Como llevaba trenza
 la llamábamos trencita en la tarde del jueves.
 Jugábamos a montarnos en ella y nos llevaba
 a una extraña región de la que nunca volveríamos.
Porque es casi imposible abandonar
 aquel olor a tierra de su cabello sucio,
 sus ásperas rodillas todavía con polvo
 y con sangre de la última caída
 y, sobre todo,
 la nacarada nuca donde se demoraban
 unas gotas de luz cuando ya luz no había.
Allí me dejó un día de verano
 y jamás regresó
 a recoger mi insomne pensamiento
 que desde entonces vaga por sus brazos
 corrigiendo su ruta, terco y contradictorio,
 lo mismo que una hormiga que no sabe salir
 de la rama de un árbol en el que se ha perdido.
 Ángel González, 1971
 Ángel González, 1971
