Monthly Archives: enero 2018

La felicidad también es un lugar

Deberías vernos galopar por las calles de la tarde,
enamorados como tontos, imbéciles de amor,
tanto que si no fuéramos nosotros
también yo pensaría que nos merecemos una paliza
cada vez que nos viera pasar.
Le echaría la culpa al dios de los poetas
por permitir a dos hacerse poesía en plena calle,
¡como si nada!
Esos somos nosotros. Ella y yo.
Seremos.

Llevo encima tres besos de más y me están subiendo demasiado,
tanto que estoy pensando en decirle que se venga,
que se venga para siempre, sin paraguas ni botones,
que se venga a matar a todos los poetas que tengan en la frente un minuto de cordura,
a matar a todos los amantes que piensen
que pueden salir intactos de una historia de amor,
matar a quienes se besen con precaución,
a quienes se toquen con guantes,
a todos aquellos que sigan las santas leyes del recato.

Y todos dirán
ahí vienen dos que se aman, dos que van a ser libro,
que van a escribirse palmo a palmo, en verso a toda plana
.

Y al escribirnos tendremos quinientas páginas de lo nuestro
para lanzarlas desde lo alto del mundo
y que vuelen esperanzas de papel por toda la ciudad.

Dos más uno es el hijo que aún no tenemos.
Creo que lo llamaremos Horizonte
para que cuando lo miremos nos recuerde
que el amor es un paisaje y ese niño su constatación.

 Marwan

La palabra María

Yo sé que la palabra María bien podría parecer un conjunto de cinco letras que se dan la mano, un nombre propio muy común. Nada de eso. Es una palabra que encierra quinientas noches ajenas al insomnio, una palabra que tiene un cuerpo frágil y perfecto como las alas que le salen a los niños.

Detrás de la palabra María se encuentra la boca que borra todas las cicatrices, la cara que atiende directamente las instrucciones que le da el verano. Es una palabra que castiga a la melancolía, que la saca al primer beso de mis cuadernos y que anula a otras palabras como decepción, condena, sed, ausencia, venganza. Las borra todas cuando acerca su boca hasta mi sexo y asciende preguntando si me gustó.

Esa palabra suele pasar las vacaciones conmigo, me dio la mano por París, voló a mi lado en las Galápagos, me besó sobre las baldosas de Dubrovnik.

La palabra María vive en la misma dirección que yo, duerme cada noche en mi cama y no veas el hambre feroz que trae al desayuno cada mañana. Es una palabra que tiene sueños incompletos, que cocina conmigo y que vuelve maldiciendo del trabajo cuando el Gobierno anuncia nuevos recortes en sanidad, porque es una palabra experta en pediatría, una palabra que cuida de los niños.

La palabra María mide casi uno setenta, tiene el pelo negro, la boca roja y los pies mirando hacia los treinta. Es una palabra que odia a los políticos, que disfruta cuando estás feliz, que te coge la mano cuando conduces y te dice: ya verás, ya verás cómo todo va a salir bien.

La palabra María es el verso definitivo que persiguen los poetas porque lo tiene todo, porque siempre es verdad, porque enciende las habitaciones donde llora mi niñez y la coge en brazos hasta calmarla.

Esa palabra es mi cable a tierra y, aunque realmente no le guste que la llamen así, así se llama mi amor.

 Marwan

No te acabes nunca (selec. II)

Fragmento encuadrado de una ilustración de Paula Bonet.

LOS TRES PRIMEROS DÍAS
Te has ido de viaje

Y no se me hace raro
ver tu teléfono, tus gafas,
la ropa y el neceser.

 

LA PASTA DE DIENTES
La pasta de dientes,
el jamón,
la ropa sucia.

El recibo de la luz,
los cereales,
tus cartas,
nuestro champú.

Todo
cuanto dejaste
a medias
se acaba.

Y, como la vida,
que sigue su curso
y nos separa,
yo también
contribuyo
a tu erosión.

Uno o dos jerséis,
un par de zapatos,
gafas de sol,
camisetas,
un reloj.

Cada noche,
con guante blanco,
robo un poco de ti.

Sin dejar
pruebas
evidentes
que permitan
darse cuenta
que cada vez
estás menos aquí.

 María Leach

La Tristeza

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.

 Rosario Barros Peña

El niño al que se le murió el amigo

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
—El amigo se murió.
—Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
—Entra, niño, que llega el frío —dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

 Ana María Matute

El salvaje

El día había sido intenso: asaltó el campamento enemigo, y a pesar de que el balazo en el hombro le ardía como una moneda candente, cumplió con éxito la misión que sus superiores le encomendaran. Aquella misma mañana fue condecorado por su valor. A media tarde lanzó un conjuro a la vecina del quinto transformándola en un horrible gusarapo. Luego, ya atardeciendo, inventó el fuego en el zaguán, luchó con las panteras que duermen en la espesura del parque y ahuyentó peligrosas aves. Ya de regreso a casa, volvió a descubrir la familiar caricia del agua, y la sombra que inverna en el espejo le habló de la noche y de los seres que guardarían su sueño.

Oscurecía cuando el niño, agotado, se acurrucó bajo las mantas.

  Juan Gracia Armendáriz