COMPENDIUM MUSICAE: LA TEORÍA MUSICAL DE DESCARTES
Daniel Martín Sáez
Conviene no olvidar su enorme amor por la música, su interés por las clases y modalidades de danza, su conocimiento personal de diferentes academias de baile, incluso su composición de un libreto de ballet en los últimos años de su vida, titulado “Naissance de la Paix”.
(GABILONDO, A.)
INTRODUCCIÓN: ESTUDIO DE LA OBRA Y SU CONTEXTO
El Compendium Musicae presume de ser la primera obra de Descartes, el primer atrevimiento de aquel que es considerado el padre de la filosofía moderna. En su rigurosa exposición, el carácter iniciador de este tratado ha de ser tenido en cuenta como un texto en el que la filosofía cartesiana no deja de vislumbrarse: por un lado, en las relaciones matemáticas; por otro, en la metodología llevada a cabo, esencialmente matemática. Por tanto, ha de ser leída como una obra de juventud cuya importancia radicaría, si no tanto en el disfrute de una obra plenamente desarrollada, sí en el entendimiento de su vida y sus primeras inquietudes, que son, al fin y al cabo, las de un futuro filósofo. Por otra parte, veremos que se trata de una obra imbuida en su época y que alardea de ser una justificación de las reglas armónicas de su tiempo, por lo que quizás deba ser encuadrada dentro del ámbito de la teoría musical de su siglo. El mismo Descartes, bajo la modestia que le caracteriza en sus escritos, hizo notar este hecho de obra primeriza cuando calificó el compendio como “este hijo de mi espíritu, tan informe y semejante al feto de una osa recién nacida”. Desde luego, no fue escrita para ser publicada, y numerosas cartas indican que su posición fue más bien la de impresionar al matemático Isaac Beeckman, al que conoció durante su estancia en el ejército de Mauricio Nassau. Allí Descartes parecía más interesado “por la geometría y la música” que por el arte militar. Beeckham es aquel a quien está dedicada la obra y el mismo que le propuso el proyecto de escribirla; después de lo cual, tal y como indica Richard Watson, “Descartes trabajó en este problema día y noche, y al cabo de unas semanas, el 31 de diciembre de 1618 presento a Beeckman su Compendio de Música (en latín)”.
Es importante subrayar la importancia de Beeckman en la vida y obra de Descartes. Aunque no volvería a verle desde la dedicación del compendio hasta octubre del año 1628, no puede negarse de ningún modo su influencia. Beeckman fue uno de los primeros estudiosos que puso en práctica la física matemática. De hecho, y como nos vuelve a indicar Watson, “los cuadernos de Beeckman, cuidadosamente redactados e ilustrados (y sólo publicados en 1939) contienen la primera formulación conocida de la ley de la inercia”. En una de sus cartas en agosto de 1629, el matemático escribía: “hace diez años comuniqué a Descartes lo que había escrito sobre las causas de la dulzura de la armonía”. Si a esto le añadimos una carta dirigida a Beeckman en la que afirma Descartes: “amadme y sabed que olvidaría a las musas antes que olvidaros a vos, porque me unen a vos con un lazo de eterno afecto”, no nos quedará ninguna duda de su influencia en el joven filósofo. No obstante, esta relación acabaría a raíz de una comedida reyerta en la que se acusó a Beeckman, todo indica que injustamente, de haber tomado como suyas las ideas del compendio en sus círculos amistosos, lo que daría como resultado que Descartes siguiera su propio camino durante algún tiempo.
Un joven instruido:
De algún modo, y como quería hacer notar además de subrayar la timidez de la obra, sería ilícito ojear el Compendium Musicae como una simple obra de juventud. Aunque Descartes era aún joven, su bagaje cultural no podía calificarse de igual modo. El filósofo Ángel Gabilondo nos explica cómo por aquél entonces Descartes pudo “visitar sin trabas los importantes fondos de la biblioteca y acceder incluso a los libros prohibidos de la Inquisición, como los de Cornelio Agripa, Giambattista della Porta, Michel de Montaigne y Pierre Charon”. Por tanto, podemos respaldar la capacidad de Descartes, con Gabilondo, haciendo referencia a sus estudios de retórica, gramática, teología, escolástica y filosofía (especialmente aristotélica), así como a su graduación en Derecho por la Universidad de Poitiers y sus conocimientos de danza, entre otras cosas. Dicho esto, no queda sino entrar en profundidad en el análisis del Compendio de Música.
Importancia de la música: contexto musical-filosófico
Aunque parezca un tema baladí cuya excentricidad no ha de ser evaluada, el propio Beeckman consideraba la música como “el dominio por excelencia para desarrollar sus ideas” sobre la física-matemática. Esto ha conducido, según indican algunos autores, al “desarrollo de la ciencia moderna desde la perspectiva de la ciencia musical” (Gabilondo). Del mismo modo, la realización de ciertas pesquisas en torno a la música y su relación con la naturaleza humana no sólo es sumamente interesante para los teóricos del siglo XVII, sino también para nosotros mismos.
De algún modo, el renacimiento –recientemente anterior a los pensadores modernos– exaltó al hombre de un modo tal que las lecturas humanísticas fueron las más abundantes. Las artes liberales del trivio y el cuadrivio, entre las cuales se encontraba la música, tomaron un auge inesperado que se reflejaría en el siglo XVII con un progreso científico sin parangón y que en arte conformaría la esencia del barroco (Monteverdi). Esto facilitó el camino a filósofos y científicos para que hablasen de la música. Pero sobre todo serían las matemáticas la base de los filósofos de este siglo. No sólo Descartes, sino también pensadores como Spinoza, Pascal, Malebranche o Leibniz (racionalistas), utilizaron las matemáticas en sus explicaciones. En cuanto a la música, el progreso no fue menor. Los avances en la armonía, en manos de compositores como Bach o Teleman, y precedida por los progresos medievales de insignes compositores como Leonin y Petronin, reflejan uno de los mayores progresos expresivos de la humanidad. De hecho, la ópera, que posteriormente sería pretendida por Wagner como la síntesis de todas las artes, comenzaba por aquel entonces una progresión –explícita sobre todo en la encomiable obra Orfeo, de Monteverdi– cuyo punto de bóveda sería tocado, posteriormente, en el romanticismo (bell canto). Por su parte, científicos como Kepler, que trató la relación de la música con el universo (1), harían que ésta fuese considerada, de algún modo, como una ciencia. Además, ilustres personajes cercanos a la época de Descartes, ya sea en matemáticas, filosofía o ciencia, no dejaron de aportar su punto de vista sobre la música. Galilei, con su Discurso; Mersenne, con su Armonía Universal, D’Alembert, con la solución de la ecuación de ondas, o Euler y su Nueva teoría musical. Si a este abanico de genios, de los que luego hablaremos, le añadimos la aparición de teóricos importantes como Pietro Cerone en Italia convendremos en que la música comienza, gracias al siglo XVII, su verdadera independización frente a las reglas convencionales. Es, sin duda, el paso que facilita “la autonomía de la música y el renacer de un nuevo interés por el lenguaje musical”. Posteriormente, no sólo matemáticos se han interesado por la música, sino que incluso compositores contemporáneos, como Debussy, Pierre Boulez o Stockhausen, se han interesado por la matemática, ejemplo de ello es el interés de parte de los compositores por la denominada Proporción Áurea (2) .
Pero sin duda la influencia más destacable, además de Beeckham, ejercida sobre Descartes es la de Zarlino, compositor y teórico musical italiano. La explicación de Gabilondo al respecto nos resultará ilustrativa:
Según Zarlino, existe entre los intervalos una razón matemática fundada en la naturaleza misma de los sonidos y ésta se encuentra en las relaciones entre los elementos, es decir, en el mundo de los fenómenos naturales. El fundamento de estas razones naturales ha de buscarse en los sonidos armónicos.
Para Descartes esto es lo verdaderamente importante, la relación entre la naturaleza (alcanzable desde la razón, la matemática) y la música. Pero por aquél entonces había una distinción entre música como ciencia y música como arte. Zarlino abogaba por la primera opción, pero no faltarán partícipes de la segunda, no menos atractiva. En su Dialogo della musica antica e della moderna (1581) que antes citábamos, el propio Vicenzo Galilei, padre de Galileo, es contrario a las ideas de Zarlino. La palabra y la emoción humana son para él las guías de la música. Estamos pues, ante una nueva realidad musical. La música no es algo baladí y hay que discutir sobre ella.
En lo tocante a Descartes, no duda en afirmar que el juicio sobre el gusto es subjetivo y, no obstante, ello no le impide forjar una ciencia musical, “del mismo modo que preferir las olivas a la miel no impide saber que ésta es más dulce que aquéllas” (3). Gabilondo señala esto, apoyado por P. Dumont, como un “paso definitivo”. Esto se ve reflejado en una de sus cartas a Mersenne:
En cuanto a la pregunta acerca de si se puede establecer la razón de lo bello, es exactamente la misma que me hacía antes sobre por qué un sonido es más agradable que otro… en general ni lo bello ni lo agradable significan nada sino una relación de nuestro juicio con el objeto… no se puede decir que lo bello ni lo agradable tengan ninguna medida determinada. Y no lo podría explicar mejor que como lo hice otra vez con la música [se refiere al compendio] (4).
La música es, pues, un mecanismo condicionado que depende de nuestra fisiología y psicología, pero también es subjetivo. “Lo que guste a la mayoría, dice en otra de sus cartas a Mersenne, podrá llamarse simplemente lo más bello, lo que no podrá ser determinado”. Lo importante es, sin duda, aclamar que la gran capacidad de la música es la de expresar distintos estados de emociones: “se subraya claramente así la correspondencia entre las affectiones del sonido y los affectus del alma” (5). Cómo concilia el subjetivismo con la ciencia musical quedará explicado más adelante, mediante la explicación de reglas inherentes a todo ser humano, como la medida o la proporción.
Finalmente, y antes de dar por culminada esta introducción, es preciso admitir que el Compendium Musicae sigue pasando inadvertido en nuestros días por motivos relativamente razonables, lo que hace que el debate en torno a ella sea escaso, a no ser en un entorno especializado en la teorías del siglo. En cuanto a la estructura de la obra, sigue un método deductivo basado en relaciones matemáticas de tintes pitagóricos, basándose, a su vez, en razonamientos empíricos (matemáticas) cuyos resultados son la base de lo tratado.
SÍNTESIS Y ANÁLISIS DE LA OBRA
La obra se divide en doce puntos, en cada uno de los cuales se discurre sobre una temática distinta y relacionada con la anterior, a modo de un seguimiento deductivo. En primer lugar, Descartes explica las relaciones existentes entre las cualidades del sonido (ritmo, altura) y nuestros sentimientos. Seguidamente, en lo que podríamos denominar el punto dos, expone ocho consideraciones previas de las cuales se servirá posteriormente para abstraer otros apartados. En el punto tercero, trata el tiempo. En el cuarto, del sonido. Siendo los siguientes puntos los siguientes: “de la octava”, “de la quinta”, “de la cuarta”, “del ditono, de la tercera menor y de las sextas”, “de los grados o tonos musicales”, “de las disonancias”, “de la manera de componer y de los modos”, y, finalmente, “de los modos”. Debido a la brevedad de alguno de ellos y, sobre todo, a su escasa importancia en un trabajo de este tipo, se realizará la síntesis del Compendium Musicae en general, siguiendo cada uno de los títulos en el orden del tratado y, cuando no se haga (para mayor claridad), se hará mención a los apartados correspondientes.
Descartes comienza su exposición tratando la cualidad intrínseca de la música de producir en nosotros emociones (“su finalidad es deleitar y provocar en nosotros pasiones diversas”). Según el modo compositivo, la música nos transmitirá tristeza, alegría, aburrimiento, etc. Dicho modo compositivo dependerá tanto del ritmo de la acción musical como de la altura (“las principales propiedades del sonido son dos, a saber, sus diferencias en razón de la duración o del tiempo, y en razón de la altura relativa al agudo o al grave”). Pero también de la medida. En el apartado “el tiempo”, Descartes afirmará, por ejemplo, que las medidas lentas producen en nosotros movimientos lentos, como la tristeza; en contraste con las medias rápidas, que producen en nosotros movimientos rápidos, como la alegría. La respuesta ante estos estímulos es natural. Ante ello debemos entender la afinidad de Descartes a uno de los mayores apotegmas racionalistas, a saber: la creencia en lo innato. Claro ejemplo de lo cual es otra de sus afirmaciones en este mismo capítulo, la que estima que, por un “impulso natural”, al comienzo de cada medida el sonido se emite más fuerte. De este modo, entendemos que el compositor deberá tener en cuenta estas reacciones humanas a la hora de componer. Esto es, si escribe un réquiem los ritmos lentos serán los más apropiados, mientras que si musicaliza un amanecer, en principio serán los ritmos alegres, rápidos, los más apropiados. Lógicamente, estamos hablando del tiempo en tanto que él mismo, pero pronto veremos cómo el tiempo no es el único factor distintivo. De modo que, en una composición alegre, se podrán combinar ritmos lentos con sonidos agudos o graves que causen otras emociones que no eran características del propio tiempo o de la altura, pero que sí lo sean en conjunto.
Siguiendo la línea del tiempo, la matemática cartesiana hace aquí hincapié de forma decisiva. La división del tiempo, junto con la elección de la altura, es la característica más importante de la música. Tengamos en cuenta que en el Renacimiento solía hablarse de la música como del arte del tiempo. Descartes hace aquí énfasis en una división proporcional (“el tiempo en los sonidos debe estar constituido por partes iguales”). La música sólo es posible si la división de su tiempo atiende a divisiones iguales, en proporción. Debe tenerse en cuenta, en este punto, la devaluación que hace Descartes de los sentidos. Para él los sentidos son incapaces de verdad y sólo la razón es poseedora de ella. Esta idea, que tanto se reflejará en su Discurso del Método, y en la mayoría de sus obras, aparece ya en este compendio. Lógicamente, esta devaluación conlleva la idea de que los sentidos han de ser deleitados con relaciones acordes a su insignificancia. Por ello afirma que “estas [se refiere a las partes iguales] son las que el sentido percibe con mayor facilidad”. Es decir, no se podrán variar demasiado los tiempos, ya que el oído no será capaz de captar, si son muchos, dichos cambios y, por tanto, le resultarán desagradables. Del mismo modo, admite que no podrán ser cambios demasiado fáciles, o su escucha resultará tediosa. Sólo hay un tipo de música, por llamarlo de algún modo, que a Descartes no se le escapa y que contradice esta explicación. Es el caso de la percusión. En ella, debido a su simplicidad (estrictamente hablamos solamente de ritmo), la variedad será necesaria. La marcha militar es el ejemplo que a Descartes se le antoja como el más oportuno. En este caso, el ritmo debe determinar por sí mismo un sentimiento, sea el de la disciplina, el orden o el que se quiera. En cualquier caso, la división del tiempo ha de ser aritmética, en partes iguales. El ejemplo de Descartes acerca de porqué han de ser aritméticas y no, por ejemplo, geométricas, viene dado en el mismo capítulo del siguiente modo:
Caso A
Caso B
En la proporción aritmética (caso A) “no hay que advertir –dice Descartes– tan gran cantidad de cosas”. La proporción se capta mejor en el caso A que en el B, por lo que las medidas, en el caso B, no “pueden ser perfectamente conocidas al mismo tiempo por el sentido, sino sólo en orden a la proporción aritmética”. En este punto, el apotegma con que continúa, y que deriva del ejemplo anterior, es fulminante y propio de su filosofía posterior: “es evidente que el sentido se engaña continuamente”.
Por su parte, el caso de la altura (graves y agudos) corre parejo al del tiempo. Lejos de la explicación anterior, que también sería aplicable a la altura, la discusión cartesiana gira en torno a qué sonidos son los adecuados. Atendiendo a lo explicado, las diferencias entre los sonidos no han de ser acusadas, sino fáciles de percibir, ya que “la debilidad de los oídos no puede distinguir sin esfuerzo mayores diferencias de los sonidos”. De este modo, los sonidos habrán de ser divididos conforme a la misma proporción de la que hablábamos antes.
Descartes lo explica ayudándose de la siguiente imagen:
A D C E B
Siendo AB el punto de partida, la búsqueda de los sonidos ha de llevarse a cabo del siguiente modo, y sólo de éste: dividiéndose AB tantas veces como se quiera. Sólo hay una restricción, que una vez sea divido AB en, por ejemplo, AC y CB, no se divida, a su vez, AC o CB en más partes, sino que sólo se divida, como decíamos, AB. De modo que los sonidos contenidos en AB, y resultado de la división en cuatro partes iguales, serían AD, AC, AE, DB, CB y EB.
A partir de ahora empiezan los temas relativos a las relaciones armónicas: consonancias y disonancias. Es decir, las octavas, quintas, cuartas, etc. Las consonancias son aquellas cuyas partes son iguales (“todas las consonancias constan de partes iguales”). Lo que él llama “la primera de todas las consonancias” o “la más importante de todas las consonancias” es la octava. Lógicamente, es la más perfecta, pues no es más que la misma nota en un registro más agudo (6).
La quinta, en cambio, es “la más agradable de todas las consonancias y la más dulce a los oídos”, por lo que su importancia es radical y la encontramos mayor número de veces en todas las composiciones. La explicación cartesiana, en este caso, es previsible: la relación matemática es la más primitiva. De hecho, en el último capítulo del Compendio de Música, Descartes afirmará de la quinta que “es la más grata a los oídos y toda la cantinela parece que ha sido compuesta solamente para ella”.
La cuarta es “la más improductiva de todas las consonancias” y se emplea “por accidente”. Decir esto en nuestros días sería poner en riesgo el que a uno lo llamasen conservador radical. Actualmente quintas y cuartas pueden utilizarse indistintamente, sin por ello acreditarse de mala o buena a una composición. No obstante, debe tenerse en cuenta la época de Descartes y su mentalidad matemática, la explicación es que la cuarta “está tan próxima a la quinta que, frente a la suavidad de ésta, pierde toda su gracia”. En cualquier caso, su aseveración no deja de ser interesante. Culminará su aportación sobre el tema en el apartado titulado “del ditono, de la tercera menor y de las sextas” cuando afirme de la cuarta ser “el monstruo de la octava o una octava defectuosa”.
En cuanto al ditono, “es más perfecto que la cuarta” y de él nace la tercera menor del modo que nace la cuarta de la quinta (es decir, de forma indirecta). A su vez, la tercera “es más imperfecta que la cuarta, como el ditono es más imperfecto que la quinta”.
Por su parte, las sextas siguen las siguientes reglas. La sexta mayor, de un modo distinto a la tercera menor, “procede del ditono”, y la sexta menor “de la tercera menor”. Teniendo en cuenta que la tercera menor nace del ditono, la sexta menor también procederá de él de forma indirecta (accidental).
Por lo que, en conclusión de estos últimos temas arguye Descartes que “el ditono y la sexta mayor son más agradables y más alegres que la tercera y la sexta menor”, “ya que hemos probado que la tercera menor procede del ditono por accidente; en cambio, la sexta mayor por naturaleza, porque no es sino un ditono compuesto”.
En cuanto a los grados o tonos musicales, se necesitan por dos razones: en primer lugar “porque con su ayuda se hace el paso de una consonancia a otra” y, en segundo lugar, “para que se divida en algunos determinados intervalos todo el espacio que el sonido recorre, de tal manera que el canto siempre penetre con más comodidad a través de aquéllos [los grados] que por las consonancias”. Dicho de otro modo, los grados musicales facilitan la utilización de las distintas consonancias.
En el siguiente capítulo, Descartes, se centra en “la manera de componer y los modos”. Debido a su brevedad e importancia, reproduciré de forma textual las tres observaciones que realiza al principio de este capítulo, con el fin de tenerlas en cuenta en el desarrollo posterior del mismo.
Podemos componer Música sin grave error o solecismo si observamos estos tres principios:
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Que todos los sonidos que se emitan a la vez disten entre sí alguna consonancia, excepto la cuarta, que no debe ser oída la más baja, es decir, enfrentada a la voz bajo.
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Que la misma voz no se mueva sucesivamente, sino por grados o consonancias.
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Por último, que, ni siquiera en relación, admitamos el tritono o la falsa quinta
A esto añade seis observaciones que podemos resumir del siguiente modo (véanse las notas a pie de página -correspondientes a los números- cuando corresponda): (a) debemos comenzar por las consonancias más perfectas; (b) no se han de introducir dos octavas o dos quintas una inmediatamente después de la otra, pues son tan perfectas que la plenitud de su satisfacción debe ser repartida (7). En cambio, otras consonancias más imperfectas si pueden ser mantenidas, pues nos harán esperar con deseo la resolución en una consonancia más perfecta y, cuando esta llegue, la recibiremos con agrado; (c) que se avance, en la medida de lo posible, por movimientos contrarios (8) para conseguir una variedad mayor; (d) siempre dirigirnos a la consonancia más cercana, en caso de ir de una consonancia menos perfecta a una más perfecta; (e) que al final los oídos se sientan satisfechos “y consideren que la canción es perfecta”, esto se consigue mediante las cadencias (9); (f) finalmente, que la composición esté contenida “dentro de ciertos límites, a los que llaman modos”.
Antes de pasar a los modos, con cuya resolución acaece el fin del compendio, es preciso destacar en este mismo capítulo la distinción que hace Descartes sobre las distintas voces de la armonía: la del bajo, el tenor, el contratenor y la voz superior (que normalmente es llamada soprano, sobre todo si ésta es notablemente aguda) (10).
El bajo, la más grave de todas las voces, “es la principal” voz (11); el tenor, por ser la más próxima al bajo, “contiene el sujeto de toda la modulación y es como el nervio”; el contratenor, por su parte, “se opone a la tenor” y es importante debido a “su variedad”, puesto que suele avanzar por movimientos contrarios (12) y por saltos (13); por último, la voz superior, que normalmente se denomina soprano y que aquí es llamada superior debido a que el registro agudo que le pertenece no es muy común en la voz masculina, “se opone a la bajo, hasta tal punto que, con frecuencia, se dirigen una hacia la otra con movimientos contrarios” (14). Ésta, al ser la más aguda, explica Descartes de forma aceptada, y con arreglo a la armonía de su época, debe avanzar por grados, porque grandes saltos resultarían desagradables a los oídos. Además, vuelve a acertar Descartes, la voz superior suele ser la que lleva un ritmo más veloz y, por el contrario, el bajo lleva un movimiento más lento. La razón es simple, explica Descartes, “un sonido más relajados golpea el oído con mayor lentitud y éste no podría soportar un cambio tan rápido porque no se le daría reposo para oír cada tono distintamente”.
Los modos, de los que habla en el último capítulo del Compendio de Música, nacen, según Descartes, “porque la octava no está dividida en grados iguales”. Esto quiere decir que en una escala encontramos tonos y semitonos. Lógicamente, hay doce modos: puesto que hay siete notas, cabría esperar que hay catorce (pues cada uno de estos siete modos principales “puede a su vez ser dividido por la quinta en dos modos”), pero sólo hay doce puesto que dos de ellos son los causantes de una “falsa quinta” (15). A su vez, de estos doce cuatro son los “menos elegantes”, puesto que sus quintas distan sólo tres tonos (16). De tal manera, unos modos causan en las personas una reacción o otra. Aquí se ve el factor empírico del que antes hablábamos, cuando decíamos que el gusto es subjetivo en Descartes, pues afirma “los prácticos saben mucho de éstos (de los modos), pero instruidos únicamente por la experiencia”.
Y de este modo finaliza Descartes: “ciertamente, debería tratar a continuación por separado cada movimiento del alma que la Música puede excitar, y debería mostrar por qué grados, consonancias, tiempos y otras cosas semejantes deben ser excitados tales movimientos; pero esto excedería los límites de un compendio”.
Y así finaliza. “Terminado en Breda de los bravatinos, la víspera de las calendas de junio del año 1618”.
CONCLUSIÓN
Las pesquisas realizadas por Descartes en este intenso recorrido armónico-matemático, son interesantes desde un punto de vista de comprensión antropológica. Si, ciertamente, guarda alguna relación la división matemática del sonido con los sentimientos humanos y no es algo simplemente cultural y aprehendido, entonces podría hablarse de unas reglas compositivas a las cuales debiera sujetarse todo buen compositor, a fin de garantizar el deleite de los sentidos. Esta idea parece insostenible. La música actual, heredera desde finales del siglo XIX de la llamada Segunda Escuela de Viena, anticipó una música exuberante en disonancias y fuera de toda tonalidad que, no obstante, agrada. El principal representante de la citada escuela, Schoenberg, fue el creador de lo que fue denominado atonalismo o dodecafonía. Pasado lo cual, otros compositores como el aún vivo Stockhausen, radicalizaron la eliminación de leyes en torno al arte musical, donde todo tipo de excéntricos ruidos conforman su obra. En todos estos casos, se nos ha demostrado que el arte es subjetivo de ser creado del modo que se quiera, sin apenas limitaciones. Aunque esto parezca digno de apotegma, los críticos y estudiosos del momento defienden a dichos compositores, libres de toda tradición esteticista, anclados en un nuevo proyecto que promete ser digno de la libertad humana. Por otra parte, es cierto que la música de Stockhausen y otros compositores del siglo veinte se asemeja tanto a lo que entendemos por ruido, que, para los no acostumbrados, es insoportable, inefable e inexplicable de cualquier modo. En este aspecto o este tipo de visiones, que corren el riesgo seguro de ser tildadas de tradicionalistas, las conclusiones cartesianas podrían ser tomadas como apotegma de su apología. En su defensa diremos que sabemos perfectamente que hay sonidos que, por ser demasiado fuertes (pongamos por caso el sonido de una bomba) podrían acabar con nuestra capacidad auditiva, y, lógicamente, no podríamos por ello incluirlos en una disciplina que se vanagloria del deleite de los sentidos. También, podríamos argüir, es cierto que una cierta medida (el ritmo), es mucho más agradable cuanto más juega con nosotros y nuestras capacidades, es decir, que tal música es buena en tanto que no se nos presenta con demasiada facilidad, y por ello nos tienta (tienta, al menos, a nuestra inteligencia) a buscarle el sentido, y, por otra parte, en tanto que no es muy dificultosa, al menos no de un modo tal que no podamos ni siquiera entenderla. He aquí, en conclusión, lo que me parece el acierto cartesiano: nuestros sentidos no son perfectos, como tampoco son perfectas sus capacidades (muchos animales nos demuestran que oyen mejor que nosotros, ven con mayor claridad u olfatean de un modo admirable), por ello, ha de crearse una relación armónica de acuerdo a nuestros sentidos, como regla mínima. El símil a no hacerlo sería escribir un libro lleno de palabras sin referencia, en un orden aleatorio y con tinta invisible.
Por otra parte, el reducir la música a operaciones matemáticas, como no hizo sólo él sino también otros pensadores como D’Alambert o Euler, puede ser visto como algo contrapuesto a la ideología artística. Pues las artes, estudiadas en la estética (aisthesis, sensación), refulgen de valor gracias precisamente a su contenido emotivo, relativo a los sentimientos, y no a eso que estudian las matemáticas, demasiado racionales y ordenadas. Por decirlo de algún modo, la visión cartesiana puede parecer poco romántica, porque, en definitiva, racionalizar la música, que es un arte, parece ir en contra del propio arte y, por tanto, de la música. Pero no debemos equivocarnos, Descartes amó la música, y fue su pasión hacia ella, de la que no tomó sólo parte teórica sino también práctica (17), lo que le instigó a escribir el Compendio de Música. Pero para quien se resigne aún de tanta matematización, le parecerá mejor hacer caso a Schopenhauer, que, corrigiendo a Leibniz en su adagio sobre la música, exercitium arithmeticae occultum nescientis se numerare animi (es decir, la música es un ejercicio de la aritmética inconsciente, en la que el espíritu no sabe que cuenta); profirió: Musica est exercitium metaphysices occultum nescientis se philosophari animi; esto es, la música es un ejercicio de la metafísica inconsciente, y el que se entrega a ella no sabe que filosofa (18).
NOTAS A PIE DE PÁGINA
(1) Según la teoría de Kleper, recuperada de los pitagóricos, los planetas producían con su movimiento unos sonidos que, aunque imperceptibles por los seres humanos debido a nuestra habituación a ellos, todos juntos formaban una armonía, es lo que se denominó la armonía de las esferas.
(2) El Número Áureo, también conocido como proporción áurea o divina proporción, representado por la letra griega Φ (fi, en honor al escultor griego Fidias), es un número irracional (1,618…) que fue descubierto en la antigüedad y que no se refería a una “unidad”, sino a una “proporción” que se encuentra en distintas figuras geométricas. El propio Platón consideró dicho número como la mejor relación matemática y la llave a la física del cosmos. De algún modo, la proporción áurea se convertiría en un símbolo de belleza y equilibrio. Leonardo da Vinci, por ejemplo, en la Gioconda utiliza rectángulos áureos implícitos en el rostro de Elisa. En el alcance de la proporción áurea las matemáticas son, como es lógico, imprescindibles. En cuanto al a música, la proporción se busca en la armonía. Los pitagóricos son el más claro ejemplo de ello, en su afán de identificar la armonía del universo y de la música con la armonía del alma humana (de ahí la purificación de la música, que hace la vez de mediadora entre el universo, los dioses y la música).
(6) Esto, que Descartes da por hecho, es debido a las vibraciones: las vibraciones de la nota DO agudo, son justo el doble que las de DO grave. Así, por ejemplo, la octava de DO grave es DO agudo, la de RE grave es RE agudo, y así sucesivamente.
(7) En la música de la Edad Media, se abusó sobre todo de las quintas, y en la época del Barroco y el Clasicismo, debido a que se intentó innovar, se procuraba no usarlas de forma seguida. Lógicamente, vemos como Descartes está influido por la teoría armónica del momento.
(8) Esta era otra de las reglas de la armonía clásica. De hecho, cualquier estudiante de primero de armonía en el conservatorio estudiará esto como regla. Aunque aquí Descartes no lo indica, y como bien sabemos, el movimiento de contrarios suele dar más independencia a las distintas voces.
(9) Aquí vemos la influencia de Zarlino, a quien cita seguidamente alabando su enumeración de las cadencias, “en las que explica, dice Descartes, qué consonancias pueden ponerse después de cualquiera otra en toda la cantinela”.
(10) La armonía tradicional se suele estudiar en torno a estas cuatro voces. De este modo, un estudiante de conservatorio actual que comience sus estudios de armonía, aprendería a enlazar estas cuatro voces.
(11) Nótese que esta distinción no la hace Descartes, sino que es puramente lógico que lo sea, pues es la que mejor se percibe, junto con la superior y, además, es, en el siglo diecisiete, la voz a través de la cual se enlazan las demás voces. Además, como bien indica Descartes a continuación, el bajo suele ir por saltos (o sea, no por grados conjuntos –notas seguidas- como do-re, re-mi, mi-fa; sino por notas no seguidas, a saltos, como do-fa o do-sol)
(12) Un movimiento contrario es aquel que va en contra de la voz del bajo. Por ejemplo, si la voz del bajo pasa de DO a SOL (de forma ascendente), el contratenor debería cambiar de forma descendente (por ejemplo, de MI a LA (forma descendente). De forma que una voz habrá ido de forma ascendente y otra de forma descendente. Esto, como es lógico, dota de variedad y riqueza a la música.
(14) Nótese que la voz del bajo se escribe en el pentagrama inferior, mientras que la soprano se escribe en la voz superior, por lo que son las dos voces más alejadas y las que más se escuchan.
(17) Según Gabilondo, “resulta verosímil creer que Descartes dispone de un laúd y de una flauta, lo que le permite utilizarlos para medir ciertas propiedades ligadas, por un lado, a la resonancia y, por otro, a las reduplicaciones de intervalos en la octava”
Escrito por Daniel Martín Sáez
Desde España
Fecha de publicación: Abril del 2008.
Artículo que vió la luz en la revista nº 0007 de Sinfonía Virtual