces inédita en tu gesto
para decirme hoy
que le conteste al tiempo y sus preguntas
el práctico saber que tienes de mi cuerpo.

Icono Luis G.ª Montero Luis García Montero, 1989

Soneto XXIII

collige virgo rosasEn tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.

 Garcilaso de la Vega, h. 1533

Corazón coraza

Imagen de FriedeDia en Pixabay

Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza

porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro

porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.

Icono Mario Benedetti Mario Benedetti, 1963

Pienso mesa y digo silla

Imagen de Sue Rickhuss en Pixabay

Pienso mesa y digo silla,
Compro pan y me lo dejo,
Lo que aprendo se me olvida,
Lo que pasa es que te quiero.

La trilla lo dice todo;
Y el mendigo en el alero,
El pez vuela por la sala
El toro sopla en el ruedo.

Entre Santander y Asturias
Pasa un río, pasa un ciervo,
Pasa un rebaño de santas,
Pasa un peso.

Entre mi sangre y el llanto
Hay un puente muy pequeño,
Y por él no pasa nada,
Lo que pasa es que te quiero.

 Gloria Fuertes, 1997

Poema para encender un amor apagado

Puedes prohibirme verte,
y no me quejaré.
Aunque al no verte, cada día
he de morir un poco más.
Pero no me pidas que deje de pensar
(en ti)
ese capricho es el único
que no te puedo dar.

Juega con mis ojos,
entretente con mis lágrimas,
juega con mis sentimientos.

Pero no te dejaré jugar con mi corazón,
porque lo rompiste ¿te acuerdas?
y le he pegado
y no está seco todavía.

 Gloria Fuertes, 1980

Polvo de carbón

La niña de la carbonería tenía polvo negro en la frente, en las manos y dentro de la boca. Sacaba la lengua al trozo de espejo que colgó en el pestillo de la ventana, se miraba el paladar, y le parecía una capillita ahumada. La niña de la carbonería abría el grifo que siempre tintineaba, aunque estuviera cerrado, con una perlita tenue. El agua salía fuerte, como chascada en mil cristales contra la pila de piedra. La niña de la carbonería abría el grifo del agua los días que entraba el sol, para que el agua brillara, para que el agua se triplicase en la piedra y en el trocito de espejo. Una noche, la niña de la carbonería despertó porque oyó a la luna rozando la ventana. Saltó precipitadamente del colchón y fue a la pila, donde a menudo se reflejaban las caras negras de los carboneros. Todo el cielo y toda la tierra estaban llenos, embadurnados del polvo negro que se filtra por debajo de las puertas, por los resquicios de las ventanas, mata a los pájaros y entra en las bocas tontas que se abren como capillitas ahumadas. La niña de la carbonería miró a la luna con gran envidia. «Si yo pudiera meter las manos en la luna», pensó. «Si yo pudiera lavarme la cara con la luna, y los dientes, y los ojos». La niña abrió el grifo, y, a medida que el agua subía, la luna bajaba, bajaba, hasta chapuzarse dentro. Entonces la niña la imitó. Estrechamente abrazada a la luna, la madrugada vio a la niña en el fondo de la tina.

 ana-marc3ada-matute Ana María Matute, 1956

El niño que era amigo del demonio

Todo el mundo, en el colegio, en la casa, en la calle, le decía cosas crueles y feas del demonio, y él le vio en el infierno de su libro de doctrina, lleno de fuego, con cuernos y rabo ardiendo, con cara triste y solitaria, sentado en la caldera. «Pobre demonio —pensó—, es como los judíos, que todo el mundo les echa de su tierra». Y, desde entonces, todas las noches decía: «Guapo, hermoso, amigo mío» al demonio. La madre, que le oyó, se santiguó y encendió la luz: «Ah, niño tonto, ¿tú no sabes quién es el demonio?». «Sí —dijo él—, sí: el demonio tienta a los malos, a los crueles. Pero yo, como soy amigo suyo, seré bueno siempre, y me dejará ir tranquilo al cielo».

 ana-marc3ada-matute Ana María Matute, 1956

Romance sonámbulo

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura,
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con los ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.

Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
Pero ¿quién vendrá? ¿Y por dónde?…
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.
—Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los puertos de Cabra.
—Si yo pudiera, mocito,
este trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
—Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
—Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
—Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas;
—¡Dejadme subir! dejadme
hasta las verdes barandas,
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.

Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal
herían la madrugada.

Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime,
dónde está tu niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!

Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche se puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

 Federico García Lorca, 1928