Andrés se acercó a un tartanero, le preguntó cuánto le cobraría por llevarle al pueblecito, y, después de discusiones y de regateos, quedaron de acuerdo en un duro por ir, esperar media hora y volver a la estación. Subió Andrés, y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por una carretera. El carrito tenía por detrás una lona blanca, y, al agitarse ésta por el viento, se veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz cegaba. Pío Baroja, El árbol de la ciencia
Me acerqué al tartanero y le pregunté:
– ¿Cuánto me cobraría por llevarme al pueblecito de aquí al lado?
– Unos dos duros.
– Dos duros? -me quedé con la boca abierta y seguí-. ¡Eso es mucho!
– Uno y medio le parecería mejor?
– No, si acaso ya me encontraré a otro tartanero.
– Bueno, espere, espere. Le cobro un duro por ir, esperar media hora y volver a la estación.
– Vale -le dije con una sonrisa en los labios por haber conseguido lo que quería.
Subí y la tartana cruzó varias calles de Valencia y tomó por una carretera. El carrito tenía por detrás una lona blanca, y al agitarse ésta por el viento, veía el camino lleno de claridad y de polvo; la luz me cegaba.
Cristina Márquez, 3r C