Hay una escuela donde no se aprende a deletrear sino a cabalgar sobre ciervos.
Tampoco se aprende a mirar fijamente a la pizarra con ojos soñolientos, sino a navegar sobre nubes.
No a medir las carreras con cronómetro ni los saltos con cinta métrica, sino a bailar sobre el alambre
No se aprende a bajar la cabeza ni a mirar de reojo al maestro, sino a domar monstruos
Tampoco a balbucear textos sino a reconocer huellas de hadas
Y nada de que dos y dos son cuatro y la hora tiene sesenta minutos, sino a hacer magia y a soñar.
No a estar sentado, en las bellas mañanas de primavera en una aula que huele a trapo de pizarra y a ropa sudada, sino a oler como las flores.
No a pedir buenas notas y temblar cuando van a ser entregadas, sino a caminar sobre el agua.
Allí tampoco se aprende que luna empieza con l, estrella con ll y que lobo tiene una b, sino a hablar el lenguaje de los animales.
No a estar sentado inmóvil y con la boca cerrada, sino a vivir en los árboles
Y mucho menos a empujar a los demás: “ Largo! Yo primero” sino a consolar a las personas tristes.
“ Que dónde está esa escuela?
En el Valle del Mirlo, tres kilómetros más allá de Pentecostés. Se llama “La Escuela de los Niños Felices” Su puerta está abierta de par en par. Vete allí.
Y si un día regresas cuéntales a tus maestros dónde estuviste. Quizá comiencen a escucharte.
Gudrun Pausewang, (1994): “La escuela de los niños felices”, Salamanca, Lóguez.