Category Archives: tercer

Clementina (1)

Hi havia una vegada una noia a qui no li agradava gens com es deia. Les seves amigues se’n reien quan la cridaven pel seu nom, Clementina. La nena, que sovint plorava, un dia va conèixer un noi al tren. Després de parlar-hi una estona, li feia vergonya  respondre-li com es deia, però ell va avançar-se i es va presentar com a Riba, el poeta. Com que aquell nom era poc comú, es va decidir a dir d’una vegada:
– Clementina, em dic!

Al cap dels anys, van deixar de ser amics i es van casar. Al marit, que li agradava com es deia la seva dona, va escriure 101 poemes amb aquell dolç nom, amb la intenció d’ajudar-la a perdre la vergonya. Llavors, “Clementina” va ser recordat per les seves amigues, que li tenien enveja per tots aquells bonics versos que li havia dedicat el seu marit: Riba, el poeta.

Cristina Márquez, 3r C
(co-producido por Anna y Sarah)

A qualsevol lloc…

escala-casa1Vivia amb el meu germà i no teníem gaires diners. Tot i això, el meu germà, el Miquel, m’havia ensenyat a llegir i pel meu 13è aniversari em va regalar un llibre de 500 pàgines. La lectura m’apassionava, vaig llegir dia i nit. Fins i tot llegia a la botiga on treballava, assegut a les escales plenes de pols. Només tenia un llibre i per això el vaig llegir 4 vegades en una setmana, i cada vegada que me’l llegia l’entenia millor i captava cada detall d’una manera encara més emocionant.

Sarah Long, 2nD

(2008-2009)

Vaig quedar amb els amics per anar en bicicleta, però baixant les escales de casa em vaig trobar un llibre i vaig voler endinsar-me en un altre món, un món sense presses ni obligacions, un món que sempre serà allà.

Raúl Mozo, 2n C

(2008-2009)

De la finestra estant…

La lectura és fantàstica, quan estàs

llegintfinestra3 entres en un món diferent

del real, en un món màgic.

Aquesta noia, per exemple,

està molt ficada en aquest llibre

de màgia i amor, li agrada tant

que es posa a la finestra a llegir

malgrat que pot caure.

Laura Tello, 2n B

(2008-2009)

Siente el aire que te viene a recordar aquel libro que has dejado de leer hace tan sólo dos horas. Vuélvelo a coger, porque él te atrapó a ti.

Descálzate y podrás vivirlo. A la persona que esté leyendo un libro no le preguntes nada, porque aunque tú la ves, ella no está. Acaba de entrar en un paraíso único que sólo ella puede imaginar.

Cristina Márquez, 2n D

(2008-2009)

Canvi de narrador…

Andrés se acercó a un tartanero, le preguntó cuánto le cobraría por llevarle al pueblecito, y, después de discusiones y de regateos, quedaron de acuerdo en un duro por ir, esperar media hora y volver a la estación. Subió Andrés, y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por una carretera. El carrito tenía por detrás una lona blanca, y, al agitarse ésta por el viento, se veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz cegaba. Pío Baroja, El árbol de la ciencia

Me acerqué al tartanero y le pregunté:

– ¿Cuánto me cobraría por llevarme al pueblecito de aquí al lado?

– Unos dos duros.
– Dos duros? -me quedé con la boca abierta y seguí-. ¡Eso es mucho!
– Uno y medio le parecería mejor?
– No, si acaso ya me encontraré a otro tartanero.
– Bueno, espere, espere. Le cobro un duro por ir, esperar media hora y volver a la estación.
– Vale -le dije con una sonrisa en los labios por haber conseguido lo que quería.

Subí y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por una carretera. El carrito tenía por detrás una lona blanca, y al agitarse ésta por el viento, veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz me cegaba.

Cristina Márquez, 3r C

Canvi de narrador i diàleg

Andrés se acercó a un tartanero, le preguntó cuánto le cobraría por llevarle al pueblecito, y, después de discusiones y de regateos, quedaron de acuerdo en un duro por ir, esperar media hora y volver a la estación. Subió Andrés, y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por una carretera. El carrito tenía por detrás una lona blanca, y, al agitarse ésta por el viento, se veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz cegaba.              Pío Baroja, El árbol de la ciencia

Me acerqué al primer tartanero que vi y le dije:

-¿Cuánto me cobraría usted por llevarme al pueblecito?

El hombre me echó una ojeada corta y me dijo:

-Dos duros.

-¿Dos duros? Venga, déjemelo por uno, usted sólo tendrá que llevarme, esperarse media hora y volver a la estación.

-Dos duros –anunció solemne.

Me miré los bolsillos y pude observar que en ellos sólo había un duro; se lo mostré.

-Sólo llevo un duro.

Está bien, le llevo por un duro –dijo con desgana.

Me subí a la tartana vieja y desgastada y empezamos a cruzar calles de Valencia y el tartanero tomó una carretera. El carrito tenía por detrás un lona blanca, que agitada por el viento, llenaba el camino de claridad y de polvo; la luz me cegaba.

Irene Mirás 3r C

Memorias de un paraguas (11)

«Domingo 13 de septiembre del 2009.

»Querido diario,

»Hace mucho que ya no escribía pero últimamente no he tenido mucho tiempo, ni motivos para hacerlo…»

Mientras seguía releyendo esas líneas me vinieron a la cabeza algunos momentos de ese mismo día. A las siete de la mañana ya me había levantado, estaba en pie apoyado al lado de la mesita de noche de mi ama. Emma era una niña de unos ocho añitos, menuda y bonita, con los ojos claros y algo grandes. El pelo le reposaba sobre sus hombros, como una delicada cortina amarilla. En resumen, una niña preciosa. Entonces entró la madre de Emma, Ángela, y le dijo que se levantara que tenían muchas cosas que hacer. Emma me cogió en brazos y me llevó con ella hasta la cocina. Allí me sentó, a su lado, en una sillita especialmente hecha a mi medida y empezó a tomarse su rutinaria leche con cereales. Por lo que yo había visto, Emma me trataba más como un amigo que como un paraguas. Se levantó de la silla y me llevó de nuevo a la habitación; cerró lentamente la puerta para poderse vestir. Puede que tener conversaciones con un paraguas no fuera de lo más normal, pero ella no paraba de repetirme que era el mejor regalo de cumpleaños que jamás le habían hecho. Me roció agua y jabón por encima de mi rojiza capa y me limpió. Poco después salimos a la calle para comprar todo el marisco que nos hiciera falta para la paella familiar e ir a buscar la tarta que íbamos a comer de postre. Entramos en la pescadería y Ángela cogió número. A los 5 minutos de espera ya compró el pescado y cogimos rumbo hacia la panadería. Cuando nos dirigíamos hacia la salida vi lo que hacía una semana había estado esperando. Lluvia. Grandísimas gotas de agua caían del cielo, la gente llevaba los paraguas abiertos y éstos disfrutaban de la agradable ducha. Sin duda alguna, era mi día de suerte. Emma me miró con sus bonitos ojos y apretó el botón situado justo debajo de mi boca, entonces, mi roja capa se abrió de golpe y pude sentir la frescura del agua.

Al llegar a la entrada de la panadería, Emma me puso en el paragüero y se quedó a mi lado mientras Ángela decidía qué tarta comprar. Entonces llamó a Emma para ver cuál era su opinión. Ella, muy entusiasmada, se enamoró a primera vista de la tarta de triple chocolate, pues era una fanática del chocolate. Empezó a insistir a Ángela para que se la comprara y así lo hizo. Vi cómo pasaban por mi lado dirección a casa y entonces empecé a preocuparme. ¿Qué hacían? ¡Yo estaba allí dentro! No podía creer lo que estaba pasando. Se alejaban lentamente, con la tarta en las manos y me dejaban a mí solo, en el paragüero. No podía estar ocurriendo de verdad. Pegué un salto e intenté alcanzarlas, pero no pude; por más que saltaba, no las cogía ni por asomo. Me senté al lado de un árbol y esperé media hora para ver si volvían y se acordaban de mí, pero por allí no aparecía nadie más que gigantes desconocidos. Anduve horas y horas por esas calles, una y otra vez. Siempre pasando por los mismos lugares, pero no veía a Emma. Empecé a maldecirme a mí mismo. «Sólo soy un objeto, no me tendría ni que haber hecho ilusiones con una humana…» Si hubiera sabido dónde estaba mi hogar, sabría como volver, pero estaba completamente perdido, los nervios y el estrés me habían hecho perder la calma. Entonces, en lo más oscuro de la noche, vi una silueta de una persona más bien bajita, que gritaba Leonard. ¡Leonard! ¡Sí! Ése era mi nombre, estaba seguro que sería ella pues tenía el mismo hilo de voz. Se acercó y me vio allí tumbado al suelo, medio moribundo. Me cogió en brazos y me apretó contra su cuerpo como jamás lo había hecho. Ahora, por suerte, ya no estaba sólo. Y noté que cuanto más rato pasaba sin ella, más dura se me hacía la vida. Me besó y me susurró que me había echado muchísimo de menos y que lo sentía por lo que había pasado. Siguió abrazándome, aunque yo estuviera mojado, a ella le daba igual, era un cielito de niña.

Patricia Ortín

Memorias de un paraguas (10)

Como cada mañana, sólo despertarme miré a mis compañeros, todos metidos a presión en un escaparate. Me pasaba cada día mirando fuera cómo muchas personas entraban y salían para comprar paraguas nuevos, sí, esos que están hechos de acero inoxidable, con una tela especial… Yo, en cambio, he pasado la mayor parte de mi vida (sólo tengo dos años y medio) dentro de la tienda; eso es mucho pensando que la esperanza de vida es de tres años, y aún menos en la calle.

Pasé varios días pensando siempre en lo mismo: ¿por qué había nacido?, ¿y si dentro de poco me reemplazaban por otro más nuevo y a mí me desguazaban? ¿y…?

Era uno de aquellos días de gota fría en que siempre había alguna persona mayor que se olvidaba el paraguas o se le rompía. Un hombre de unos setenta años entró en la tienda, empezó a mirar pero no encontraba un paraguas que le hiciera el peso. Me cogió a mí, sí, lo habéis oído bien, a mí, de cientos y cientos de paraguas de la tienda me escogió a mí, por una vez en mi miserable vida me sentía un poco más importante al ver que se iba a cumplir mi sueño: salir de esa polvorosa y mugrienta tienda.

Al salir de esa tienda una fuerte ventolera se me llevó y pasó lo que había soñado durante mi vida: yo seguí volando hasta que mi tela cedió, años y años volando, viendo paisajes inolvidables. Se me resquebrajó la tela, caí en mitad del océano y mis últimos segundos de vida los pasé mirando el precioso fondo marino, otra de las maravillas del mundo que quería ver antes de morir.

Raúl Mozo

Memorias de un paraguas (9)

Llevaba cinco días en la tienda y ya me había hecho amiga de casi todos los paraguas. Era divertido estar en esa tienda de zapatos. Cada una me explicaba sus vivencias. Me hacía mucha gracia la gente que pasaba por la tienda y le pedía los zapatos del escaparate, pero nunca pedían paraguas.

Ese día llovía bastante. De repente entró una chica de unos 15 años y le dijo que necesitaba un paraguas; entonces María, que era la dependienta, le dijo que cogiera el que quisiera. Me cogió a mí, me hizo bastante ilusión, aunque un poco de tristeza por dejar a mis compañeros. Me encantaba estar con Anna, que era la chica que me compró. Yo le ayudaba con sus problemas de adolescentes y ella me cuidaba muy bien, nunca jugaba conmigo estirándome del mango o simplemente no me hacía daño.

Un día me sacó de casa porque llovía mucho y hacía un tiempo horrible. Salimos y cuando doblamos la esquina una fuerte ráfaga de viento me rompió. Pero Anna me cuidó y me reparó. Es difícil saber cómo una chica puede querer a un paraguas pero me hace feliz estar con ella y yo también le tengo mucho cariño; espero que no nos pase nada.

Laura Tello

MEMORIAS DE UN PARAGUAS (8)

Era lunes, un aburrido lunes. Hacía 24 días que mi dueña no me sacaba al exterior; los días pasaban lentos en mi paragüero. Me sentía solo, a pesar de estar con un paraguas viejo y deteriorado que no hacía más que protestar, el pobre estaba medio loco, no lo sacaban desde hacía por lo menos un año.

Me acuerdo del día en que mi dueña me compró; yo estaba expuesto en una vitrina juntamente con Rayo, mi mejor amigo; él era un paraguas bastante sencillo, tenía redondas estampadas en su piel y los diferentes colores que lo componían hacían de él un paraguas alegre. En mi vitrina había otro paraguas, Luz, una paraguas preciosa; su perfecta piel decorada a mano y sus preciosos colores suaves transmitían calidez.

Pero de lo que quiero hablaros es de cómo conocí a mi dueña. Su nombre es Rosalinda y ese día entró en la tienda precipitadamente y empapada a más no poder. La verdad es que encontré estúpido que viniera a comprar un paraguas cuando ya no le serviría de nada. Preguntó educadamente al vendedor dónde estaban los paraguas y éste nos señaló. Rosalinda se acercó y después de echarnos una larga ojeada, me escogió a mí.

Por una vez me sentía útil, aunque por otra parte sentía cómo la nostalgia empezaba a circular por mis varillas. Sería difícil no volver a ver nunca más a Rayo y a Luz. Rosalinda pagó mi precio y salimos al exterior. Cuando la puerta de la tienda se abrió, sentí como el viento helado me envolvía y me invitaba a danzar con él, así que desplegué mis brazos y dejé que las gotas cayeran y se deslizaran suavemente por mi piel impermeable. De vez en cuando venía una ventolera que me hacía perder el equilibrio.

La primera vez que me metieron en el paragüero me sentí muy reconfortado. Pero de eso ya hace tres meses. Entonces, cuando pensaba que ese lunes no podía ir peor y el sueño empezaba a poseer mi cuerpo, la mano de Rosalinda me envolvió dulcemente y me llevó consigo. Abrió la puerta y después de un corto suspiro me abrió, y es así como la felicidad volvió a brotar en mi interior.

Irene Miràs

Historia de un paraguas (7)

Domingo, otro horroroso domingo. No había nubes en el cielo y por tanto no había señales de lluvia. Seguía en el balcón, en la posición exacta en la que me encontraba hace tres semanas, esperando esas gotas de lluvia que me sacaran a pasear. Hacia las seis de la tarde, una chispa de esperanza alcanzó mi vista, una inmensa nube de un color gris oscuro se acercaba rápidamente hacia nuestro hogar. La señora Rita iba hacia la puerta, pero ni siquiera me miró. Oí cerrar la puerta tras sus pasos. Cuando al cabo de dos horas regresó, me quedé sin habla. Me sentía abandonado, la señora Rita ya no me necesitaba. Llevaba un paraguas nuevo, precioso, de unos colores muy bonitos, de un rosa chillón con rayas negras de la marca más de moda.
A partir de aquel día nada volvió a ser lo mismo. Rita me encerró en un lugar que para nosotros, los paraguas, es una especie de basura, al que Rita llama paragüero; ahí no hay más que paraguas viejos o sencillamente esos que por algún motivo aún no ha tirado. Vi pasar a Rita día tras día sin tan solo dirigirme una mirada.
Un año más tarde pasó lo inesperado, mi vida sufrió un cambio radical. La mirada de una niña lo cambió todo. La vi entrar con Rita y pedirle con voz tímida: “¿me lo puedo quedar?” Al escuchar un “sí”, se produjo una sonrisa de oreja a oreja en la pequeña. Su nombre era Alicia, la persona más dulce y cariñosa que jamás he conocido. Pasé con ella el resto de mi vida y me dio más cariño del que yo jamás creí que existía.

Sarah Long