Mis manos son dos aves,
a lo mejor palomas.
Que buscan por el aire
una luz en la sombra.
Mis manos al mirarte,
quedaron pensativas,
yo temo que enloquezcan
si es que en ti no se posan.
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En el árbol de mi pecho

Imagen de Jacques GAIMARD en Pixabay
En el árbol de mi pecho
hay un pájaro encarnado.
Cuando te veo se asusta,
aletea, lanza saltos.
En el árbol de mi pecho
hay un pájaro encarnado.
Cuando te veo se asusta,
¡eres un espantapájaros!
Poema V
Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.
Primera evocación

Imagen: silueta de GDJ sobre fondo de TheDigitalArtist.
Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento,
era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes
de la última ruptura
del Tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.
Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles,
y era como un alegre barrendero
que dejaba las niñas
despeinadas y enteras,
con las piernas desnudas e inocentes.
Por otra parte, el trueno
tronaba demasiado, era imposible
soportar sin horror esa estridencia,
aunque jamás ocurría nada luego:
la lluvia se encargaba de borrar
el dibujo violento del relámpago
y el arco iris ponía
un bucólico fin a tanto estrépito.
Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno
todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento.
Ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto.
Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre:
cuando el viento
se adueña de las calles de la noche,
y golpea las puertas, y huye, y deja
un rastro de cristales y de ramas
rotas, que al alba
la ciudad muestra desolada y lívida;
cuando el rayo
hiende el aire, y crepita,
y cae en tierra,
trazando surcos de carbón y fuego,
erizando los lomos de los gatos
y trastocando el norte de las brújulas;
y, sobre todo, cuando
la guerra ha comenzado,
lejos-nos dicen- y pequeña
-no hay por qué preocuparse-, cubriendo
de cadáveres mínimos distantes territorios,
de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños…
Ángel González, 1967
Tàctica y estrategia
Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos.
Mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible.
Mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos.
Mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos.
Mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple.
Mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.
Te quiero
Te quiero.
Te lo he dicho con el viento
jugueteando tal un animalillo en la arena
o iracundo como órgano tempestuoso;
te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;
te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;
te lo he dicho con las plantas,
leves caricias transparentes
que se cubren de rubor repentino;
te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.
Pero así no me basta;
más allá de la vida
quiero decírtelo con la muerte,
más allá del amor
quiero decírtelo con el olvido.
Inevitable

Imagen original de S. Hermann & F. Richter en Pixabay
Nada más verla supe que estaba perdido.
Aquella mujer era igual que el futuro.
Por mucho que huyera
o intentara esconderme,
tarde o temprano
sabía que la encontraría,
incitándome al desastre,
en algún punto
de mi próximo presente.
Como siempre quise odiarte

Imagen de Rudy and Peter Skitterians en Pixabay con corazón inserto de ElisaRiva en Pixabay
Te odio de una forma un poco extraña,
con ganas de besarte aunque me muera,
te encanta ser mi muerte sin guadaña,
y yo tan masoquista a mi manera.
Quererte es decorar una montaña,
dejarte alguna estrella en la nevera,
rozar la luna usando una pestaña,
lanzar el corazón en la bolera.
Tu nombre es un cañón que nunca falla,
decirlo siete veces me hace amarte
—si cuentas ocho llega la metralla—.
Si tú me olvidas juro no olvidarte.
Recuerda que esta frase es mi muralla:
Te quiero como siempre quise odiarte.
Para vivir no quiero
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
Donde habite el olvido
Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo sólo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
donde habite el olvido.