Era lunes, un aburrido lunes. Hacía 24 días que mi dueña no me sacaba al exterior; los días pasaban lentos en mi paragüero. Me sentía solo, a pesar de estar con un paraguas viejo y deteriorado que no hacía más que protestar, el pobre estaba medio loco, no lo sacaban desde hacía por lo menos un año.
Me acuerdo del día en que mi dueña me compró; yo estaba expuesto en una vitrina juntamente con Rayo, mi mejor amigo; él era un paraguas bastante sencillo, tenía redondas estampadas en su piel y los diferentes colores que lo componían hacían de él un paraguas alegre. En mi vitrina había otro paraguas, Luz, una paraguas preciosa; su perfecta piel decorada a mano y sus preciosos colores suaves transmitían calidez.
Pero de lo que quiero hablaros es de cómo conocí a mi dueña. Su nombre es Rosalinda y ese día entró en la tienda precipitadamente y empapada a más no poder. La verdad es que encontré estúpido que viniera a comprar un paraguas cuando ya no le serviría de nada. Preguntó educadamente al vendedor dónde estaban los paraguas y éste nos señaló. Rosalinda se acercó y después de echarnos una larga ojeada, me escogió a mí.
Por una vez me sentía útil, aunque por otra parte sentía cómo la nostalgia empezaba a circular por mis varillas. Sería difícil no volver a ver nunca más a Rayo y a Luz. Rosalinda pagó mi precio y salimos al exterior. Cuando la puerta de la tienda se abrió, sentí como el viento helado me envolvía y me invitaba a danzar con él, así que desplegué mis brazos y dejé que las gotas cayeran y se deslizaran suavemente por mi piel impermeable. De vez en cuando venía una ventolera que me hacía perder el equilibrio.
La primera vez que me metieron en el paragüero me sentí muy reconfortado. Pero de eso ya hace tres meses. Entonces, cuando pensaba que ese lunes no podía ir peor y el sueño empezaba a poseer mi cuerpo, la mano de Rosalinda me envolvió dulcemente y me llevó consigo. Abrió la puerta y después de un corto suspiro me abrió, y es así como la felicidad volvió a brotar en mi interior.
Irene Miràs