Emociones inesperadas

CONTINUAR (de Pío Baroja, Cuentos)

Al día siguiente se levantaron temprano y sa­lieron del pueblo; tomaron la carretera, y des­pués, siguiendo veredas, atravesando prados cu­biertos de altas hierbas y de purpúreas digitales, se internaron en el monte. La mañana estaba hú­meda, templada; el campo, mojado por el rocío; el cielo, azul muy pálido, con algunas nubecillas blancas que se deshilachaban en estrías tenues. A las diez de la mañana llegaron a Arnazábal, un pueblo en un alto, con su iglesia, su juego de pelota en la plaza y dos o tres calles formadas por caseríos.

Javi y yo salimos del coche. Me vino un agradable olor a aire fresco y tierra húmeda. Me espabilé un poco, ya que el viaje en coche había sido largo y pesado. Tenía ganas de conocer aquel pueblo del que tanto había oído hablar y nunca había pisado hasta ese momento. Tenía miedo al rechazo por parte de mi abuela. Mis padres no compartían la misma ideología política de mis abuelos y huyeron del pueblo durante la dictadura de Franco. Esto marcaría el final de su relación.
Ni siquiera sabía si mi abuela seguía viva, esperaba poder encontrarla en el mismo caserío del que me hablaron mis padres. Sabía que debía haber venido muchísimos años antes, pero tenía miedo de lo que me podía encontrar. La inesperada muerte de mis padres en un accidente de coche precipitó mi decisión.
—¿Lucía, estás bien? Si quieres podemos volver atr…
—¡No! —le corté bruscamente—. ¡Estoy bien, tranquilo, va, vamos!
Le tiré del brazo aparentando seguridad, pero él sabía perfectamente que por dentro me estaba muriendo de nervios. Seguimos el camino de piedras desgastadas por el tiempo y que nos llevaba a la parte alta del pueblo. Algunas vecinas curiosas y bastante madrugadoras se asomaban al balcón y nos miraban con desconfianza.
Llegamos al último caserío, todo encajaba; número, dirección, calle… Tenía que ser esa casa seguro. Me empezaron a sudar las manos. ¿Qué me esperaría detrás de esa puerta? Javi me cogió del brazo y me transmitió confianza. Golpeé la puerta, pasaron unos segundos y volví a golpearla. Se oyeron unos pasos lentos y unas voces de fondo. De pronto se abrió la puerta y sonó un gran crujido que me puso los pelos de punta. Detrás de la puerta, asomó la cabeza de una mujer de unos cuarenta años, aquella no era mi abuela.
—¡Dias onak!
—¡Eh… dias onak!
—Mire… estoy buscando a la Sra. Alatz Ainguru, viuda de Agosti Baladi.
En ese momento la mujer se quedó callada, con cara de sorpresa.

—¿Sabe si vive en esta casa?

—¡Y tanto que sí! Esta es su casa. ¿Quién pregunta por ella?

—Soy Lucía Aranzábal Ainguru, la nieta de Alatz.

La mujer se lanzó encima de mí con los brazos abiertos y con lágrimas en los ojos, me dio un abrazo tan fuerte que casi me deja sin aire. Después me soltó y me dio dos besos. Entonces se acercó a Javi y le dio otros dos besos, no tan efusivos como los míos.

—¡Pasad, pasad chicos! —dijo con emoción.

—Muchas gracias, pero… y ¿usted quién es?

—¡Ayi! Perdonad, mirad me llamo Begoña Domeko y soy quien cuida de tu abuela. Hace unos 2 años que me trasladé a esta casa, tu querida abuela ya no se vale por sí misma. Es mayor y su cuerpo le juega malas pasadas. No sé muy bien cómo decirte esto…, mira querida, tu abuela sufre demencia senil.

En ese momento no supe qué pensar, tenía tantas ganas de estar con ella, de recuperar el tiempo perdido y ahora… ¿Por qué no habría venido antes? Me odiaba a mí misma. Me giré y vi a Javi con un reflejo de mi misma expresión.

—¿Pero cómo está? ¿Está despierta? ¿La puedo ver? —pregunté con nerviosismo.

—Sí, sí, claro que sí. Seguidme.

Subimos por unas grandes escaleras de madera. Y nos condujo por un pasillo largo hasta llegar a la habitación. Abrió la puerta y allí estaba ella. Sentada en un sillón delante de la ventana con aquellos rayos de luz que se colaban por las cortinas e iluminaban su rostro. Parecía tranquila, sin problemas, relajada, mirando más allá de aquellos cristales. No se inmutó con nuestra llegada y Begoña se acercó a hablarle.

—¡Alatz, mira quién ha venido! Tu nieta de Barcelona y su pareja, Lucía y Javi. ¡Mírales Alatz, están en la puerta! —dijo tocándole el brazo para que reaccionara.

Mi abuela… me parecía raro pensarlo. Aquella mujer a la que había imaginado mil veces en aquellas noches en vela, ahora estaba ahí, sentada, con su mirada dulce pero sin decir nada. Me armé de valor y decidí acercarme a ella.

—Hola abuela dije con cuidado y fijándome en ella para percibir cualquier cambio de expresión en su rostro.

Me miró con ojos de emoción y una sonrisa en la cara. La abracé con toda la emoción del mundo y para cuando me quise dar cuenta ya tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Sé que no sabes quién soy, mis padres se fueron de aquí hace mucho tiempo abuela… he venido a buscarte.

—¿Quién eres? —preguntó desconcertada.

—Soy tu nieta Lucía, de Barcelona. Mira, él es Javi, es mi pareja —le dije señalando a Javi con el índice.

—Tranquila, Lucía, no te preocupes, ya no sabe dónde tiene la cabeza. Muchos días no se acuerde ni de mí —dijo Begoña con su mano en mi hombro.

—¿Pero… cómo puede ser que no me reconozca? ¿Qué voy a hacer yo ahora? Está tan cerca… pero a la vez tan lejos ya de mí.

Definitivamente solo tenía a Javi en este mundo, tanto tiempo esperando este momento… Aquella mujer mayor, de mirada serena y dulce no me reconocía, no sabía quién era yo, no se acordaba ni de mamá. ¿Qué podía hacer? No creo que pudiera volver a Barcelona sabiendo que la dejaba sola aquí.

—¿A dónde vas Lucía? —me dijo Javi cuando vio que abría la puerta.

—Voy a salir un momento afuera —le dije con tono convincente.

—¿Quieres que te acompañe?

—No, gracias, quiero estar sola.

Necesitaba salir de aquella habitación, de aquel ambiente tan cargado que me angustiaba y me nublaba la mente. Salí a la calle y noté cómo se me despejaba la mente. Me senté en aquel bordillo lleno de musgo y hundí la cara en mis manos. Empecé a llorar desconsoladamente. La situación me estaba desbordando; el cuerpo de mi abuela allí sentada sin decir nada, ajeno a cualquier realidad, el recuerdo de mis padres, lo que me esperaba en Barcelona, la sensación de sentirme sola en el mundo, sin ningún lazo protector que me anclara a cualquier miembro de mi familia.

Oí unos pasos rápidos que se acercaban hacia mí. Levanté la cabeza y me sequé las lágrimas con la manga de la camisa. Era una chica joven, alta y esbelta, seguramente de unos veinticinco años; llevaba una coleta alta y se dirigía hacia mí con cara de preocupación.

—¿Te encuentras bien? ¿Puedo ayudarte en algo?

—No, gracias, sólo necesitaba un poco de aire fresco —le dije sin dar muchas explicaciones.

—Bueno, yo voy aquí en frente, a casa de mi abuela. Si necesitas algo puedes entrar —dijo señalando la casa de la que había salido huyendo hacía escasos minutos.

—¿Tú… tú, tú vives ahí? —dije titubeando.

—Bueno, en realidad vivo con mis padres en aquella casa de allí abajo, pero vengo a verla todas las mañanas antes de ir a la universidad.

—No me lo puedo creer… ¡Eres mi prima! —me levanté de un salto y me tiré encima de ella a abrazarla. Ella empezó a reírse y a dar saltos de alegría, no se preguntó si aquella chica que la estaba abrazando estaba loca, ni si sería verdad, simplemente me estrechó fuertemente.

Fuimos incapaces de verbalizar nada. En aquel preciso momento las dos supimos que entonces empezaba una nueva etapa en nuestras vidas, en la que no había lugar a los reproches.

Cristina Leiva, 3r C

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