«Domingo 13 de septiembre del 2009.
»Querido diario,
»Hace mucho que ya no escribía pero últimamente no he tenido mucho tiempo, ni motivos para hacerlo…»
Mientras seguía releyendo esas líneas me vinieron a la cabeza algunos momentos de ese mismo día. A las siete de la mañana ya me había levantado, estaba en pie apoyado al lado de la mesita de noche de mi ama. Emma era una niña de unos ocho añitos, menuda y bonita, con los ojos claros y algo grandes. El pelo le reposaba sobre sus hombros, como una delicada cortina amarilla. En resumen, una niña preciosa. Entonces entró la madre de Emma, Ángela, y le dijo que se levantara que tenían muchas cosas que hacer. Emma me cogió en brazos y me llevó con ella hasta la cocina. Allí me sentó, a su lado, en una sillita especialmente hecha a mi medida y empezó a tomarse su rutinaria leche con cereales. Por lo que yo había visto, Emma me trataba más como un amigo que como un paraguas. Se levantó de la silla y me llevó de nuevo a la habitación; cerró lentamente la puerta para poderse vestir. Puede que tener conversaciones con un paraguas no fuera de lo más normal, pero ella no paraba de repetirme que era el mejor regalo de cumpleaños que jamás le habían hecho. Me roció agua y jabón por encima de mi rojiza capa y me limpió. Poco después salimos a la calle para comprar todo el marisco que nos hiciera falta para la paella familiar e ir a buscar la tarta que íbamos a comer de postre. Entramos en la pescadería y Ángela cogió número. A los 5 minutos de espera ya compró el pescado y cogimos rumbo hacia la panadería. Cuando nos dirigíamos hacia la salida vi lo que hacía una semana había estado esperando. Lluvia. Grandísimas gotas de agua caían del cielo, la gente llevaba los paraguas abiertos y éstos disfrutaban de la agradable ducha. Sin duda alguna, era mi día de suerte. Emma me miró con sus bonitos ojos y apretó el botón situado justo debajo de mi boca, entonces, mi roja capa se abrió de golpe y pude sentir la frescura del agua.
Al llegar a la entrada de la panadería, Emma me puso en el paragüero y se quedó a mi lado mientras Ángela decidía qué tarta comprar. Entonces llamó a Emma para ver cuál era su opinión. Ella, muy entusiasmada, se enamoró a primera vista de la tarta de triple chocolate, pues era una fanática del chocolate. Empezó a insistir a Ángela para que se la comprara y así lo hizo. Vi cómo pasaban por mi lado dirección a casa y entonces empecé a preocuparme. ¿Qué hacían? ¡Yo estaba allí dentro! No podía creer lo que estaba pasando. Se alejaban lentamente, con la tarta en las manos y me dejaban a mí solo, en el paragüero. No podía estar ocurriendo de verdad. Pegué un salto e intenté alcanzarlas, pero no pude; por más que saltaba, no las cogía ni por asomo. Me senté al lado de un árbol y esperé media hora para ver si volvían y se acordaban de mí, pero por allí no aparecía nadie más que gigantes desconocidos. Anduve horas y horas por esas calles, una y otra vez. Siempre pasando por los mismos lugares, pero no veía a Emma. Empecé a maldecirme a mí mismo. «Sólo soy un objeto, no me tendría ni que haber hecho ilusiones con una humana…» Si hubiera sabido dónde estaba mi hogar, sabría como volver, pero estaba completamente perdido, los nervios y el estrés me habían hecho perder la calma. Entonces, en lo más oscuro de la noche, vi una silueta de una persona más bien bajita, que gritaba Leonard. ¡Leonard! ¡Sí! Ése era mi nombre, estaba seguro que sería ella pues tenía el mismo hilo de voz. Se acercó y me vio allí tumbado al suelo, medio moribundo. Me cogió en brazos y me apretó contra su cuerpo como jamás lo había hecho. Ahora, por suerte, ya no estaba sólo. Y noté que cuanto más rato pasaba sin ella, más dura se me hacía la vida. Me besó y me susurró que me había echado muchísimo de menos y que lo sentía por lo que había pasado. Siguió abrazándome, aunque yo estuviera mojado, a ella le daba igual, era un cielito de niña.
Patricia Ortín