Todo el mundo, en el colegio, en la casa, en la calle, le decía cosas crueles y feas del demonio, y él le vio en el infierno de su libro de doctrina, lleno de fuego, con cuernos y rabo ardiendo, con cara triste y solitaria, sentado en la caldera. «Pobre demonio —pensó—, es como los judíos, que todo el mundo les echa de su tierra». Y, desde entonces, todas las noches decía: «Guapo, hermoso, amigo mío» al demonio. La madre, que le oyó, se santiguó y encendió la luz: «Ah, niño tonto, ¿tú no sabes quién es el demonio?». «Sí —dijo él—, sí: el demonio tienta a los malos, a los crueles. Pero yo, como soy amigo suyo, seré bueno siempre, y me dejará ir tranquilo al cielo».
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El camello (Auto de los Reyes Magos)
 El camello, por Jnj ©
El camello, por Jnj ©
El camello se pinchó
  con un cardo del camino
  y el mecánico Melchor
  le dio vino.
Baltasar fue a repostar
  más allá del quinto pino
  e intranquilo el gran Melchor
  consultaba su “Longinos”‘.
¡No llegamos, no llegamos,
  y el “Santo Parto” ha venido!
  Son las doce y tres minutos
  y tres reyes se han perdido.
El camello cojeando
  más medio muerto que vivo
  va espeluchando su felpa
  entre los troncos de olivos.
Acercándose a Gaspar,
  Melchor le dijo al oído:
— Vaya birria de camello
  que en Oriente te han vendido.
A la entrada de Belén
  al camello le dio hipo.
  ¡Ay qué tristeza tan grande
  en su belfo y en su tipo!
Se iba cayendo la mirra
  a lo largo del camino,
  Baltasar lleva los cofres,
  Melchor empujaba al bicho.
Y a las tantas ya del alba,
  ya cantaban pajarillos,
  los tres reyes se quedaron
  boquiabiertos e indecisos,
  oyendo hablar como a un Hombre
  a un Niño recién nacido.
No quiero oro ni incienso
  ni esos tesoros tan fríos,
  quiero al camello, le quiero.
  Le quiero, repitió el Niño.
A pie vuelven los tres reyes
  cabizbajos y afligidos,
  mientras el camello echado
  le hace cosquillas al Niño.


